Recordar después de Auschwitz

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Charlotte Delbo

Ninguno de nosotros volverá

Traducción de Regina López Muñoz

Barcelona, Libros del Asteroide, 2020, 312 pp.

El año pasado fue el centenario del nacimiento de Primo Levi, quien decía que de no haber pasado por la experiencia de Auschwitz su carrera de hombre de ciencias no se hubiera visto interrumpida por la necesidad de contar lo vivido en el Lager. Como escribió en esta revista Sara Mesa, Levi fue un “escritor obligado”. Y consideraba que dar testimonio de lo que vieron y sufrieron era una obligación para los supervivientes de la Shoah. “No es lícito olvidar, no es lícito callar.” En enero de este año se han cumplido 75 años de la liberación de los prisioneros de ese campo de concentración –en realidad era una suma de campos–, y la industria editorial está publicando diversas obras relacionadas con el tema, y nuevos testimonios de primera mano. Uno es el de Charlotte Delbo (Vigneux-sur-Seine, 1913-París, 1985): Ninguno de nosotros volverá, compuesto por dos partes de una trilogía.

Delbo pertenecía a las Juventudes Comunistas y en 1942 fue detenida y llevada a la prisión de la Santé. En enero del año siguiente, junto con otras doscientas treinta mujeres, la mayoría pertenecientes también a la Resistencia, fue trasladada a Auschwitz-Birkenau (“un lugar previo a la geografía”, lo describe ella). En 1944 le hicieron moverse de territorio polaco ocupado a suelo alemán y llegó a Ravensbrück. De allí fue liberada el 23 de abril de 1945 después de veintisiete meses de cautiverio. En el libro dice que sabía que sería ese día, porque fue un 23 de abril cuando conoció a su marido, Georges Dudach, de quien pudo despedirse en la Santé también un día 23, pero de mayo, antes de que lo fusilaran. Ninguno de nosotros volverá es el testimonio de la experiencia de la autora en los dos campos de concentración.

Charlotte Delbo habla de los mismos horrores que otros supervivientes y libros, documentales o películas han contado: las inspecciones de los cuerpos demacrados; las esterilizaciones; que “todos los días y todas las noches las chimeneas humeaban con el combustible de los países de Europa”; los recuentos interminables; las jornadas de trabajo inhumanas; que no todos llevaban el uniforme a rayas, dependía de si eras judío o no; que durante el “recreo” las presas aprovechaban para matar los piojos que ya estaban en la ropa que les daban; los muertos que parecían maniquíes; el hambre y la sed que hacían enloquecer y abalanzarse sobre los charcos; cómo a un balazo inesperado le seguía una carcajada…

Sin embargo, hay algo en este libro que lo hace diferente: el estilo de Delbo, que combina sencillez y delicadeza, y roza a veces lo poético. Las dos partes son una sucesión de estampas, unas más breves que otras, como destellos, todas desgarradoras, salpicadas por poemas. Algunos capítulos podrían leerse aislados, a modo de relatos. Por ejemplo el que se titula “El oso de peluche”, donde se cuenta la preparación de la cena de Navidad. Delbo y otras fueron trasladadas de Birkenau a otro campo del complejo de Auschwitz, para que estudiaran cómo cultivar kok-saghyz, un diente de león cuya raíz contiene látex. Esas mujeres –agrónomas, biólogas, botanistas, químicas, etc.– durante un tiempo vivieron un paréntesis, pues gozaban de unas libertades (por decirlo de algún modo) impensables para los demás presos y presas. Podían hacer cosas que a priori parecerían inimaginables, como eso, tener una cena de Navidad con cerveza, e incluso regalos. O preparar una obra de teatro, con vestuario y maquillaje.

La publicación de Ninguno de nosotros volverá, junto a otros títulos como Regreso a Birkenau, de Ginette Kolinka (Seix Barral), ha invitado a hablar de la escasez de testimonios femeninos en la literatura concentracionaria. Pero las atrocidades que se cometían en esos lugares no conocían las diferencias de género. Y resulta llamativa la mirada especial que Delbo reserva a los presos masculinos, una mirada de ternura y compasión. Las mujeres intentan comunicarse con ellos y les dan pan a escondidas. Ellos rehúyen sus ojos, como si se avergonzaran. Ellos tienen ese caminar propio de allí, “la cabeza y el cuello arrastraban el resto del cuerpo”, los pies sobresaliendo de los zuecos de madera y lona. Sin embargo, ellas no recibían un trato mejor. También a una mujer moribunda la remata un perro a mordiscos. Delbo, después de 67 días sin lavarse, en un río descubre que casi todas las uñas de los pies se le han caído y se han quedado pegadas a las medias.

A lo largo de todo el libro planea cierto sentimiento de culpa. “Y ahora yo estoy en un café escribiendo esto”, dice Delbo. La última página de la primera parte se compone de una sola frase: “Ninguno de nosotros debería haber vuelto.” Se habla de guardar rencor a los vivos, de la delgada línea que separaba la rendición total de la lucha por la supervivencia. De “qué fácil es morir aquí. Apenas dejar ir el corazón”. Planear el regreso era el asidero: “perseverar en la locura de esperar fue lo que salvó a algunos”. Pero imaginar era imposible, porque “lo imaginario es el primer lujo del cuerpo que recibe suficiente alimento”, y “en Auschwitz no se soñaba, se deliraba”. Delbo tenía miedo de perder la memoria, y por eso hacía ejercicios para conservarla: recordar números de teléfono, o las estaciones de metro, o 57 poemas. Se aprendió de memoria El misántropo, del que consiguió una copia a cambio de un trozo de pan. “Perder la memoria es perderse una misma”, de ahí el terror que producían esos ojos hundidos, vacíos; esos cuerpos autómatas, despojados de todo.

Primo Levi dijo que no es lícito olvidar. Delbo dedica una última “Plegaria a los vivos para perdonarles que están vivos”, y les pide que hagan algo con sus existencias, “algo que os justifique / que os dé derecho / a ir vestidos con vuestra piel y vuestro vello”. Aunque ella necesite (necesitara) desaprender para poder seguir viviendo, es necesario seguir recordando. ~

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Es editora y miembro de la redacción de Letras Libres.


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