Tomás Pérez Vejo y Pablo Yankelevich (coordinadores)
Raza y política en Hispanoamérica
Ciudad de México, Bonilla Artigas Editores/El Colegio de México/Iberoamericana Vervuert, 2017, 384 pp.
En la historiografía latinoamericana no hay tema más recurrente y, a la vez, elusivo que el de los conflictos raciales. Naciones construidas en comunidades heterogéneas, étnicamente diversificadas por la colonización y la inmigración, debieron desarrollar estrategias para lidiar con las tensiones raciales luego del colapso del imperio borbónico en América. Primero el republicanismo y luego el liberalismo del siglo XIX intentaron diluir aquella diversidad en el molde jurídico de una ciudadanía moderna. Pero las leyes igualitarias de las constituciones decimonónicas, en vez de reducir la estratificación social, se volvieron instrumentos de la exclusión y el racismo.
En el volumen colectivo que dedican al tema, los historiadores Tomás Pérez Vejo y Pablo Yankelevich observan algo que la historiografía no siempre advierte y es que, en América Latina, fue la tradición conservadora la que entendió la heterogeneidad racial como un elemento constitutivo de las nuevas naciones. Marcados por una visión estamental de la sociedad, derivada de los propios reinos borbónicos, los conservadores, a diferencia de Simón Bolívar o José María Luis Mora, de Andrés Bello o Domingo Faustino Sarmiento, no veían la diversidad étnica como un obstáculo para la construcción del Estado nacional. La composición racial diferenciada era, para ellos, un legado natural de las constituciones históricas de la región.
No estoy tan seguro de que, como afirma Pérez Vejo en su ensayo, el tópico de la razas superiores e inferiores aparezca, en México y América Latina, a mediados del siglo XIX, luego de la guerra con Estados Unidos y de la difusión de las ideas positivistas y evolucionistas. Toda la llamada “disputa sobre el Nuevo Mundo”, estudiada por Antonello Gerbi, estuvo atravesada desde el periodo neoclásico por el racismo naturalista e ilustrado. Aquel era un racismo todavía no procesado por las tesis darwinistas y eugenésicas, como el de Francisco Pimentel o Andrés Molina Enríquez en México o como el que Patricia Funes encuentra en Carlos Octavio Bunge, José María Ramos Mejía y José Ingenieros en Argentina, en Alcides Arguedas en Bolivia y en Raimundo Nina Rodrigues y Euclides da Cunha en Brasil. Pero no hay dudas de que ese racismo adelantaba muchos de los estereotipos sobre la “degeneración” del criollo y el mestizo o sobre la “barbarie” del indio y el negro.
La metáfora del “crisol de razas”, que aprovecharon las ideologías del mestizaje, aparece en varios capítulos de este libro: el de Pérez Vejo sobre México, el de José Antonio Piqueras sobre Cuba, el de Patricia Funes sobre Argentina, el de Marta Elena Casaús sobre Centroamérica, el de Marta Saade Granados sobre Colombia, el de Rodolfo Stavenhagen sobre la historia institucional del indigenismo, el de Joshua Goode sobre la antropología peninsular y los de Fernando J. Devoto, Pablo Yankelevich y Jeffrey Lesser sobre raza e inmigración en Brasil, Argentina y México. La centralidad del tema alude al proceso por el cual, en la primera mitad del siglo XX, se genera un desplazamiento del positivismo al funcionalismo en las ciencias sociales latinoamericanas, que favoreció el discurso sobre el mestizaje.
Con frecuencia se piensa que pensadores como Manuel Gamio o José Vasconcelos –que entre Forjando patria (1916) y La raza cósmica (1925) dieron forma a la utopía mestiza en México– fueron excepcionales. Sin embargo, la trayectoria de Fernando Ortiz en Cuba o de Gilberto Freyre en Brasil describe una evolución similar, que ilustra una apropiación de los referentes positivistas y eugenésicos a favor del argumento mestizo o “transcultural”, como le llamó el cubano. Un argumento que, sin embargo, preservó la vieja estrategia de la construcción nacional por medio de la inmigración, como prueban los estudios de Devoto y Lesser sobre Brasil y Argentina, generando, a su vez, una suerte de racismo invertido, como evidencia el capítulo de Yankelevich. En América Latina, el mestizaje se proyectó como una mitología republicana, que desdibujaba las identidades originarias, pero también como un enunciado nacionalista, que entrelazaba lo cívico y lo étnico.
En la larga duración latinoamericana, podrían distinguirse dos grandes momentos en la instrumentación de las políticas del mestizaje: el de las modernizaciones liberales de fines del siglo XIX y el de las revoluciones y populismos de mediados del siglo XX. El aporte de este volumen es la exposición de las constantes que produjo aquella yuxtaposición entre nacionalismo y mestizaje. Dos periodos –el de las “repúblicas de orden y progreso” y el de los nacionalismos revolucionarios o populistas, tradicionalmente pensados como antitéticos– aparecen aquí conectados por políticas raciales no tan distintas. La historia de la gestación y el ocaso del indigenismo en México, narrada por Rodolfo Stavenhagen, acentúa el tono melancólico del volumen en cuanto al balance del mestizaje en América Latina.
En algunas regiones, como Centroamérica y el Caribe, la ideología del mestizaje, hilvanada con el nacionalismo, justificó genocidios como el de Cuba en 1912, el de El Salvador en 1932 y el de Guatemala en 1945. Estos casos, comentados por Piqueras y Casaús, podrían ampliarse con otros, como los de las matanzas de chinos en Torreón, Coahuila, durante la Revolución maderista, o las masacres de haitianos en la frontera con República Dominicana durante la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo. En todos ellos, el grupo genocida reclamaba una identidad étnica no “blanca” sino mestiza, en la que lo racial se entrelazaba con lo nacional. Como recuerda Piqueras, algunos de los principales ideólogos de la proscripción del Partido de los Independientes de Color, en Cuba, como Martín Morúa Delgado y Juan Gualberto Gómez, eran mulatos.
Aunque no es un tema centralmente tratado, varios ensayos de este libro insinúan que desde fines del siglo XX existe una crisis de la ideología del mestizaje en las naciones latinoamericanas. Jeffrey Lesser sostiene que durante las dos presidencias de Lula da Silva en Brasil, a principios del siglo XXI, se intentó difundir una estampa multicultural del gran país suramericano. El eslogan “Brasil, país de todos” circulaba como pie de foto en muchas imágenes que postulaban la diversidad étnica del país. Aquella celebración de la heterogeneidad suponía una defensa explícita de la inmigración como mecanismo de la construcción histórica de una ciudadanía nacional. La ruptura con la tradición del discurso mestizo era evidente y la elección de Dilma Rousseff, hija de un inmigrante búlgaro, como sucesora de Lula, vino a confirmar simbólicamente aquel tránsito.
En todos los países latinoamericanos –es erróneo, por cierto, el término de Hispanoamérica en el subtítulo, ya que algunos ensayos tratan el caso de una nación no “hispana” como Brasil– se ha vivido alguna modalidad de esa crisis en los últimos años. Sin embargo, la “persuasión multicultural”, como la llama José Antonio Aguilar, no ha carecido de resistencias desde las reservas ideológicas de tradiciones liberales y republicanas, conservadoras y socialistas. Con frecuencia, la plataforma multicultural actúa como una prolongación de la retórica del mestizaje en la era transnacional o como la enésima adaptación del nacionalismo a los tiempos globales. ~
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.