En una cuenta de Twitter llamada So sad today (Tan triste hoy), la escritora estadounidense Melissa Broder lleva enviando fragmentos de su vida interior desde 2012. Broder escribe sobre una tristeza mundana –“despertarme hoy ha sido una decepción” o “lo que tú llamas ataque de nervios yo lo llamo oops, he visto por accidente las cosas como son”– y es brutalmente sincera con sus defectos (“Ay, me he hecho daño al adaptarme a los estándares de belleza socialmente aceptados que sé que son falsos, pero en los que todavía me siento obligada a encajar”, “acabo de sentir un instante de autoestima y ha sido en plan qué coño es esto”). La cuenta se ha convertido en un éxito, tiene más de 675.000 seguidores, y el libro de Broder de ensayos personales sobre sus batallas contra la enfermedad mental, también titulado So sad today, salió en 2016.
Es sorprendente que la exhibición de tristeza –y otras emociones chungas– de Broder haya puesto el dedo en la llaga en un mundo donde los perfiles de la gente en redes sociales están construidos de forma inmaculada para mostrar nuestros yoes más felices. Pero las tasas crecientes de depresión a nivel mundial muestran claramente que nos cuesta ser felices. ¿Estamos haciendo algo mal? La popularidad de Broder debería obligarnos a mirar de nuevo la tristeza y sus primos hermanos. Quizá podríamos considerar alinearnos con los románticos, que como grupo encontraron consuelo expresando libremente sus emociones en la poesía. En su “Oda a la melancolía” (1820), por ejemplo, John Keats escribió: “Pues en el mismo templo del Placer, / tiene su soberano numen Melancolía.” Dolor y felicidad son las dos caras de la misma moneda: ambas son necesarias para una vida vivida plenamente.
Keats quizá tenía aquí en mente a Robert Burton, el sacerdote del siglo XVIII, que en su voluminosa obra La anatomía de la melancolía (1621) describía que la tristeza se nos puede ir de la mano (algo que se ha descrito como depresión clínica) y explicaba cómo lidiar con ella. O varios libros de autoayuda del siglo XVI, que, según Tiffany Watt Smith, una investigadora del Centro para la Historia de las Emociones en la Universidad Queen Mary de Londres, “intentan motivar la tristeza en los lectores dándoles listas de razones para estar decepcionados”. ¿El camino hacia la verdadera felicidad pasa por la tristeza?
Investigaciones recientes sugieren que experimentar sentimientos no muy felices promueve el bienestar psicológico. Un estudio publicado en la revista académica Emotion en 2016 escogió 365 participantes entre 14 y 88 años. Se les dio un smartphone y durante tres semanas tenían que responder seis tests diarios sobre su salud emocional. Los investigadores comprobaron sus sentimientos, negativos o positivos, y cómo percibían su salud física en un momento dado. Antes de estas tres semanas, los participantes habían sido entrevistados sobre su salud emocional (hasta el punto de irritarles o provocarles ansiedad; la idea era ver cómo percibían los estados de ánimo negativos), su salud física y sus hábitos de integración social (¿tenían relaciones sólidas con la gente de su entorno?). Cuando terminaron con los tests del smartphone, les preguntaron sobre la satisfacción de su vida.
El equipo encontró que el vínculo entre los estados mentales negativos y una salud emocional y física pobre era más débil en los individuos que consideraban que los estados de ánimo negativos eran útiles. De hecho, los estados de ánimo negativos correlacionaban con una baja satisfacción con la vida solo en la gente que no consideraba que los sentimientos adversos fueran útiles o agradables.
Estos resultados encajan con la experiencia de los médicos. “A menudo no es la respuesta inicial a una situación (la emoción primaria) lo problemático, sino su reacción a esa respuesta (la emoción secundaria) lo que resulta más difícil”, dice Sophie Lazarus, una psicóloga del Centro Médico Wexner de la Universidad Estatal de Ohio. “A menudo se nos dice que no deberíamos tener emociones negativas, así que la gente está muy condicionada y quiere cambiar o eliminar esas emociones, lo que conduce a la supresión, la obsesión o la abstinencia.”
Según Brock Bastian, autor de The other side of happiness: embracing a more fearless approach to living (2018) y psicólogo en la Universidad de Melbourne en Australia, el problema es en parte cultural: una persona que vive en un país occidental tiene entre cuatro y diez probabilidades más de experimentar depresión clínica o ansiedad que un individuo de una cultura oriental. En China y Japón tanto las emociones negativas como las positivas se consideran una parte esencial de la vida. La tristeza no es un obstáculo para experimentar emociones positivas y –al contrario que en las sociedades occidentales– no hay una presión constante para estar contento.
Este pensamiento puede estar enraizado en una educación católica. Por ejemplo, la filosofía indotibetana, que ha sido estudiada extensamente por psicólogos occidentales como Paul Ekman, pide reconocer las emociones y aceptar el dolor como una parte de la condición humana. Coloca el énfasis en comprender la naturaleza del dolor y las razones que conducen a él. Muchas prácticas psicológicas modernas, como la terapia dialéctica conductual, emplean esta estrategia para reconocer y nombrar las emociones al tratar la depresión y la ansiedad.
En un estudio publicado en 2017, Bastian y sus compañeros realizaron dos experimentos en los que examinaban cómo la presión social que nos hace buscar la felicidad afecta a la gente, especialmente cuando se experimenta un fracaso. En el primer estudio, 116 estudiantes universitarios fueron separados en tres grupos para resolver un anagrama. Muchos de los anagramas eran imposibles de resolver. El test estaba hecho para que todo el mundo fracasara, pero solo a uno de los tres grupos se les dijo que iban a experimentar un fracaso. El otro grupo estaba en una “habitación feliz” cuyos muros estaban empapelados con carteles motivacionales y notas de post-it, y literatura de autoayuda, mientras que al último grupo se le dio una sala neutral.
Después de completar la tarea, todos los participantes respondieron un test sobre preocupación que midió sus reacciones al fracasar la tarea del anagrama, y rellenaron un cuestionario hecho para evaluar si las expectativas sociales de ser feliz afectaron a cómo procesaban las emociones negativas. También hicieron un test sobre su estado emocional en ese momento. Bastian y su equipo descubrieron que la gente en la “habitación feliz” se preocupaba más por su fracaso que la gente de las otras dos salas. “La idea es que cuando la gente se encuentra en un contexto (en este caso una habitación, pero en general en un contexto cultural) donde la felicidad es un valor al alza, establece una sensación de presión de que deberían sentirse de esa manera”, me dijo Bastian. Entonces, cuando vivían un fracaso, se “obsesionan con saber por qué no se sienten como piensan que deberían sentirse”. La obsesión, descubrieron los investigadores, empeoró su estado mental.
En el segundo experimento, 202 personas rellenaron dos cuestionarios online. El primero preguntaba cada cuánto y con qué intensidad experimentaban tristeza, ansiedad, depresión y estrés. El segundo –en el que se pedía a la gente que pusiera nota a frases como “Creo que la sociedad acepta a la gente que se siente deprimida o ansiosa”– medía hasta qué punto la expectativa social de que debían aspirar a sentimientos positivos e inhibir los negativos afectaba su estado emocional. La gente que pensaba que la sociedad esperaba de ellos que estuvieran siempre felices y nunca tristes experimentaba estados negativos emocionales y estrés, ansiedad, depresión y tristeza más a menudo.
Los tiempos difíciles tienen otros beneficios que nos hacen más felices a largo plazo. Durante la adversidad conectamos más estrechamente con la gente, señala Bastian. Experimentar adversidad también construye resiliencia. “Psicológicamente, no puedes fortalecerte si no tienes que lidiar con cosas difíciles en la vida”, me comentó. Al mismo tiempo, avisa de que experimentos recientes no deberían malinterpretarse. “La cuestión no es que tengamos que intentar estar más tristes en nuestra vida”, dice. “La cuestión es que cuando intentamos evitar la tristeza, y la vemos como un problema, y aspiramos a una felicidad eterna, en realidad no estamos muy felices y, por lo tanto, no podemos disfrutar los beneficios de una verdadera felicidad.” ~
Traducción del inglés de Ricardo Dudda
Publicado originalmente en Aeon.
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es periodista científica. Escribe en The Lancet, Discover y Playboy.