Recuerdos de Naipaul

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Con un vacío suspirante en el alma, con la sensación de estar despidiéndome, visité a Vidia Naipaul en su cuarto de hospital en Londres. Sucedió en junio. Tenía que esforzarse por hablar pero logramos conversar, y sonrió cuando le recordé los viajes que hicimos juntos por África Oriental hacía más de cincuenta años.

Más tarde, recordé cómo conocí a Naipaul, en Kampala, Uganda; lo visité en su casa ubicada al lado del campus de la Universidad Makerere. Su esposa Pat estaba sentada, con la cabeza gacha, llorando lágrimas de frustración entre los dedos. Naipaul andaba de aquí para allá, iracundo, enfurecido. “¡Escucha! ¿Oyes a las perras?” Porque la casa que le habían asignado como vivienda por un año era un pequeño búngalo en un fraccionamiento de búngalos idénticos, junto a una reja endeble. Más allá de la barda había una serie de casuchas improvisadas de las que salía música. “¡Bongos!”, continuó. “¡Uno no puede trabajar con esos bongos! Tienes que ayudarme.”

Lo acompañé a la oficina de residencias y, mientras él estaba que echaba humo, expliqué el problema: para el Sr. Naipaul, escritor visitante recién asignado al Departamento de Inglés, es imposible escribir en la casa que le han dado.

El funcionario encargado de residencias dijo: “A todos se les asigna una de esas casas.”

Naipaul miró fijamente al hombre y con una mueca le dijo: “Yo no soy todos.”

Entonces tenía apenas 34 años, pero ya era brusco e intransigente y, por una actitud defensiva, extrañamente pomposo. Había publicado siete libros, incluida su obra maestra, Una casa para el señor Biswas, así como su libro clásico sobre la India, Una zona de oscuridad, y estaba por concluir su novela Los simuladores. Tenía el hábito bastante engreído de usar el pronombre uno, como cuando decía (con frecuencia): “Uno no tiene interés en conocer a esas personas.” O usaba la palabra recientemente, por ejemplo en “Recientemente, uno bebe cada vez menos bebidas espirituosas”. Tenía opiniones muy firmes sobre temas inesperados. “Odio la música”, me dijo una vez, y riendo añadió: “Le dije a un hombre eso una vez y se echó a llorar.”

Le caí bien por una razón sencilla. Había leído todo lo que él había escrito. Un escritor no es conocido por sus ataques de ira o por sus lapsus, sino únicamente por su obra. Los grandes escritores entonces, y ahora, me parecen poderosos y chamánicos: en sus mejores momentos, hechiceros. Cuando anunciaron que Naipaul vendría a Kampala compré los libros suyos que había a la venta y saqué el resto de la biblioteca. Me encantaba su obra y en persona me impresionaban sus certezas, su voluntad de pugna, que hiciera de su pequeño búngalo un casus belli. Vio que yo estaba leyendo a Orwell. Me dijo: “Uno ha sido comparado con Orwell. No es mucho elogio.” Él leía a Thomas Mann y R. K. Narayan y Shakespeare. Para Los simuladores había estudiado la Biblia, y un día puso el dedo sobre ella y dijo: “No está mal, ¿sabes?”, y soltó una risa porque había hallado un pasaje de las escrituras que lo conmovió.

Yo tenía veinticinco años y en ese momento llevaba casi cuatro en África. Hablaba suajili, tenía auto y mi puesto como profesor en el departamento de Estudios Extramuros me hacía viajar por el país, desde la frontera con Sudán en el norte, y Ruanda en el sur, al Congo en el oeste. Estábamos enterados de los combates en Katanga. Lo que no sabíamos era que el Che Guevara lideraba la ofensiva guerrillera.

Naipaul estaba a disgusto con su chofer, así que yo comencé a ejercer esas funciones y a llamarlo Vidia –él en el asiento del copiloto, Pat en el asiento trasero–. Peleaban con frecuencia, algunas veces sobre cosas triviales, como el significado de la palabra epicentro, o asuntos más serios, como el futuro del sistema de castas en la India. Como tantas parejas combativas, sabían exactamente cuáles eran los botones para detonar el pleito.

“Muéstrame algo que hayas escrito”, me dijo. Le mostré el texto mecanografiado de una noveleta llamada Murder in Mount Holly. La leyó con atención, hizo notas en tinta negra sobre las páginas y me dijo: “Uno la disfrutó.”

Todo aspirante a escritor ansía recibir la aprobación de un escritor mayor y más establecido, que le digan: “Sí, tienes lo que hace falta, solo persevera y te irá bien.” Él me dio eso y para mí significó todo.

Andábamos por todo el país en calles derruidas y nos adentramos en Ruanda. Lo conduje hasta Kenia donde se alojó en un hotel rural en las montañas para terminar su novela. Abandonó a sus estudiantes. No sabía yo que, a pesar de lo brillantes que eran sus libros, la carrera de Naipaul era precaria. Había ganado premios pero sus libros se traducían en poco dinero. Había venido a África gracias a una beca de la Farfield Foundation (financiada por la cia, aunque él no lo sabía en ese momento). Hablaba constantemente de estar falto de dinero, de cómo el sueldo que Pat ganaba como maestra los mantenía a flote. Cuando le conté que me había enamorado y que planeaba casarme me dijo: “Espero que ella tenga trabajo.”

Después de un tiempo, comprendí que era depresivo. Tenía asma, dormía mal y se quejaba del insomnio. Su obra siempre avanzaba lento, pero decía: “Cuidado con la escritura que avanza rápido, es una señal de que probablemente sea mala.” Era un hombre de reglas y sus reglas lo mantenían alerta. “Nunca permitas que te subestimen. ¿Por qué uno debe ganar menos que un gran arquitecto, abogado o cirujano?” “Nunca le des una segunda oportunidad a nadie”, era otra de sus reglas. “Si alguien importante para ti te decepciona, debes dejarlo ir.” Cuando reflexionaba sobre África, decía: “Odia al opresor, pero témeles a los oprimidos”, una idea que incluyó en su novela.

En cuanto a la escritura: “Siempre pregúntate: ‘¿por qué estoy escribiendo esto?’ Si no hallas una respuesta adecuada, abandónalo.” También dijo, en contraste con lo anterior: “Un escritor labora en busca de conclusiones que desconoce, hasta que concluye.” Una más: “No juegues con el arte.” No hay caprichos en Naipaul, no hay trucos, no hay artificio, nada manierista ni mágico. Odiaba el engaño de las frases bellas, le disgustaban las historias de Borges y sobre todo Faulkner; admiraba el estilo de Richard Jefferies, lo llamaba “espinoso”.

Su fe, su severidad al leer mis textos (“Debo advertirte que soy brutal”), el orgullo que sentía por su propio trabajo –estaba convencido de su don– me ayudaron a convertirme en escritor. Cuando mi obra tenía éxito se sentía orgulloso; pero él se sentía mal representado, sentía que su editor lo daba por sentado, que a pesar de sus muchos premios y honores sus lectores eran pocos. Su fortuna mejoró con un nuevo agente y diferentes editores. Pero, al mismo tiempo, con un público más amplio se volvió más provocador, aseguraba que las mujeres no sabían escribir, que James Joyce estaba sobrevalorado o que la hija de la princesa Ana tenía un “rostro criminal”. En todos los obituarios que se escribieron hay muchos ejemplos de esto: los berrinches y las provocaciones de Vidia, sus escandalosas y malhumoradas provocaciones.

Pero sabía cuando estaba siendo irracional o injusto, cuando daba voz a la parte más oscura de su naturaleza, y aunque despotricaba contra Joyce experimentó el remordimiento que Joyce mismo llamaba el “mordisco ancestral del subconsciente”. Montaigne era uno de sus escritores favoritos –de hecho, decía: “soy un hombre nuevo, así como Montaigne era un hombre nuevo”–. Y leía el pasaje del ensayo “La gloria”, en que aparecen estas frases muy oportunas: “Estos discursos son, a mi juicio, infinitamente verdaderos y razonables. Pero somos, no sé cómo, dobles en nosotros mismos, y eso hace que lo que creemos, no lo creamos, y que no podamos deshacernos de aquello que condenamos.”

La muerte de Pat fue una crisis, y en muy poco tiempo cortó relaciones con su amante de varios años, conoció y se casó con Nadira Khannum Alvi, quien se convirtió en su amante y protectora, su ama de casa, lectora, chef, chofer y la administradora de sus asuntos literarios. Después de unas cuantas desavenencias, me hizo a un lado según la regla: “Nunca le des una segunda oportunidad a nadie, mucho menos a la persona que fue leal.”

Vidia por fin se sentía contento en su hogar y seguía siendo productivo. Lo bueno de nuestro distanciamiento fue que tuve un tema fantástico: mi amistad de treinta años con él, que cuento en La sombra de Naipaul. Me parecía una gran oportunidad, porque hay tantos libros que hacen la crónica de amoríos, pero ¿cuántos hay que cuenten la historia de una amistad, esa conexión más pura, en especial una amistad que se agrió?

Pasamos diez años en silencio. En el Hay Festival estaba sentado con Ian McEwan cuando Naipaul apareció en la puerta de la carpa –junto a Nadira y su hija, cada una tomándolo de un brazo mientras se movía lentamente entre la reunión– cojeando y resoplando.

“Dile algo”, me dijo Ian. Le dije que no me atrevía. Me respondió: “Anda. La vida es demasiado corta.”

Animado, me acerqué a Vidia y le dije: “Hola.” Él tomó mi mano con cariño. “Te he extrañado”, le dije. Él me respondió: “También yo te he extrañado.”

Esta instancia de disculpa (porque mi libro había sido implacable) ha sido uno de los momentos más felices de mi vida. Así que nos reencontramos, intercambiamos cartas y llamadas telefónicas. Nos reunimos en la India y en Nueva York y, para mi deleite, Nadira se hizo amiga de mi esposa Sheila. Más que una amistad, se llamaban a sí mismas hermanas.

Un final feliz para dos escritores en cuyas obras casi nunca hubo finales felices.

En especial me encantó estar en la India con él, porque había sido una de sus obsesiones. Pero un día pasó algo extraño. Estábamos yendo al Fuerte Amber, a las afueras de Jaipur. Vidia miró por la ventana mientras el auto estaba detenido en el tráfico de una intersección. Un niño pequeño, de no más de cuatro o cinco años, estaba sentado en una sección triangular del pavimento agrietado entre dos avenidas concurridas. El niño estaba bien vestido, con una camisa y pantalones cortos, sentado sobre una manta doblada, peligrosamente en medio de toda esa confusión de tráfico, peatones, sadhus, mendigos, vendedores con canastas en la cabeza, estudiantes, humo de escape, carretillas, motonetas y cláxones. El niño estaba animado por el bullicio, pero estaba solo –no había ningún adulto cerca de él, nadie lo cuidaba.

Naipaul miró con tristeza hacia este niño extraño e ignorado, y estudió la escena durante un largo tiempo. En cuanto nuestro auto reanudó la marcha me dijo: “Me veo a mí mismo en ese niño.” ~

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Traducción del inglés de Pablo Duarte.

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