Balance de Benedicto XVI

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El 28 de febrero a las ocho de la noche concluyó un pontificado complejo, de claroscuros, en un momento particularmente delicado de la iglesia católica. En su texto de renuncia al papado, Benedicto XVI manifestó motivos válidos y creíbles: edad avanzada, falta de fuerza para ejercer su cargo como se debe y del vigor, tanto de cuerpo como de espíritu, requerido para dirigir a la Iglesia en tiempos recios. Se trató de una decisión humilde, sensata y discernida: en clara conciencia y plena libertad, según dijo él mismo, que ayuda a desmitificar el cargo de pontífice,  privilegiando el servicio sobre la sacralización.

El breve mensaje pronunciado en latín cumplía con las formalidades que marca el derecho eclesiástico que aún mantiene un empolvado Canon 332, que en su segundo párrafo señala: “Si el romano pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie.”

Vaticanólogos, historiadores de la Iglesia y críticos por igual suelen aludir a la distancia existente entre aquel joven teólogo reformista –contemporáneo de Rahner, Daniélou, Von Balthasar– y el futuro prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe Joseph Ratzinger. Poco se ha escrito, sin embargo, de las razones que expliquen ese giro teológico.

El teólogo jesuita José Ignacio González Faus cuenta una anécdota del primer Ratzinger como maestro en Tubinga a finales de 1966. Disertaba el futuro papa sobre dos escuelas teológicas antiguas: la de Alejandría, más conservadora, y de Antioquía, más abierta. “¿Y en Roma?”, preguntó para responderse después de una pausa: “En Roma, ya saben ustedes, no se hace buena teología.” “La sonora ovación del alumnado todavía retumba en mis oídos”, relata González Faus. Sin embargo, ya como Benedicto XVI, Ratzinger asumió el mensaje íntegro del Concilio Vaticano II, al que calificó como “una brújula que permite a la barca de la Iglesia navegar en mar abierto, en medio de las tempestades o de la calma, para llegar a la meta”.

En los casi ocho años que duró su papado, Ratzinger escribió tres encíclicas: en 2005, Deus caritas est, donde describe el amor que Dios ofrece al hombre. La segunda, Spe salvi, de 2007, que trata de la esperanza y la tercera, de 2009, Caritas in veritate,que analiza el papel de la caridad como vía maestra de la doctrina social de la Iglesia. En su vertiente reflexiva, ha pretendido continuamente restablecer el diálogo fe-razón sin diluir el Evangelio; conversar con la cultura sin disolver la propia identidad religiosa.

Controvertida, por decir lo menos, resultó su “reforma de la reforma” litúrgica posconciliar encaminada a contrarrestar los abusos cometidos y a recuperar la sacralidad del rito y el “encuentro con el misterio”. Por primera vez en tiempos modernos un papa reconocía los pecados de la Iglesia: tomó medidas disciplinarias tajantes en los casos de pederastia por parte del clero que salieron a la luz en 2009 y 2010, tanto en Europa como en América, y pidió perdón una y otra vez por los abusos y se reunió con las víctimas.

No pocos han acusado a Benedicto XVI de ocultar los abusos mientras fuera posible. A muchos les parecerán tímidas o insuficientes, pero sus medidas resultan inauditas si nos atenemos a la tradición de encubrimiento en la institución vaticana.

Pero el caso de la pederastia no fue el único. Los ocho años que duró su pontificado quedaron marcados por el escándalo: así los abusos de clérigos contra menores, la fuga de documentos personales y oficiales de la Santa Sede o los turbios manejos financieros en el Banco del Vaticano.

Queda como uno de los grandes pendientes para un nuevo pontificado culminar la tarea que emprendiera Benedicto XVI respecto a la reforma de la curia, lo que significa, en palabras de Pietro Rossano: expulsar de la Iglesia el poder que la ha ocupado.

Hombre que no ha dejado de sorprendernos, Benedicto XVI ha recomendado a los sucesores de Pedro la lectura de la famosa carta de San Bernardo al papa Eugenio III, De consideratione, que, en palabras de Ratzinger, “no indica solo cómo ser un buen papa, sino que expresa también una profunda visión del misterio de la Iglesia y del misterio de Cristo”. Es la misma carta en que el llamado “último de los padres de la iglesia” confiesa: “Debería proseguir aún la búsqueda de este Dios, que aún no ha sido bastante buscado, pero quizás se puede buscar y encontrar más fácilmente con la oración que con la discusión.” ~

 

 

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(Ciudad de México, 1962) es historiadora.


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