“Gracias a ese pararrayos protector llamado autocrítica”, nunca publicó su primer poema. Tenía veinte años y un instinto dirigido hacia el canto. Era desde entonces melómano, muy cercano al mundo simbolista, e ignoraba que cuatro años después, al publicar La balanza, su primer poemario, se iba a presentar uno de los grandes hechos editoriales del continente: “Ese libro –recordó durante una larga conversación que tuve con él, a finales de los ochenta, para una semblanza– tuvo más éxito que Cien años de soledad. La edición se agotó en seis horas por un fenómeno no literario llamado ignición. Esto sucedió durante el ‘bogotazo’. Los doscientos ejemplares ardieron. En cambio, la primera edición de Cien años de soledad tardó tres meses en agotarse.”
La balanza es el inicio de un largo viaje que desde entonces no cesó de trasportarlo. “La poesía es una oración, un contacto con presencias que nos trascienden, un vínculo con lo sagrado. Cada poema trata de explicar, en mayor o menor medida, el universo. De ahí que tenga una condición visionaria.”
Coleccionista de soldaditos de plomo del ejército napoleónico, Álvaro Mutis (Bogotá, 1923-Ciudad de México, 2013) jamás acudió a una urna, era un “monárquico, gibelino y legitimista”, y, cuando cerraba los ojos, el lejano rumor de un río lo acompañaba. Era el paisaje de la finca donde su familia, cafetalera por ambas partes, estaba establecida.
Por un oscuro túnel en donde se mezclan ciudades, olores, tapetes, iras y ríos, crece la planta del poema. Una seca y amarilla hoja prensada en las páginas de un libro olvidado es el vano fruto que se ofrece.
La poesía substituye,
la palabra substituye,
los vientos y las aguas substituyen,
la derrota se repite a través de los tiempos,
¡ay, sin remedio!
En cierto sentido, la vida de Álvaro Mutis estuvo llena de sustituciones, cambió el bachillerato por la lectura y el billar; mezcló en una especie de duermevela el francés con el español y, finalmente, como todo gran poeta, escuchó los vientos y los ruidos de su infancia, y los sustituyó por la palabra.
Hijo, nieto y bisnieto de cafetaleros, me confió que prefería el té: “Yo preparo mis propias infusiones.” En su casa en San Jerónimo, Álvaro Mutis perdía la mirada en los ojos que lo miraban desde la pared: Valéry, Céline, Baudelaire, Conrad, Valery Larbaud, Cardoza y Aragón; fotografías dispersas en su estudio, en los pasillos, en una puerta de madera que conducía a una cava. “Este lugar expresa una vocación frustrada, un oficio que me hubiera gustado ejercer: el de barman.”
Otros quehaceres lo acompañaron en su vida. Fue jefe de publicidad de una compañía de seguros y de un gran consorcio cervecero, jefe de relaciones públicas de Avianca y de la Standard Oil (Esso). También fue representante para toda América Latina de dos grandes compañías norteamericanas de cine: la Twenty Century Fox y la Columbia Pictures. Su voz dobló a Walter Winchell en la serie televisiva Los intocables. Hizo múltiples viajes a la selva. “Gran parte de mi poesía fue trabajada en el transcurso de esos viajes. Sobre todo en las carreteras de Colombia. Manejar me relaja, me permite pensar.”
Quizás en alguno de esos tránsitos fugaces, el joven Mutis encontró el nombre Maqroll, personaje que se movió en su poesía, en su narrativa, por todos sus inventos. “Personaje de ascendencia romántica –dijo Octavio Paz–, conciencia del poeta.”
Decía Maqroll El Gaviero:
¡Señor, persigue a los adoradores de la blanda serpiente!
¡Haz que todos conciban mi cuerpo como una fuente
[inagotable de tu infamia!
Señor, seca los pozos que hay en mitad del mar
donde los peces copulan sin lograr reproducirse.
Mutis escribía a mano, tomaba apuntes, anotaba palabras claves. Después lo pasaba a su máquina eléctrica. “Pienso que la máquina de escribir es un instrumento de pensar. A estas alturas no me decido a manejar la computadora.” Tenía en ese momento 66 años.
Unido a la poesía de Rimbaud, Baudelaire, Machado y al Neruda de Residencia en la tierra –“son los poetas que meto en la maleta ante de partir”–, imaginaba y soñaba en las mañanas y corregía por las tardes. “Siempre tengo en el cajón tres o cuatro poemas que me salvan de un vacío que no puedo concebir.”
A los 33 años, misma edad a la que murió su padre, Mutis llegó a México. Se hospedó en el Hotel Gillow, de Isabel la Católica. “Viví el último México de atardeceres lilas, de aire transparente, con los volcanes siempre a la vista.”
Olvidado de lo que no le interesaba, “los nombres de la gente son a veces un tormento”. El gusto por la historia lo ayudaba a ejercitar la memoria, aunque, según decía, el último hecho político que le preocupaba de veras era “la caída de Bizancio en manos de los infieles en 1453”.
Gran viajero, sibarita, eternamente seducido por París y por Santiago de Compostela, hizo que las ciudades y las geografías transitaran, aunque sea por su ausencia, en muchos de sus versos: “ahora que sé que nunca visitaré Estambul”, dice en un poema. “Cuando lo publiqué, García Márquez me invitó a un viaje por el Mediterráneo. Enfrente de Estambul me dijo: ‘…No me digas que el que habla en ese poema es Maqroll El Gaviero.’ Me reí y le dije: “Ya estamos aquí. Da igual.”
Unido a su vocación de poeta, Mutis decía que sus narraciones eran “comentarios desarrollados de núcleos que están en mis poemas. Cuando acabo de escribir –aunque decía Valéry que un poema nunca se termina, sino se suspende–, siento una sensación de plenitud, de goce, que la narrativa no me da, aunque me divierte muchísimo”.
Uno de sus poemas más cercanos era Moirologhia, nombre del canto que las mujeres del Peloponeso elevan al borde de la tumba del ser amado. “El poema es una larga imprecación a mí mismo, a mi muerte.” Mutis lo escribió, enfebrecido, de un solo golpe:
De tus proezas de amante,
de tus secretos y nunca bien satisfechos deseos,
del torcido curso de tus apetitos,
qué decir, ¡oh sosegado!
De tu magro sexo encogido solo mana
ya la linfa rosácea de tus glándulas,
las primeras visitadas por el signo de la descomposición.
Casado por 47 años con Carmen Miracle, su mujer catalana, con sus gatos y el amor por su jardín, con su estudio lleno de objetos íntimamente cercanos, de armarios con libros, de cavas con mapas y fotografías, Álvaro Mutis, con sus trabajos perdidos, sus nocturnos y homenajes, su amor a la música de Chopin y Lavista, supo que, “si acaso, el poema viene de otras regiones; si su música predica la evidencia de futuras miserias, entonces los dioses hacen el poema. No hay hombres para esa faena”. ~
Este texto se basa en la semblanza publicada en De frente y de perfil (1994).
(Ciudad de México, 1955) es poeta. Ansina, poemas en ladino (Vaso Roto, 2016), es su libro más reciente