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A mediados de 1948, un juez de California aseguró haber recibido la solicitud de divorcio más ridícula que había leído jamás: un joven de diecinueve años acusaba a su mujer de amenazas, porque ella había querido destruir su colección de discos. Era la primera vez, según el magistrado, que alguien mencionaba un producto fonográfico como “co-demandado”, utilizando una figura comparable al tercero en discordia en un adulterio. A pesar del disparate, concedió la separación. Ella se llamaba Jeanette Marlin y él, Philip K. Dick. Llevaban apenas siete meses de casados.
El episodio es de interés no solo porque dibuja desde sus inicios la conocida paranoia de PKD sino porque retrata el amor que siempre manifestó por la música –“el único hilo que le da coherencia a mi vida”–, tanto en su forma de arte como de materialidad. “En mis textos, está el tema constante de la música, del amor por la música”, escribió en el prólogo de El hombre dorado, y era verdad. Del científico, de “La máquina preservadora”, que quiere proteger las obras de Mozart y Schubert transformándolas en seres vivos al drama alrededor de una tienda de discos en Mary y el gigante, las ficciones de PKD rebosan melómanos, creadores y vendedores de música. Sus sociedades pueden ser todo lo extravagantes que uno quiera, pero siempre hay un espacio para saber qué escuchan los personajes y con qué tecnología obtienen esa experiencia.
A Dick le gustaba presumir que, de adolescente, “podía reconocer prácticamente cualquier sinfonía u ópera, cualquier melodía clásica que me silbaran o tararearan” y también que su bien más preciado, en aquellos años, era un tocadiscos Magnavox, propiedad de su madre. A los quince había empezado a trabajar en una tienda de música y aparatos de sonido, en donde desarrolló su erudición y “el amor por los equipos más modernos junto con un conocimiento práctico de cómo funcionaban los sistemas de reproducción musical”, en palabras de su biógrafo Anthony Peake. Tuvo también ahí su primer encuentro con Jeanette Marlin, que, a decir de uno de sus maliciosos compañeros –y el detalle puede ser significativo–, no sabía ni pronunciar “Debussy”. En pocos días, aquello que comenzó con algunas visitas al sótano para escuchar álbumes selectos y tener sexo ocasional se convirtió en un efímero matrimonio. Es verdad que también conoció a su segunda esposa en una tienda de discos, pero antes se aseguró de tener al menos algunos gustos en común.
En Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, Emmanuel Carrère llama “larga carrera de monógamo compulsivo” a la accidentada serie de casamientos, divorcios y relaciones tormentosas que mantuvo PKD desde entonces, incapacitado –como se sentía– para quedarse solo. De Kleo lo atrajo su amor por la ópera italiana, junto con Grania descubrió el pop, ante el abandono de Nancy se drogó escuchando a Wagner. A Donna y Tessa las hizo partícipes de su obsesión por John Dowland, un laudista del siglo XVII que le dio el título para uno de sus libros. Cortejó a Linda porque le recordaba a Linda Ronstadt (“La fantasía que corre en mi cabeza es esta: descubro a Linda Ronstadt, y el mundo me recuerda como el cazatalentos de Capitol que la contrató. Habría querido que mi lápida dijera: DESCUBRIÓ A LINDA RONSTADT ¡Y LA CONTRATÓ!”). Por vocación wagneriana le puso Isolde a una de sus hijas y le salvó la vida a otro después de tener una visión con “Strawberry fields forever”. El 17 de noviembre de 1971, ocurrió lo que tanto temía: alguien entró a su casa, destruyó sus archivos personales y se llevó el equipo estereofónico. Las autoridades desestimaron la denuncia y, por algún tiempo, PKD se preguntó si no habría sido él mismo el autor de aquel atraco.
Esa amalgama de incertidumbre, documentos extraviados y aparatos de sonido no resulta extraña en una personalidad como la suya. De hecho, es uno de los temas de Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, junto a sus habituales preocupaciones por la realidad, las drogas y los Estados totalitarios. La novela cuenta la historia de Jason Taverner, un ídolo televisivo despojado, de un día para otro, de su identidad: su nombre desaparece de las bases de datos, los fanáticos lo olvidan con rapidez y, sin papeles oficiales, corre el riesgo de terminar en un campo de trabajos forzados. Luego de toparse con la única mujer que, por lo visto, sabe quién es y que asegura poseer todos sus discos, Taverner se enfrenta al fatídico momento de reproducir su propia música, pero lo único que obtiene es el siseo característico del vinilo sin grabar. Aturdido en parte por la mescalina y en parte por la súbita traición de la tecnología, revisa las conexiones, la palanca, la velocidad del fonógrafo, sopla la superficie del plástico para quitar el polvo, pero nada de eso funciona. Su desesperación es la del hombre cuyo mundo depende de un entramado de cables, circuitos e impulsos eléctricos que la mayoría de las personas rara vez está en condiciones de entender.
La facilidad con la que esa red tecnológica puede arruinarse o intervenirse es algo que tiene en claro Yah, otrora “Señor de los Ejércitos” y personaje secundario de La invasión divina, una de las últimas novelas que PKD escribió. Expulsado de la Tierra, en la que ahora gobierna su adversario Belial, Dios se empeña en enviar a otro hijo suyo, para lo cual necesita: a) una virgen, b) un padre putativo. Encuentra al nuevo san José en la persona de Herb Asher, que, además de fanático de la cantante Linda Fox, vive recluido en una cúpula de otro sistema planetario, dedicado a transmitir música y videos a través del espacio. Para cumplir su cometido, Yah lo amenaza de la manera típica, con lanzarlo a las llamas o devastar aquel hogar, pero lo que realmente funciona es poner en peligro su colección de grabaciones de Linda Fox. No sin egocentrismo, en ese pasaje Dick otorgó una dimensión sagrada a un viejo incidente matrimonial, pero también describió una vida en la que, aislados e hiperconectados, un hackeo o una falla en la transmisión equivale a perder algo de nosotros mismos. En tiempos pandémicos, temerosos de que el plan de datos se acabe, el Zoom se caiga o el ancho de banda distorsione la voz del ponente, la novela de Dick resulta inquietantemente actual. “Dios no existe”, se dice Herb en un momento de escepticismo, “salvo quizá bajo la forma de una extraña perturbación de la ionosfera que está jodiendo mi equipo”.
A fines de los setenta, PKD dio en Metz una conferencia que, con los años, se volvería legendaria. Poco antes de iniciar, el micrófono se puso a hacer ruidos inexplicables. Los anfitriones le pidieron al escritor que dijera cualquier cosa en lo que ajustaban el sonido. De acuerdo con Emmanuel Carrère, Dick se acercó al aparato y recitó un versículo de san Pablo. Luego ya pudo hablar. ~
es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.