La sensación, la emoción, el calambre de escucharlo en directo no te abandona nunca, ni se difumina como tantos momentos que se van perdiendo a través de los infinitos regueros del olvido. Es una vivencia física, una experiencia difícil de expresar, como si hubiera electricidad en el aire, como si la música fuese una presencia tangible, poderosamente corporal y al tiempo misteriosa, esquiva, inaprensible, enigmática: lo llaman duende. Está del otro lado del silencio, antes de llegar al sonido: entre dos aguas. Y así permanece el recuerdo, flotando para siempre como una marca de fuego líquido en tu memoria.
La manera de tocar de Paco de Lucía, dejando a un lado su musicalidad natural y su estratosférico virtuosismo técnico, era imaginativa, torrencial, física, tenía pellizco, tensión, poderío y su sonido era un punto hiriente, afilado como los destellos de una navaja de plata. Ese era su timbre inconfundible, o como dicen los flamencos para definir la voz de un cantaor, su metal. Pero sobre todo tenía aire. Lo decía él en una entrevista: “Un guitarrista tiene que tener, más que ritmo, aire. El aire es fundamental.”
Francisco Sánchez Gómez, de familia paya, nació a finales de 1947 en el barrio gitano de La Bajadilla de Algeciras (Cádiz) donde los aires flamencos y las coplas rebotaban contra el enjalbegado blanco de las casas y se colaban por las ventanas de aquellos densos tiempos de silencio de la posguerra española. Era hijo de Luzia Gomes Gonçalves, “la Portuguesa”, y de Antonio Sánchez Pecino, Antonio de Algeciras, tocaor nocturno en juergas, zambras y colmaos, quien vio en la dedicación a la música una posible salida para su prole en ese entorno de horizontes negros. El hijo mayor se convertiría en uno de los mejores guitarristas de su generación, Ramón de Algeciras, y el segundo, Pepe de Lucía, en un extraordinario cantaor, lo que en aquellos tiempos significaba llegar a la cumbre del flamenco, ya que la guitarra servía únicamente para acompañar. Aunque fascinado por el cante, el tercero de los hermanos, Francisco, un niño tímido y retraído, con menos don de voz pero un inmenso talento musical, se refugió en la guitarra. La férrea disciplina de horas y encierro impuesta por su padre y su facilidad para el aprendizaje autodidacta de las complejas falsetas del mejor guitarrista de acompañamiento de la época, El Niño Ricardo, enseguida dieron sus frutos. Debutó en la radio local a los diez años y a la temporada siguiente ya acompañaba a su hermano Pepe de Lucía –quien tan solo contaba trece años– formando el dúo Los Chiquitos de Algeciras, que grabó en Madrid su primer disco en 1961 y fue premiado con asombro en el Primer Concurso Internacional de Arte de Jerez de 1962. Al poco tiempo, Ramón de Algeciras se convirtió en su maestro y juntos formarían un memorable dúo de guitarras, que grabaría unos cuantos discos muchos años después.
Siendo aún adolescente, se incorporó a la compañía de baile de Antonio, y luego estuvo de gira con la de José Greco. Eso le dio la oportunidad, con quince años, de conocer en Nueva York a Mario Escudero y a “Sabicas”. Agustín Castellón Campos, “Sabicas”, fue el gitano errante del exilio español que revolucionó la guitarra flamenca, al convertirla en instrumento solista, y que universalizó su cultura. El consejo del maestro de que hiciera sus propias cosas en vez de imitar al Niño Ricardo dio un giro radical a la aproximación de Paco de Lucía a la sonanta. A su vuelta, comenzó las grabaciones a dos guitarras con Ricardo Modrego, algo innovador y desconocido en la tradición flamenca en España y que revelaba el interés que despertaron en ellos los magníficos discos que publicaran a dúo Escudero y Sabicas en Estados Unidos años atrás. La última entrega del dúo formado por Paco de Lucía y Ricardo Modrego fue nada menos que Doce canciones de García Lorca para guitarra, una recreación de las canciones populares que armonizara el poeta, y que se editó, incongruentemente con todos los parabienes del régimen en 1964, apoyando el éxito del Pabellón Español en la Feria Mundial de Nueva York y la celebración de los veinticinco años de paz en España. En 1966 Paco se incorporó a la compañía de Antonio Gades para hacer Suite flamenca y su llegada a Brasil y la inmersión en la bossa nova y los sonidos del país tropical revolucionaron su manera de aproximarse a las armonías flamencas haciéndolas más abiertas, al tiempo que incorporó figuras rítmicas y nuevas voces a las melodías y falsetas de los distintos palos. Ello ya es visible en La fabulosa guitarra de Paco de Lucía (1967) y Fantasía flamenca (1969) sus primeras rupturas con puristas, ortodoxos y demás policías del espíritu. Quizá toda su trayectoria pueda resumirse en esta frase que dijo en aquella época: “Siempre busco mantener la esencia del flamenco con un lenguaje nuevo.” Ese mismo año y por problemas legales, con un pseudónimo poco anónimo, Paco de Algeciras, grabó con Pedro Iturralde en Berlín el primer experimento hispano que enredaba el jazz con el flamenco, Flamenco jazz, del que habría una segunda entrega al año siguiente, que tampoco se publicó hasta muchos años después en España.
Paco continuaba con su carrera de concertista sin abandonar su faceta de acompañamiento para la que, en palabras del gran Fosforito: “era mejor que el que inventó la guitarra”. Algo parecido pensó el patriarca Antonio de Mairena, después de su única actuación juntos en el Festival de cante de Las Minas de la Unión (Murcia) en 1974, de la que quedaron registrados dos temas.
Antonio Sánchez Pecino, el padre de Paco de Lucía, se convirtió en agente de artistas y llevaba a un joven cantaor que prometía, Camarón de la Isla. Y en 1969, se produjo el impresionante choque térmico que provocaría, literalmente, la ciclogénesis del flamenco. Como refería años después el guitarrista: “Esa voz… todo lo que he compuesto y tocado en mi vida recoge lo que sentí escuchándolo cantar.” Los once discos que grabaron juntos, desde Al verte las flores lloran (1969) hasta Castillos de arena (1977) necesitarían un artículo aparte, pero en definitiva significaron tal caudal de ensanchamiento y profundización del flamenco que este pasó de torrente a convertirse en un ancho río que crecía incesantemente con la intuición de Camarón, las dotes compositivas de Paco y la retroalimentación de la inspiración y creatividad de ambos. Pero para el guitarrista todo lo que viene después es el intento, la tarea ciclópea, de intentar cantar con la guitarra, de arrancarle toda la expresividad emocional que consiguen los registros de la voz humana. De una voz, en este caso, inhumana, porque Camarón era la esencia misma del duende, Camarón no cantaba, algo cantaba a través de él.
La vida de los dos genios de la historia del flamenco del siglo XX se bifurca por la decisión de Camarón de cambiar de agente y productor, buscando nuevos aires y mayor libertad creativa en Ricardo Pachón y abandonando al padre de Paco de Lucía. Este, dolido por la ruptura, rechaza seguir tocando con Camarón y sería sustituido por Tomatito en ese disco ciertamente legendario que es La leyenda del tiempo (1979). Pasaron años antes de que volvieran a hablarse. Luego las aguas volvieron a su inmenso cauce y la dirección musical y colaboraciones de Paco en la discografía del cantaor fueron constantes, hasta su último disco, Potro de rabia y miel (1992), con toda la negrura y el quejío de la voz de un Camarón, ya al borde del abismo.
Pero volviendo al década de los setenta, vemos a Paco estrenando melena y atuendo yeyé, apareciendo en televisión a raíz de la inmensa popularidad que le diera “Entre dos aguas” –una rumba que entró como relleno improvisado en su disco Fuente y caudal (1973)– y protagonizando el reconocimiento oficial del flamenco como arte musical de primer nivel, con su concierto en el Teatro Real de Madrid (1975), algo que llegaba tarde pues Paco ya por aquel entonces tenía sobrado reconocimiento internacional, habiendo actuado en el Carnegie Hall de Nueva York en 1970.
Un fogonazo inverosímil ilumina su peripecia personal: a pesar de la oposición de la familia de la novia, el amor traspasa todas las fronteras y se casa en Ámsterdam en 1977 con Casilda Varela, hija del general Varela, quien dirigió las tropas que asediaron y ocuparon Madrid en 1939 y fue ministro del Ejército en el primer gobierno de Franco. Con ella tendría tres hijos.
También en aquellos años se aplicó en ampliar su universo musical más allá del flamenco y se acercó a los clásicos españoles, quedando fascinado por Falla, al que le dedicó un disco ciertamente memorable en 1978, Paco de Lucía interpreta a Manuel de Falla, culminando esta faceta muchos años después, en 1991 y habiendo aprendido la partitura prácticamente de oído, con la grabación en directo de El concierto de Aranjuez de Joaquín Rodrigo y de la –para mi más interesante– Suite Iberia de Albéniz, en trío de guitarras junto a Juan Manuel Cañizares y José Maria Bandera.
Son los años también de su conversión en una estrella mundial y sus devaneos con el jazz, el rock y la música de fusión: la formación del trío de guitarristas con John McLaughlin y Larry Coryell (quien luego sería reemplazado por Aldi Meola) nos ha dejado discos torrenciales de asombrosa gimnasia digital con alma y memorables conciertos pero sobre todo, para Paco de Lucía, significó la asimilación del lenguaje y la técnica del jazz: “Logré dar con una forma diferente de tocar, aprendí a improvisar. Desde entonces puedo pensar lo que toco, antes no.”
Pero en paralelo seguía con la exploración y expansión del flamenco. Con la inclusión del laúd árabe, el bajo eléctrico y la percusión, así como ciertos destellos moriscos y brasileños en la rítmica y en la armonía, el disco Almoraima (1976) es otro parteaguas en su discografía. Se apoya en el grupo de fusión jazzística Dolores, fundado por Pedro Ruy Blas y con músicos tan brillantes como el flautista y saxofonista Jorge Pardo y el percusionista brasileño Rubem Dantas, que serán la base del célebre Sexteto que en los años ochenta cambiará no solo la sonoridad sino también el formato de los cuadros flamencos y que se completaría con la guitarra de Ramón de Algeciras, el cante de Pepe de Lucía, el personalísimo bajo eléctrico de Carles Benavent y, más tarde, el zapateado de Juan Ramírez y Manolo Soler. A Paco de Lucía se debe la incorporación del cajón peruano al repertorio flamenco, durante una de las giras del sexteto, a raíz de un concierto que dieron con Chabuca Granda: “Advertí que el cajón tenía el sonido grave de la planta del pie de un bailaor y también el agudo de su tacón.”
Al disco antes citado siguieron Sólo quiero caminar (1981), Siroco (1987) y Zyryab (1990), dedicado al músico árabe del siglo ix que vivió en Córdoba y que tanto influyó en el desarrollo musical de Andalucía. También los discos del Sexteto en directo son de alta temperatura ambiental: Live… One Summer Night (1984) o Live in America (1993) con la torrencial y descacharrante rumba “Buana Buana King Kong”.
Los noventa son años difíciles y tempestuosos en la vida de Paco de Lucía: muere Camarón en 1992 y la infame acusación de la apropiación de sus derechos le derrumba psicológicamente durante varios años; fallecen también sus padres, en años sucesivos, duelo que queda reflejado en ese hermosísimo homenaje que es Luzia (1998) con las sublimes seguiriyas dedicadas a su madre y esas rondeñas que tienen por título “Camarón” y que él mismo, por primera y única vez, se atreve a cantar. También esos años del cambio de siglo, con su divorcio y nuevo matrimonio con la mexicana Gabriela Canseco y los dos hijos que vendrían, fueron templando el temperamento del artista: el vendaval amaina en viento, el virtuosismo deviene esencia, el ingenio se torna sabiduría, y su forma de tocar se hace más lenta, más profunda, como marca el paso del tiempo, el peso del tiempo. Empieza a espaciar sus giras y a dedicar más tiempo a la composición y a la vida familiar. Sus laboratorios sonoros en todos estos años han sido el trío de guitarras con Juan Manuel Cañizares y su sobrino José María Bandera, y nuevas versiones del Sexteto, con la incorporación entre otros de El Viejín a la guitarra y Duquende al cante. El último disco que publicó en vida data de 2004, Cositas buenas, y en él Paco de Lucía además de tocar guitarra, laúd, bouzouki y mandolina, rescata la voz de Camarón y junto a Tomatito le acompañan por bulerías. Hay mucha presencia de voz, en los coros de Antonio el Negro, Montse Cortés, La Tana, El Potito y Ángela Bautista, así como otros muchos artistas que suenan diferente: El Piraña a la percusión, Diego Cigala al cante de este lado, y la trompeta de Jerry González y el contrabajo del cubano Alain Pérez desde la otra orilla del Atlántico.
Acaba de aparecer su último disco, póstumo, dedicado a la copla, Canción andaluza, que demoró casi diez años en ver la luz, a causa de su neurosis perfeccionista y la extenuante determinación de hacer algo siempre nuevo, creativo, que aportara semillas a la tradición flamenca y que apenas había terminado cuando lo alcanzó el rayo. Recomiendo estremecido el innovador dibujo sonoro que traza con canciones tan falsamente familiares como “Ojos verdes” o “María de la O”. Era un vertiginoso instrumentista y un compositor desmesuradamente lento y esta aparente sinrazón esconde un secreto oscuro. El músico y escritor Sabino Méndez refiere una conversación que mantuvo con Félix Grande, el poeta, musicólogo, biógrafo y alumno de Paco de Lucía: “Un día, el alumno oyó cómo el maestro grababa una pieza perfecta, clara, armónica, como agua rebotando entre piedras. El poeta quedó arrobado y no dio crédito cuando vio que el maestro borraba su propia grabación. Dijo, lacónicamente: ‘No está mal, pero no tiene abismo.’”
Y resuena el eco de las palabras del cantaor Manuel Torre, rescatadas por Federico García Lorca: “Todos los sonidos negros tienen duende.”
Por eso la guitarra necesita aire, aire para saltar el abismo, aire para soldar el abismo y atrapar, siquiera momentáneamente, el duende. ~
(ciudad de México, 1958) es abogado, periodista y crítico musical. Conduce el programa colectivo Sonideros de Radio 3 en Radio Nacional de España.