El no tan nuevo estilo personal de gobernar en América Latina, de la mano de liderazgos carismáticos y mediáticamente intensos, está produciendo un curioso fenómeno de revisionismo histórico presidencial. Varios presidentes de la región desplazan sus crecientes protagonismos al debate sobre la historia nacional y transfieren la polarización del presente al pasado de sus países. Exaltan héroes, que postulan como antecesores suyos, y denigran traidores, a quienes atribuyen un rol fundacional en la genealogía de sus opositores.
Ese revisionismo entona con la crisis del horizonte liberal en América Latina y el Caribe y el retroceso de la democracia a nivel global. Con la peculiaridad, en el contexto específicamente latinoamericano, de que la importancia del liberalismo como paradigma doctrinal de la construcción de los Estados nacionales en el siglo XIX, más que a un rechazo, obliga a una apropiación del panteón heroico. Tres presidentes latinoamericanos –el mexicano Andrés Manuel López Obrador, el argentino Javier Milei y el colombiano Gustavo Petro– personifican distintas modalidades de ese revisionismo histórico.
El estadista mexicano más reverenciado por AMLO fue, sin duda, Benito Juárez (1806-1872), seguido de Francisco I. Madero. Ya en Palacio Nacional, AMLO confesó que, como Madero, hablaba con el espectro de Juárez y le pedía consejos sobre cómo gobernar México en la tercera década del siglo XXI. Según López Obrador, su gestión podía entenderse como una presidencia delegada por ese espectro, ya que don Benito seguía gobernando México con su ejemplo. Un par de libros recientes permiten constatar el espiritismo: El gobierno de Andrés Manuel López Obrador a través de sus discursos (2024) de Héctor Gabriel Legorreta Cantera y Las frases de AMLO. Pedagogía de la transformación (2024) de Martí Batres Guadarrama.
La apropiación de Juárez en la retórica de AMLO siguió la ruta de la literatura glorificante sobre el estadista oaxaqueño (Peza, Sierra, Pérez Martínez, Gómez Muriel, Henestrosa), pero también de los catecismos morales legados por el nacionalismo revolucionario del siglo XX, muchas veces en forma de antologías de máximas o frases célebres. En sus discursos, AMLO echó mano, insistentemente, de esa fraseología: “Entre los individuos como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”, “Nada por la fuerza, todo por la razón y el derecho”, “No se puede gobernar a base de impulsos de una voluntad caprichosa, sino con sujeción a las leyes”.
Las máximas juaristas sirvieron a AMLO para legitimar su política, por lo menos, en cuatro ámbitos: la llamada “austeridad republicana”, el combate a la corrupción, la estrategia de seguridad basada en el principio de “abrazos, no balazos” y las relaciones internacionales. Junto a esa apropiación de las herencias liberales del siglo XIX, desde una plataforma simbólica más afín a las revoluciones y los populismos del siglo XX, líderes como AMLO capitalizan datos biográficos como los orígenes indígenas de Juárez o su firmeza soberanista frente a la Francia de Napoleón III, valedora del imperio de Maximiliano de Habsburgo.
Como observara Charles Weeks, los debates historiográficos sobre el legado de Benito Juárez fueron intensos en torno a 1906, cuando el centenario de su nacimiento, y 1972, cuando el centenario de su muerte. En el primer contexto estuvieron involucrados Francisco Bulnes, Justo Sierra, Hilarión Frías, Fernando Iglesias Calderón, Ricardo García Granados y Andrés Molina Enríquez, entre otros. En el segundo destacaron José Fuentes Mares, Jorge L. Tamayo, José C. Valadés, Jan Bazant, Moisés González Navarro y varios historiadores estadounidenses que exploraron la intensa relación de Juárez con Estados Unidos.
Algunos de aquellos historiadores, como Robert J. Knowlton, Laurens Ballard Perry, Richard N. Sinkin y Charles R. Berry, se ocuparon de los puntos más controversiales de la trayectoria juarista como la expropiación de las comunidades indígenas, el control electoral, el uso de facultades extraordinarias, la guerra civil en Guerrero, la represión de los movimientos agrario y obrero o la contrainsurgencia de Manuel Lozada en Nayarit. Brian Hamnett resumió todos esos tópicos en su muy lograda biografía de Juárez, publicada en 1994.
Pero nada o muy poco de ese repertorio complejo emerge en la apropiación oficial de Juárez. Ni siquiera el viejo reclamo nacionalista por el Tratado McLane-Ocampo o la relación prioritaria con Estados Unidos, que era común en cierta historiografía de izquierda, gana espacio en la nueva oficialización de Juárez. Como se desprende de Juárez: historia y mito (2010), la compilación de Josefina Zoraida Vázquez en El Colegio de México, o El culto a Juárez (2020) de Rebeca Villalobos, el nuevo juarismo hegemónico es un calco del viejo juarismo priista: un juarismo teflón a prueba de filtraciones.
Más aggiornato es el revisionismo del presidente Javier Milei en su relectura de Juan Bautista Alberdi (1810-1884) en Argentina. Seguidor de las ideas económicas de Rothbard, Mises y Hayek, Milei busca hacer del liberal tucumano del siglo XIX un libertario del siglo XXI. Como ha observado el historiador Natalio Botana, uno de los mayores conocedores de la llamada generación del 37 en Argentina (Esteban Echeverría, Domingo Faustino Sarmiento, Juan Bautista Alberdi, Bartolomé Mitre), el presidente explota un texto tardío de Alberdi, La omnipotencia del Estado (1880), una conferencia que el liberal tucumano pronunció en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, cuando le fue concedido el doctorado honoris causa.
Allí Alberdi cuestionaba no solo el estadocentrismo sino el patriotismo republicano heredado de Grecia y Roma y consagrado en los sistemas políticos posteriores a las independencias americanas, desde Estados Unidos hasta Argentina, especialmente en el largo periodo rosista. Confrontaba también al “discípulo” Herbert Spencer, tan admirado por el ídolo de Milei, Murray Rothbard, con su “maestro” Adam Smith, a quien, según Alberdi, había que regresar. En pasajes de La riqueza de las naciones (1776) de Smith, que citaba en extenso Alberdi, se sostenía que el origen de la prosperidad pública y de la individual era el mismo: el esfuerzo de los particulares. Pero nunca se argumentaba a favor de la desaparición o el achicamiento del Estado o el gobierno.
Lo que de Smith reivindicaba Alberdi era que el Estado no debía sufragar sectores improductivos como una corte opulenta, grandes establecimientos eclesiásticos o ejércitos numerosos. Alberdi traducía el pensamiento del liberal escocés al contexto de la Argentina de 1880, luego de la Guerra del Paraguay, a la que se opuso, y cuando se debatía la federalización de Buenos Aires, impulsada por el presidente Julio Argentino Roca, a quien apoyó. Pero como bien recuerda Botana, ese último Alberdi, receloso de la ineficiente burocracia administrativa de Buenos Aires, no fue el único Alberdi en más de seis décadas de trayectoria intelectual y política.
Antes que ese hubo otro Alberdi, el autor de las Bases y puntos de partida para la organización política de la República argentina (1852), que sirvieron de guía para el diseño de la Constitución liberal de 1853. Allí propuso Alberdi un “gobierno mixto”, ajeno a cualquier federalismo radical, que mezclaba elementos de otras experiencias federales como la estadounidense, la suiza y la alemana. El constitucionalismo alberdiano daba mucha importancia a la capacidad del Estado argentino para diseñar, a partir de sus ingresos fiscales, una estrategia de gasto público favorable a la educación pública gratuita, que entendía como un derecho universal que rebasaba la instrucción básica.
Un tercer caso de instrumentación de la herencia liberal del siglo XIX latinoamericano, desde una plataforma ideológica y política del siglo XXI, sería el de Gustavo Petro en Colombia. En 2022, cuando comenzaba a gobernar el proyecto del Pacto Histórico, internacionalmente reconocido como el primer gobierno de izquierda en la historia de Colombia, el presidente hizo el siguiente comentario en la red X: “Este era el liberalismo. En 1849 José Hilario López fue elegido presidente de la República. Sus logros: abolir la esclavitud, Ley Agraria, separación de la Iglesia del Estado, libertad de prensa.”
Más recientemente el presidente Petro ha defendido el legado de otro estadista liberal del siglo XIX colombiano: Juan José Nieto Gil (1805-1866), quien fue presidente por unos meses de la Confederación Granadina, entre enero y julio de 1861. El reclamo del legado de Nieto Gil por parte del presidente Petro ha estado más referido a su condición afrodescendiente que a su ideología liberal, pero lo cierto es que aquel político y letrado cartagenero fue muy cercano a la corriente anticlerical de López, el presidente abolicionista, si bien se formó dentro de las filas federalistas, partidarias de Francisco de Paula Santander, rival de Simón Bolívar.
Al colocar en un segundo plano el liberalismo de Nieto Gil, contrapuesto doctrinalmente al republicanismo centralista de Bolívar, Petro elude la contradicción discursiva que implicaría suscribir una corriente que el chavismo venezolano ha imputado dentro de los enemigos del libertador caraqueño. Esa elusión conlleva también un silenciamiento de los agravios del liberalismo anticorporativo de López y Nieto Gil contra diversas comunidades neogranadinas de mediados del siglo XIX.
La más reciente historiografía sobre la abolición de la esclavitud en Colombia, dentro de la que destaca la obra de la historiadora de la Universidad de Yale Marcela Echeverri, llama la atención sobre el hecho de que el decreto abolicionista de López, en 1851, incluyó dentro de los documentos de identidad de los negros libertos el avalúo de cada esclavo y esclava establecido por las Juntas de Manumisión, con lo cual aquellos afrodescendientes siguieron siendo sometidos a formas de trabajo no libre.
En cuanto a la obra doctrinaria de Nieto Gil, que incluyó tratados como Derechos y deberes del hombre en sociedad (1834) o el Diccionario mercantil (1841) y novelas románticas como Ingermina o la hija de Calamar (1844) o Rosina o la prisión del castillo de Chagres (1852), queda en evidencia que el presidente Petro está exaltando a un estadista que compartía al pie de la letra la médula excluyente de la filosofía de los derechos naturales del hombre en el siglo XIX y la gramática elemental de la economía de mercado. En vez de hacer explícitas esas premisas liberales que, supuestamente, comparte el proyecto del Pacto Histórico, el presidente colombiano prefiere destacar el vínculo que se desprende de la condición racial de un letrado del siglo XIX.
En los tres casos vemos a políticos latinoamericanos del siglo XXI recurriendo a figuras canónicas del liberalismo del siglo XIX para legitimar proyectos políticos que se desmarcan de las democracias liberales. La paradoja ilustra los dilemas a que se enfrentan proyectos políticos que, a pesar de sus radicalismos discursivos, de izquierda o de derecha, deben abrevar en el linaje fundacional de los liberalismos o republicanismos decimonónicos. Pero también ilustra la creciente desautorización de la historia académica desde las nuevas narrativas hegemónicas sobre el pasado nacional.
Los presidentes latinoamericanos, de izquierda o derecha, vuelven a hablar desde la historia, como lo hacían los jefes revolucionarios y los caudillos populistas, aunque hoy cumplan mandatos constitucionales delimitados. El revisionismo histórico presidencial no es nuevo: la novedad es la enorme caja de resonancia que encuentra ese revisionismo en las redes sociales y los medios electrónicos. Un revisionismo, en resumidas cuentas, colocado en las antípodas del saber académico y que confluye en el rearme de la historia oficial latinoamericana. ~