1. Lo que queda del mundo
Nací en un tiempo remoto, cuando el helado de vainilla era amarillo. El mundo se había puesto de acuerdo para que tuviera ese color, pero avanzado el siglo se volvió rojo. Dicen que ahora se consume más. La gente quiere cosas rojas.
El Dr. Fong es aficionado a la herbolaria. Prepara un extracto de vainilla color café. Le pregunté si pensaba teñirlo de rojo.
–La realidad finge colores, nosotros no tenemos que hacerlo –respondió.
Lo visito cada tercer día para jugar ajedrez. Es poco lo que se puede hacer bajo las nubes cárdenas de Ciudad Zapata. El aire tiene aquí un espesor particular; cada mañana recojo una película de polvo sobre mi escritorio. Esos corpúsculos provienen de infinitos desechos. Pensé que sentiría vértigo al imaginar todas las cosas y todas las personas que se convierten en la harina que limpio sobre mi escritorio –lo que queda del mundo–, pero lo único excepcional fue no sentir nada. A los 91 años, la costumbre es mi medicina.
Fong me ha pedido que escriba. Cuento una historia sabiendo que ya no se cuentan historias. He vivido lo suficiente para atestiguar la desaparición de mi oficio, algo a fin de cuentas no tan inusual (mi padre trabajó en una rotativa y mi abuelo fue telegrafista). En 2020, hace tres décadas, tomé un taxi. El chofer preguntó a qué me dedicaba y no entendió la respuesta. “¡¿Literatura?!”, exclamó. En aquel momento me pareció ignorante; hoy sé que era profético.
Los ancianos somos atletas; cualquier movimiento es para nosotros un deporte extremo. Si paso media hora en una silla, sé lo que ocurrirá al levantarme: un dolor en todas las articulaciones. Debo ir al baño con frecuencia. Estoy tan condicionado por el dolor que la sola idea de caminar hace que me duelan las rodillas. Un deportista que juega a pesar de sus lesiones conoce la sensación: es un anciano anticipado.
Me cuesta pasar del reposo al movimiento, pero aún puedo caminar el kilómetro que separa mi bungaló de la Oficina de Procesamientos. La ruta es segura. Ya no se publican las cifras de criminalidad. Las intuimos por el aumento o la disminución de las milicias privadas. Los guardias me saludan en mi camino al estudio de Fong, formando un puño, alentando el maratón de un anciano. Algunos pertenecían a comandos anteriores y usan uniformes combinados, como futbolistas que intercambiaron sus camisetas.
En la entrada de la Oficina hay un filtro de seguridad, ineficiente en tiempos de los polímeros refinados. Lo hago sonar con mis caderas artificiales y tal vez incluso con mis dientes, que contienen más metales que las armas reglamentarias.
Salgo de casa a las cuatro, cuando el calor de las máquinas me envuelve como un algodón que alivia el frío de mis manos. Procuro regresar antes de que se enciendan los ideogramas de neón y se oigan los lamentos dispersos de los mariachis que animan las cantinas chinas.
A Ciudad Zapata llegan migrantes que buscan trabajo. De día medran como siluetas ennegrecidas y errabundas. De noche duermen a cielo abierto en una explanada. Al volver a casa, veo esa horizontal pesadilla: cuerpos tendidos como cadáveres de un cataclismo. Ni siquiera la lluvia los aparta. Aguardan, y a veces mueren ahí, como si la insistencia otorgara derechos. En los días de más calor, cuando el viento sopla en dirección al bungaló, me llega un aroma inconfundible, el agrio olor de la pobreza. Esto es incómodo, pero no altera la costumbre (mi medicina).
Fong tampoco se queja del país al que llegó a hacerse cargo de la vasta zona de los desperdicios. Había trabajado antes en el Sudeste Asiático y en Sudamérica, donde encabezó proyectos que otra persona describiría con orgullo. A pesar de su discreción, sé que se graduó con honores en el campo de la zoonosis. La modificación genética de los mosquitos erradicó la malaria y otras enfermedades, aumentando las poblaciones animales que infectan al ser humano. Fong fue responsable de los cordones sanitarios que salvaron de los nuevos virus del cerdo y del mono. A ese periodo, que otros juzgarían heroico, lo llama “el tiempo de la hecatombe”, y precisa que la última palabra se refiere al sacrificio ritual de cien bueyes.
Mientras asedia mi rey en una partida de ajedrez, habla de los millones de animales sacrificados para que la gente siguiera con vida:
–Destruir basura es más tranquilo –sonríe.
Habla de su país con reverencia estadística y da cifras de hambrunas, muertes y epidemias. No padece nostalgias: nunca va al Nido de Golondrina, el Lucky Star y otros restaurantes de su comunidad. Su acogedor estudio está amueblado con antigüedades occidentales: dos mecedoras, un perchero, un mueble con pequeños cajones que sirvió de relicario en una iglesia, alfombras raídas de complejo entramado. El cuarto está presidido por una reproducción de La extracción de la piedra de la locura, de Hieronymus Bosch. Admiro esa elaborada fantasía, pero prefiero sentarme de espaldas a ella.
La ventana da a un invernadero donde Fong cultiva orquídeas. Los cristales, de un grosor extremo, protegen de las temperaturas y los resplandores del exterior, donde la basura se transforma lentamente en energía.
Alguna vez entré al área de trabajo de Fong, muy distinta a sus habitaciones privadas. Su asistente (cuyo nombre ignoro pero a quien llamo Chucho sin que proteste) está orgulloso de su equipamiento de “materia programable”. Basta que pulse un botón para que un celular se transforme en una laptop. El Dr. Fong se tomó el trabajo de explicarme que esta transfiguración es posible porque la red de catoms (claytronic + atom) del aparato altera su programación y asume otras funciones. La metamorfosis me pareció brillante e innecesaria, ideada para entretener a Chucho (lo mismo le hubiera dado que una rana se convirtiera en un conejo). La “ley de Moore”, formulada en el remoto 1965, pronosticó que el poderío de las computadoras se duplicaría cada dos años, y luego vino la expansión cuántica. La tecnología ha creado artilugios progresivamente inescrutables, pero Chucho no dejará de ser Chucho: si aprieta un botón, espera una sorpresa.
Después de mostrar la “materia programable”, Fong preguntó:
–¿Qué hace el domingo?
–Nada –respondí, lo cual no era cierto (debía acompañar a Ling al agobiante almacén donde devuelve las mercancías que compra a distancia y resultan distintas a los hologramas que las promueven).
Lo extraño del diálogo fue que Fong considerara que existe el domingo. Cuesta trabajo atribuirle un día de asueto.
He oído rumores sobre la corrupción de los dirigentes chinos. En los tiempos en que aún me interesaba la ideología, entendí que su supremacía mundial dependía de combinar los defectos del comunismo con los defectos del capitalismo. Luego me resigné a ver eso como un resultado natural de la cadena alimenticia. Alguien da el último mordisco y prefiero que sean los chinos, que en cierta forma nos han salvado.
Los rumores son necesarios para mantener el orden, que tanto ama Fong. La ilusión del delito –la idea de que alguien aún puede cometerlo– es tranquilizadora, pues se trata de una mera fantasía. Hablar de corrupción satisface el residual anhelo de desorden que prevalece en los depredadores que piensan. El crimen se ha convertido en una posibilidad que no llega a realizarse y solo ocurre en un plano conjetural.
Esto lo sé ahora, pero no debo adelantarme en el relato.
2. Plomo, carbono, silicio
El domingo señalado acompañé a Fong fuera de la ciudad. Pasó por mí en una de las camionetas personalizadas, con blindaje de plomo, que se pusieron de moda cuando abundaban los asaltos y la Ley de Movilidad redujo la velocidad a 30 kilómetros por hora.
Fong señaló el cofre:
–El plomo protegía de las balas y ahora protege de la radiación. Es uno de mis elementos favoritos.
Esto dio lugar a una pregunta que no le podía hacer a nadie más:
–¿De qué elemento desconfía?
–¡Del silicio, claro! Es demasiado común, el segundo elemento más abundante después del oxígeno. Los transistores y los transformadores existen por el silicio. Es la nueva arcilla, “materia programable”. Si hoy se inventara una religión, Dios haría al ser humano de silicio.
De ahí pasamos al I Ching. El Dr. habló de mutaciones oraculares hasta que recordó que el tema había venido del silicio:
–Las transformaciones imaginarias son buenas y las reales son aceptables. El problema son las transformaciones demasiado reales.
–¿Cómo puede algo ser demasiado real?
–Cuando ya no puede ser imaginado.
–No entiendo.
–Lo entenderá.
–A mis 91 años, mis expectativas de aprender algo son bajas.
–No cante derrota, profesor –sonrió de buena gana.
Proseguimos nuestro lento camino. En la vejez he alcanzado la lentitud sin librarme de la ansiedad. Odio el despacioso mecanismo de los nuevos transportes. En cambio, Fong se adapta a cada circunstancia. Ignoro si suprime sus reacciones con furiosa disciplina o si dispone de un temple fluido que evita los sobresaltos. Lo cierto es que no le he oído una queja.
A causa de las lluvias y el nulo mantenimiento, la carretera tenía hoyos del tamaño de cráteres; en uno de ellos, unos buitres picoteaban la carroña de algún animal. Aminoramos la marcha y una bandada de niños semidesnudos nos rodeó para pedir limosnas. Tenían los dientes cafés por los desechos químicos que llegan a los mantos freáticos. Fong bajó la ventanilla y les arrojó una bolsa de caramelos chinos, con ademán tranquilo, como un padrino que arroja monedas después de un bautizo.
Llego a un punto esencial de mi relato: me halaga que el Dr. busque mi compañía. El hombre que supervisa el más vasto emporio de los detritos se interesa en mí. La vejez destruye la próstata o los ovarios, nunca la vanidad.
Pasamos por exiguos plantíos y tendejones que aún medran entre depósitos de basura hasta llegar a algo que parecía un poblado: casitas de colores, un arco de alambre que en otro tiempo sostuvo papel picado, una tienda de hamacas, un puesto con plantas tal vez frutales. El asfalto se confundió con las piedras hasta que alcanzamos una cancha de basquetbol. Los tableros anunciaban una desaparecida marca de refrescos y las canastas no tenían redes. Al centro había una mesa. Cuatro personas sentadas y dos sillas vacías.
Dejamos el coche bajo la sombra de un laurel de hojas color mostaza y caminamos hasta las sillas que nos estaban reservadas.
–¡Bienvenido al patio del mundo! –dijo el más viejo de ellos, bastante más joven que yo–. Da gusto ver a un hombre de juicio –de este modo cortés se refirió a mi edad–. Los años pasan, pero el juego de pelota no cambia: un aro lleva al día, otro a la noche; uno a la mujer, otro al hombre, las eternas dualidades. Usted escribió un reportaje de eso.
–Hace siglos –sonreí.
–¿No trae cachucha? –me preguntó una mujer.
Estábamos bajo el rayo del sol. Fong llevaba un sombrero de palma. Un hombre me tendió una gorra promocional de un antiguo partido político.
–Prefiero insolarme –dije, con un resabio de mi inútil indignación juvenil.
–El calor es culpa de los chinos –bromeó otra mujer.
Esto era cierto: las plantas procesadoras han aumentado la temperatura ambiental en cinco grados (algo estupendo, si tienes 91 años).
Me tendieron un sombrero que ya había sido usado. Sentí un sudor ajeno en la frente, pero no me lo quité.
Fong explicó que estábamos ante delegados del Concejo Indígena con los que trataba “problemas de la zona”. De principio a fin, los delegados (dos mujeres y dos hombres) llevaron la conversación. En algún momento, Fong quiso cambiar de tema y le pidieron que respetara la Orden del Día. Él acató, motivado por un hondo respeto o por su formación militar.
No supe qué clase de representación tenían nuestros interlocutores. Asumí que el “concejo” al que pertenecían no pasaba de ser un grupo un tanto imaginario o una cofradía. Me molestó que compararan al Prócer con un patrón que trata el país como si fuera su finca, pero sobre todo me alarmó que pensaran que yo estaba de acuerdo con ellos (uno, incluso, sugirió que nos habíamos visto antes). Quise retirarme, pero Fong me tomó del brazo.
El Prócer gobierna desde un tiempo que ya no es necesario medir (“duraré lo que pida el pueblo”, es su lema). En sus dilatadas arengas, no cede a la banalidad de decir que sus enemigos son malos. Los llama “aturdidos”, “loquillos”, “irrelevantes”, “egomaniacos”, “chancistas”. Este último es mi favorito; se refiere a los irresponsables que viven de los chances que brinda el Estado.
Me he resignado a ser un chancista. En la cancha de basquetbol, presentada como “patio del mundo”, sentí que estaba ante auténticos adversarios del Prócer. El miedo a ser sorprendido con ellos aumentó cuando trataron de calmarme:
–Estamos en una cañada y las piedras tienen mucho mineral: aquí no transmite el carbono.
Mi ansiedad no infringía las normas de bioseguridad porque no podía ser detectada. Esto me preocupó más. Formaba parte de un operativo. ¿Por qué Fong me había tendido esa celada?
Una de las mujeres sacó un viejo recorte de periódico. A pesar de la mala impresión, distinguí mi cara.
–Estuvo con nosotros –dijo.
No pude discernir la escena (una plaza pública de una ciudad irreconocible), pero una confusión sensorial llegó a mí. Hace treinta años participé en actividades que he procurado olvidar. En aquel tiempo ingenuo estaba de moda la etnicidad. Los más diversos objetos se decoraban con motivos indígenas. Pantuflas, carpetas, cuadernos, cajas de plástico, protectores de celulares, pijamas, chamarras, servilletas de papel, manteles individuales, trajes de baño y toallas aludían a etnias antillanas, esquimales, africanas o mesoamericanas (al combinarse, parecían emular pueblos de Oceanía). Se hablaba profusamente de los pueblos originarios despojados de sus tierras comunales. Eso solo sirvió para aumentar las variedades de papel tapiz de inspiración indígena y para que el Prócer promulgara su Plan de Desarrollo Progresista. ¿Qué había hecho yo entonces? No quería recordarlo.
Fong intervino. Dijo que las civilizaciones de China y de Mesoamérica habían conocido un esplendor que ya solo se podía recuperar a través de leyendas; en Beijing o en la Ciudad de México el presente siempre sería menos fuerte que el pasado. Como experto en zoonosis, recordó que nuestros países llegaban a las noticias con infecciones (la Gripe A, que brotó en México en 2009, el coronavirus de Wuhan en 2020).
–Nos toman en cuenta cuando contagiamos –sonrió.
Habló de los cordones sanitarios en los que era experto y de la principal lección que había aprendido en varias décadas de combatir enfermedades:
–Los que mejor resisten las amenazas son los que más las han padecido –parecía referirse a nuestros anfitriones, pero también a los miles de chinos que habían vivido en forma invisible en México, al margen de los documentos y la estadística.
Cuando fue creada, la Secretaría de Bioseguridad no contó con información sobre los chinos ni los indígenas. Hasta la fecha permanecen en una zona oscura, que le interesa poco al Prócer por ser minoría (él se limita a reiterar la cifra de los millones que lo apoyan).
Noté que Fong solo me hablaba a mí. Los demás estaban enterados de lo que decía y oían impertérritos lo que me producía alarma:
–La alianza entre los indocumentados debería haber sucedido hace mucho, pero los inmigrantes chinos estaban en sus pequeños negocios, usando pasaportes de personas muertas, y los indígenas eran desplazados de sus tierras. Cuando llegué aquí, hace ya varios años, sospeché que había inmigrantes entre los empleados de la planta. Eran caprichosos y distraídos, pero simulaban tener disciplina. Su conducta me intrigó como un enigma y no los delaté. Cuando conocí a la gente del Concejo Indígena, supe que también ellos habían escapado a la vigilancia de la Secretaría de Bioseguridad que supervisa los chips de carbono.
Asumió el tono abstraído que usaba al divagar durante nuestras sesiones de té y ajedrez:
–Después de combatir epidemias, me interesó una posibilidad: elegir mi propia enfermedad.
Mientras hablaba, percutía suavemente sobre la mesa, como si se sirviera de un teclado. Una de las mujeres lo imitó. Fue como si se comunicaran en código Morse. Fong sonrió ante ese gesto que concordaba con el suyo:
–No pertenezco a los viejos inmigrantes: soy chino de China –se llevó dos dedos a la cabeza, en señal de que tenía conductores de carbono–, pero no vinimos a hablar de esto.
Me tendieron un documento para justificar mi presencia. Querían que revisara la redacción. Leí un arcaico mensaje sobre los derechos de los pueblos originarios donde sobraba la palabra “esperanza”. La redacción me pareció correcta; solo había que suprimir vocablos caídos en desuso y apaciguar la puntuación, que juzgué precipitada.
–Entendemos por nuestros errores –con esta frase el Dr. aquilató mis enmiendas.
Los demás agradecieron y me regalaron un bordado con una sonriente imagen del sol. El aire olía a maíz tostado. La reunión se disolvió de prisa y temí que no nos dieran de comer. Pero nos entregaron tamales para el camino. Fong tuvo la gentileza de regalarme los suyos. Comí la masa espumosa como si volviera a la infancia. El concepto de “hombre de juicio” me había halagado, pero aplicado a mí solo podía ser irónico.
Una escena resumía nuestro viaje: cuando devolví el documento corregido, Fong mostró la suave sonrisa que le había visto ante la “materia programable”.
Mi encuentro con los indígenas había sido una prueba.
3. Té verde
Vine a Ciudad Zapata después de mi tercera jubilación. Los recortes en el sector de la cultura me obligaron a acumular tres pensiones. Después de décadas de escribir para un periódico que aún alcanzó la gloria artesanal de imprimirse, una agencia de noticias y una editorial al servicio del Estado, logré retirarme. Obviamente, todo sería más sencillo si no me hubiera casado tres veces. Con la legislación actual, no te salvas de pagar pensión alimenticia ni mudándote a Venus. Pero no me quejo: Ling me acompaña con la cambiante constancia de las fases de la luna. Aunque está conmigo, aparece y desaparece. Entre nosotros no media otro contacto físico que las gotas estigias que pone en mis ojos para alargar la vida o por lo menos preservar la vista. Al levantarse de la mesa o al despedirse, me concede una caricia con distraída ternura. No es eso lo que me mantiene a su lado. Nuestras vidas se cruzaron como las caudas de dos aviones en el cielo. Varias veces me ha cautivado ese fenómeno: una estela blanca comienza a disolverse en las alturas cuando es atravesada por otra que le da nuevo sentido.
¿Por qué Ling decidió vivir a mi lado (sería triste decir “acepta”)? Pertenece al 90% de mujeres que no cumplen con permiso de fertilidad. Tener una pareja joven no le reportaría beneficios de procreación. Las relaciones se han devaluado. De manera emblemática, la principal colonia penitenciaria se piensa construir en Venus, antiguo planeta del amor.
A Ling le gustan los jóvenes barbados. Sale con ellos hasta la noche en que lloran en forma histérica. “Los hermosos son débiles”, dice, con la tranquilidad con que se le habla a un hombre demasiado viejo para preocuparse de ser feo.
La libido es para mí una agradable variante de la teoría. Imagino los encuentros eróticos de Ling sin que eso disminuya mi afecto por ella. Convivimos en una armonía solo destinada a personas que no esperan mucho la una de la otra y se comunican a medias.
Ling pertenece a los fundadores de Ciudad Zapata. El Prócer escogió el toponímico para que pudiera ser pronunciado por los chinos. Ella y yo nos conocimos en la capital en mi último empleo, que ya no concedía jubilación. En 2030, a los 73 años, fui maestro de Normalización Lingüística. Mis alumnos habían llegado a México con la crisis mundial de la basura. Durante décadas, China compró y procesó los desechos de Estados Unidos en su propio territorio. Las demandas sociales y las emergencias sanitarias hicieron que no pudieran seguir absorbiendo tal cantidad de desperdicios (puestos uno al lado de otro, hubieran cubierto la superficie de Australia). Se necesitaba un nuevos espacio para la basura, de preferencia cerca de Estados Unidos. El Prócer ofreció los estados de Michoacán, Guerrero, Jalisco, Nayarit y Colima para ese fin. Los chancistas dijeron que la costa del Pacífico se convertía en un basurero de alquiler. Pero el Prócer había hecho su jugada maestra: México necesitaba una estrategia urgente para combatir el crimen organizado. Los cárteles de la droga que dominaban la zona fueron sometidos por fuerzas de ocupación y un negocio muy superior a la droga: la basura del mundo.
Ling aprendió conmigo español básico. El Prócer asegura que todo puede ser dicho con las exiguas palabras que utiliza en sus arengas. Los géneros literarios han desaparecido o se han vuelto herméticos. En sentido estricto, esta historia está escrita en clave.
Extraño la literatura, pero debo admitir que las magras frases de Ling eliminan problemas emocionales. A veces, por azar, tiene un impulso poético. Me habló de las sombras que se alargan bajo el cielo rojo de Ciudad Zapata, donde la basura arde veinticuatro horas al día:
–Me gustaría ver tu sombra ahí.
El cortejo en sitios de trabajo se paga con cárcel. Yo no había intentado el menor acercamiento; nos separaban seis décadas y miles de palabras. Admiraba su pelo fluvial y su silueta de seda con la distanciada atención con que se contempla un crepúsculo. Pero algo entrevió Ling en las pocas palabras que le enseñaba. Habló de mi sombra y renuncié al trabajo para irme con ella.
Su familia llegó a México con el Proyecto Tlaltecuhtli. El Prócer había decidido honrar a la diosa azteca que devora cadáveres mientras da a luz –símbolo perfecto para el reciclaje–, pero ese nombre resultó impronunciable para los chinos. La planta principal y las construcciones que la acompañan fueron bautizadas como Ciudad Zapata. Recuerdo las fotos que dieron vuelta a la mediósfera: el Prócer y el mandatario chino compartieron un banquete con helado rojo, el nuevo color de la vainilla.
Me aburrieron las calles sin vida de la ciudad-fábrica. La ONU, que se dedica a la recolección de datos graciosos, afirma que México es uno de los pocos países donde aún hay perros callejeros. Ninguno de ellos está en Ciudad Zapata. Aprecié el ronroneo de los motores que se hacen cargo de los desechos, los atardeceres rojizos, el aroma suavemente químico del aire, pero comprendí que los chinos buscaran refugio en el tequila y la triste canción ranchera.
El Dr. Fong es tío abuelo de Ling. Ella me llevó a verlo para que me distrajera. Nos dejó a solas, como si debiéramos celebrar un acuerdo. Pensé que el Dr. me censuraría por compartir la vida con una mujer seis décadas menor, y en cierta forma lo hizo. Citó a Confucio: “Quien planea una venganza, debe cavar dos tumbas.” Él tenía motivo para la disputa, pero no quería ejercerla. Nuestra amistad surgió de esa cancelada discrepancia.
Fong es biólogo especializado en zoonosis, pero su formación también incluye la cristalografía, la programación digital, la lingüística y la ecología. En su país tiene rango militar. Actúa con la metodología de quien sabe cuántas pastillas quedan en su frasco de analgésicos (lo puse a prueba cuando me dolió la cabeza y no me sorprendió que conociera la cifra). Incluso en sus pasatiempos actúa como experto: me deja jugar con las blancas, pero gana todas las partidas de ajedrez. Domina el español con anticuado rigor. Le pregunté qué opinaba de que el Prócer llamara al país “vivero del reciclaje” y respondió:
–He pasado buen tiempo en la peligrosa compañía de geólogos: hemos extinguido una flora de 85 millones de años.
Me hubiera alarmado que contrariara al Prócer. No lo hizo, pero me sorprendió el adjetivo “peligroso” aplicado a los geólogos. El té verde que bebo con Fong tiene un dejo extraño. Al principio temí que fuera diurético y me obligara a levantarme dolorosamente para ir al baño. Lo peculiar es su aroma y su consistencia, levemente musgosa. Durante décadas bebí café con la desesperación de quien necesita energía para pagar pensiones alimenticias. Sé poco de tés, pero incluso yo puedo advertir algo especial en esa sustancia. No me atreví a decirlo en los primeros encuentros. Postergué mi pregunta lo suficiente para que se convirtiera en un secreto. Cuando mis visitas ya se habían vuelto rutina, me animé a tocar el tema.
Fong contestó:
–El té contiene hojas de ruda. ¿Se acuerda de Pedro Páramo? El protagonista guarda un retrato de su madre junto a unas hojas de ruda. Rulfo sabía de lo que hablaba: la ruda combate el “mal de ojo”
Ignoro si Fong realmente hablaba así o el té me ayudaba a oírlo de esa manera. Siguió con su explicación:
–Eso tiene una razón científica: la ruda despide una fuerte carga eléctrica y combate malestares –hizo una pausa y bebió un largo sorbo–: también afecta los átomos de carbono –añadió.
No necesitó decir más. Caí en un pasmo que él aprovechó para tomarme un retrato con una cámara antigua. Vi el lente como el ojo de un cíclope o un minotauro mientras Fong sonreía:
–Voy a cuidar su retrato con hojas de ruda.</p> <p>–¿Dónde consigue las plantas?
–Con la gente que vimos en la cancha de basquetbol.
Caminó con una agilidad envidiable para sus 82 años hacia el muro que colindaba con la ventana. Descorrió una cortina y pude ver un cuadro hecho con estambres de colores. Distinguí asteriscos, espirales, cuernos y ojos de venado.
–Es hermoso, ¿verdad? Arte huichol –dijo Fong–. Lo más interesante es que sirvió para una sanación. Un paciente se curó al verlo.
La voz le tembló en la última frase. Creí entender que él era ese paciente.
–¿Qué pasa con el carbono? –le pregunté.
–Hay cosas que debo decirle y cosas que debe pensar.
Aunque la frase tenía una solemnidad oracular, me hizo gracia. Me había convertido en discípulo de Fong. La superioridad con que me trataba me hacía sentir menos viejo.
Desvié la vista a La extracción de la piedra de la locura. Pensé que mi presencia en ese sitio no solo se debía al deseo del Dr. de ganarme en el ajedrez.</p> <p>–Está oscureciendo, debe volver con cuidado –dijo él.
El té me había tonificado. De regreso, los ideogramas de neón brillaron con mayor fuerza y respiré sin problemas.
Ling no estaba en casa. Pensé en el sucio bodegón donde sirven alcohol en vasos de veladoras y ella liga con hombres histéricos. Una vez me llevó ahí para que conociera el lugar y pudiera imaginarla. Al fondo, unos focos de colores formaban una Virgen de Guadalupe. Entonces eso no me molestó; ahora, al recordarlo, me pareció insoportable. El té me provocaba una incómoda vitalidad.
Dos o tres días después, aproveché que ella iba al baño para revisar su bolso. En el estuche donde guarda chips intercambiables, encontré la fotografía que me había tomado Fong. Me extrañó que la tuviera ella. ¿La conservaba por genuino interés, por superstición, por el casi olvidado hábito de formar un vínculo? Ling no podía verme como yo lo hago. Atesoro sus dos lunares en el nacimiento del cuello y la cicatriz blancuzca, del tamaño de un grano de arroz, que distingue su muñeca.
En la noche, ella me vio detenidamente, como si tratara de imaginarme de otro modo o me comparara con la fotografía.
4. El experimento
Una tarde fui a visitar a Fong y jugamos al ajedrez como siempre. Recuerdo que tenía un caballo en la mano, lo dejé caer y de pronto me desvanecí.
Desperté en un cuarto cualquiera, bajo una luz molesta. Desvié la vista y el cuello me dolió. Distinguí a Chucho. No tenía gran opinión de él, pero fue reconfortante encontrarlo ahí. Su silueta regordeta y su semblante plácido no representaban una amenaza. Lo vi tocar una pantalla portátil con las yemas de los dedos, de un modo concentrado, eficiente.
¿Yo había sufrido un ataque? A mi edad, cualquier colapso tiene consecuencias extremas. ¿Volvería a caminar?
–Chu-cho… –me dio vergüenza llamarlo así, pero ya era demasiado tarde para averiguar su verdadero nombre.
Se acercó de inmediato, con un vasito de metal:
–Agua –dijo.
Me ayudó a incorporarme.
El Dr. Fong llegó inmediatamente después, con su envidiable caminar ligero. Le pidió a Chucho que nos dejara solos (lo hizo en chino y no supe cuál de esas palabras era su nombre). Fong se sentó a mi lado:
–Mi asistente es fóbico, no soporta el contacto físico, pero no tengo a nadie de tanta confianza para cuidarlo. ¿Cómo está?
Sentía un leve mareo y un zumbido en el oído izquierdo. Se lo dije.
–Es normal, pasará pronto. Durante unos días estuvo bajo custodia del Concejo Indígena.
–¿Cuánto tiempo?
–Lo suficiente para pasar por el tratamiento. ¿Qué recuerda?
–Nada. ¿Dónde estamos?
–En una casa de seguridad. Hay metal en las paredes. La electricidad del exterior no entra aquí. Una auténtica “jaula de Faraday”, imagino que eso no le dice nada.
–Imagina bien.
En mi bolsillo encontré un bordado. Representaba una feliz luna llena. Era el complemento del bordado que me habían dado en la cancha de basquetbol, con un sol radiante. Recordé lo que habían dicho de las dualidades en el “patio del mundo”. El milenario juego de pelota aún tenía ese sentido simbólico. Me llevé el bordado a la nariz. Respiré el olor de frutas desaparecidas, respiré el sonido trémulo de un violín, respiré la lejana caricia de una mano.</p> <p>Aquel día, los cuatro representantes indígenas habían tocado mis dedos de un modo tímido. Aun así, sentí sus palmas ablandadas por el trabajo manual y callosidades en los dedos. De un modo instintivo, supe que esas manos me habían cuidado mientras estuve inconsciente.
Con esforzada paciencia, el Dr. Fong contó lo sucedido. Lo oí con perplejidad; luego con temor; por último, con la irritada aquiescencia con que se acepta lo irremediable y ya sucedido.
–Escriba lo que pasó –no se trataba de una sugerencia, sino de una orden dicha en tono amable.
Salió del cuarto y volvió con un cuaderno y un bolígrafo.
Ignoro cuánto tiempo pasé en esa habitación sin ventanas. Al fondo había un baño que no tenía regadera. Tres veces al día me servían comidas, pero dejé de contarlas. Fong me visitaba para revisar datos o llenar una laguna en la narración. Chucho me acompañaba en silencio, abismado en su pantalla. Por su atención hipnótica le atribuía una suave debilidad mental. En esas jornadas supe que su aparente estupidez era resultado de una altísima especialización. Creaba complejos algoritmos, según dijo Fong. El más reciente tenía que ver conmigo.</p> <p>No era fácil narrar una historia autobiográfica que me había contado otra persona.
–Es parte del experimento –dijo Fong–. Si lo cuenta bien dejará de ser un experimento: Un experimento logrado no es experimental.
Tuve que vencer la indignación de estar en cautiverio. A los 91 años no me interesaba hacer un desplante de dignidad. Sencillamente, quería ver a Ling y mi salvoconducto era la historia que Fong me había pedido.
Todo comenzó cuando ella sugirió que fuera a Ciudad Zapata. No fue casual que lo hiciera. Por un momento cedí a la vanidad de pensar que me había investigado por su cuenta. Supongo que entre ella, su tío, la computadora de Chucho y la alargada memoria de los indígenas reconstruyeron mis viejas actividades, mi oficio cancelado, la desordenada biografía sentimental que me convertía en presa fácil para una mujer. Detesté haber sido usado. Un resabio de orgullo me hizo creer que Ling no podía ser del todo indiferente hacia a mí. La disciplina con que ella acataba su misión no era incompatible con el gusto de hacerla. Me distraje pensando en esto y Fong pidió que me concentrara. Con insensible objetividad añadió:
–Experimentar con alguien de su edad es menos arriesgado que con una persona joven.
Si el experimento fallaba, no arruinaría una vida, solo aceleraría una agonía.
Sus palabras me trajeron imágenes confusas. Al reiterarse, su relato se transformaba lentamente en un recuerdo. ¿Se trataba de memorias auténticas o inducidas? De un modo borroso, como quien mira dos realidades fuera de foco, supuse que aquello era mío. Al hacerlo, sentí un escalofrío de otros tiempos.
Después de beber té en su estudio yo había sufrido un blackout. Fui llevado al pueblo donde me entrevisté con los representantes del Concejo Indígena. Aunque Fong no reveló los procedimientos de herbolaria a los que fui sometido, intuyo que la ruda jugó un papel en la desconexión y reconexión de mis circuitos cerebrales.
Desde que el Prócer creó la Secretaría de Bioseguridad, la tecnología ECoG es obligatoria para obtener el Registro Nacional de Población. A nadie le asombra tener implantados sensores de carbono que producen electrocortigramas. Colocarlos es sencillo, pero se asimilan de tal modo a la corteza cerebral que quitarlos es demasiado complejo. Nunca se me habría ocurrido eliminar los sensores. Pensé en La extracción de la piedra de la locura en el estudio del Dr., y el cuadro me pareció subversivo.
Los nanoconductores de carbono permiten oír las arengas del Prócer, pero sobre todo registran pensamientos, hábitos y tendencias. Es más lo que transmiten que lo que reciben. En un tiempo lejano, los datos personales eran extraídos a través del celular y la computadora. Hoy el ADN social se saca del cerebro, lo cual es un lugar común sin importancia porque los electrocortigramas crean patrones de aceptación estables. Nadie se sobresalta por ello. El cerebro es un trámite.
Mientras Fong hablaba, Chucho trabajaba en su pantalla. En algún momento, el Dr. habló de la toma de decisiones. Desde hacía décadas, los neurofisiólogos sabían que eso no dependía de la voluntad, sino de impulsos eléctricos:
–El cerebro advierte la decisión después de haberla tomado.
Si se dominan los datos personales, es sencillo inducirle a la gente lo que supuestamente desea. Chucho creaba algoritmos que ofrecían “opciones” progresivamente reducidas. Esa actividad tenía un paradójico efecto liberador: salvaba del libre albedrío.
–Elegir es una carga terrible –Fong fue irónico; luego añadió–: El Prócer no impone su dominio: el pueblo se conforma con la monotonía de apoyarlo. Han sido las “Décadas de la Felicidad”, como él dice. Los únicos mensajes inconformes son los de las galletas chinas –sonrió–, que proponen aun mayor felicidad. El Prócer habla de los chancistas y otros adversarios para que creamos que la oposición aún es posible.
Tomó la pantalla de manos de Chucho y me mostró un incomprensible diagrama:
–Las “decisiones” que ha tomado en los últimos treinta años.
La gráfica me pareció triste.
–No cometió errores: un ciudadano modelo –dijo Fong, como si hablara del moldeable silicio, que tanto le disgustaba.
Entonces recordé que Ling había detectado en mí una anomalía. En una clase hablé de cuando el helado de vainilla era amarillo. Esa nostalgia le llamó la atención. Yo no mostraba inconformidad, pero había recordado algo fuera de registro: un color de otro tiempo.
5. El desorden de la verdad
Entendí de otro modo aquella reunión con los representantes indígenas. No necesitaban un corrector de estilo. La razón del encuentro había sido diferente. Me sometieron a examen, ofreciéndome una gorra de un antiguo partido político: los sensores no funcionaban en esa hondonada cubierta de minerales y mostré mi repudio. Luego me dieron un sombrero con rastros de sudor ajeno y lo usé sin protestar. Eso les dio confianza. Me tendieron un documento anticuado, eliminé palabras y tranquilicé la puntuación.
Fong hizo una pausa al llegar a este punto del relato común:
–Lo que más cambia en un escritor es la puntuación; ahí están las señas de su madurez o su envejecimiento. ¿Quién cree que escribió el original de ese texto?
Un vacío en el estómago me acompañó al recordar el momento en que concebí esas ideas sobre la justicia, la recuperación de las tierras comunales, la esperanza defendida a ras de tierra. Aquel texto venía de un tiempo irreal (¿2017?) en que aún había elecciones y el activismo era posible. Participé entonces en una campaña fallida en favor de una candidata indígena. Ellos no lo habían olvidado.
Las hierbas cumplieron su tarea en los días en que estuve sedado o despierto sin que pudiera recordarlo. Mis sensores de carbono habían sido bloqueados.
–Es el primer paciente de una nueva enfermedad –Fong habló como si eso fuera buena noticia.
Se dirigió a una pantalla y lo que ocurrió fue terrible.
Durante años, yo había oído las palabras del Prócer como se oyen rumores lejanos, las olas del mar, el zumbido de los motores, la lluvia sobre el cristal de un invernadero. La imagen que vi en la pantalla parecía reciente, pero el origen de esas palabras era remoto y preciso: yo las había escrito.
Me recordé en la oficina donde purgaba mi condena de “escritor fracasado” (perdón por el conocido pleonasmo). De noche, escribía textos que juzgaba subversivos; de día, redactaba pomposos discursos para que el Prócer dijera lo mismo sin consecuencia alguna. Mi escritura nocturna protestaba contra la inutilidad de mi escritura diurna. Había estado al servicio de la rebelión y la demagogia. Era crítico del poder pero contribuía a perpetuarlo con fórmulas que banalizaban la radicalidad. “De algo hay que vivir”, decían con sarcasmo los amigos que conocían mi trabajo de escritor fantasma. Lo peor del asunto es que mi motivación no solo era económica. Realmente pensaba que los indígenas jamás lograrían un cambio desde abajo. Quería influir en las sosegadas reformas del gobierno y aguardaba un momento de vanagloria: el Prócer, que no escuchaba a nadie, me escucharía a mí.
¿Valía la pena recordar tardíamente este error? Odié que Fong me sometiera a esa tortura y le pedí que me dejara en paz.
–A los 91 años todavía puede empezar algo –tentó mi vanidad–. Hay injusticia y violencia pero a nadie le importa. La gente vive en satisfactoria sumisión –con la severidad con que desplazaba un alfil en el tablero agregó–: la conformidad es un algoritmo. Por eso decidimos enfermarlo; el error es su cura.
Odié haber bebido su té. La realidad desnuda no solo me parecía insoportable: yo había contribuido a crearla.
–¿Y usted qué gana? –al fin hice la pregunta decisiva.
Quizá pensó en Confucio al decir:
–No quiero venganza. Trabajo con la mayor riqueza del planeta: la basura, los desechos humanos. Un porcentaje creciente de los cadáveres del mundo viene a dar aquí. Estados Unidos nunca se dio cuenta de eso al confiarle a China el control de los desperdicios. Extraemos los nanoconductores con datos personales y convertimos el cuerpo en cenizas. La información se queda con nosotros. Tenemos el mayor repositorio de datos humanos de la historia, algo colosal, ¿no le parece? Toda civilización se conoce por sus ritos funerarios –hizo una pausa–. La casualidad me puso aquí. Mi país aceptó ensuciarse con desechos ajenos y su país se resignó a ser un desecho, pero acaso no sea tarde para cambiar un poco las cosas. Escriba, amigo mío, escriba su historia.
–Ya nadie lee historias.
–Arriésguese: no podemos olvidar el futuro.
Explicó que los pacientes que sufren de amnesia son incapaces de suponer lo que pasará el próximo día. Prescindir del pasado impide proyectar el futuro. Yo era el paciente opuesto, ejercía una práctica arcaica que podía ayudar a imaginar el porvenir.
Recordé el cuadro huichol en su estudio y la forma en que descorrió la cortina para mostrarlo. “Un paciente se curó al verlo”, había dicho. Le pregunté al respecto.
–Esperaba que llegáramos ahí. Cuando construimos la planta sufrí un accidente. El lugar donde ahora rugen los motores era un huerto infinito, una sucursal del paraíso. Era triste ver cómo las excavadoras destruían plantíos. La destrucción de miles de hectáreas de plantas frutales hacía que el aire oliera a cítricos, fango y gasolina. Alguien me dijo que en una colina quedaban naranjas y fui ahí. Quería ver lo que desaparecería para siempre. Me relajé en tal forma que no advertí un desnivel y caí por un risco. Fui rescatado por los indígenas que usted ya conoce. Me salvaron la vida, pero también me hicieron beber las infusiones de hierbas que me devolvieron la singularidad, los defectos que había suprimido. Entendemos por nuestros errores, ya le dije. Hay que salvar eso: el “factor humano”.
–Entonces el primer paciente no soy yo, sino usted.
–En cierta forma lo fui. Deliré durante días, ante el cuadro que ahora está en mi estudio, pensando que esos arabescos eran la realidad hasta que entendí que representaban el veneno que yo había sacado de la realidad. Lo interesante es que es un veneno hermoso. Lo que nos daña vale mucho. No importa quién de nosotros sea el paciente cero. Debe escribir su historia. No se preocupe por los errores: dependemos de ellos. Su vida ha sido larga, puede escribir con la perspectiva de alguien que ha pasado por muchos modos de la puntuación. Solo imaginamos el futuro si sabemos contar lo ya sucedido. Impida que las cosas sean demasiado reales.
–¿Y usted?
–No cuento historias, amigo mío. Mis equivocaciones son técnicas, las suyas son de otro tipo. Escriba: equivóquese. Evite la clasificación; el error vale mucho.
Por un momento temí que Fong quisiera inculparme con mi confesión, pero creo que sus motivos son otros. Necesito creerlo. Su rebeldía tiene causas científicas. Sé cómo juega al ajedrez: para él las reglas sirven si son un estímulo. Ahora busca otras reglas para lo real. Tal vez Chucho diseña un diagrama que resume la compleja red de resistencia que prospera entre los pueblos de abajo, los viejos inmigrantes chinos y las personas que alterarán sus conductores de carbono y volverán a la contradictoria realidad gracias a hierbas casi olvidadas, el té de consistencia espesa que bebo en compañía de Fong. Me he convencido de que él bebe la misma sustancia. Quiero creer que el trabajo clandestino que desempeña mientras tritura toneladas de desechos obedece a un principio que hasta hace poco me hubiera parecido ilógico: salvó a millones del contagio animal en los “tiempos de la hecatombe” y se ha propuesto el desafío superior de salvarlos de sí mismos. Mis propios motivos son claros: anhelo la incertidumbre, lo que antes se llamaba “literatura”.
Supongo que Fong incluirá estas páginas entre los datos que provienen de la basura. Desconozco los alcances de su estrategia, pues solo he sido un instrumento. Me consuela saber que mi tarea no fue del todo impuesta, que seguí una convicción íntima. Una mujer se interesó en mí porque hablé del antiguo color de la vainilla.
Recordé que, antes de salir rumbo a la partida de ajedrez en la que perdí el conocimiento, coincidí con Ling en la cocina del bungaló. Al verme guardó algo de prisa. Hablamos un rato y luego fue a su cuarto. En la mesa vi briznas de té. Me las llevé a la nariz y respiré la sustancia que me daba el Dr. Fong.
También Ling busca la irregularidad. Veo su silueta, recortada contra el cielo rojizo y denso de Ciudad Zapata, y le atribuyo un futuro que no veré: Ling lee esta línea y la entiende; acepta el desorden de la verdad –la excepción y el error–; logra sentir y tal vez amar. ~
Este cuento es publicado gracias a una colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de Slate, New America y Arizona State University.
es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).