“Eres los Estados Unidos, / eres el futuro invasor / de la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español.” Así vaticina el poema de Rubén Darío “A Roosevelt”, publicado por primera vez en Cantos de vida y esperanza en Madrid en 1905. Fue escrito en la estela de la victoria aplastante de Estados Unidos contra España en la guerra de 1898, “el desastre” para los españoles. Terminó con Filipinas, Puerto Rico y Guam anexados y Cuba convertido en neocolonia yanqui. Esa guerra cambió para siempre las relaciones entre las dos Américas. Aunque parecía que sus consecuencias negativas se habían superado hace tiempo, resuenan otra vez hoy en estos primeros días de la segunda administración de Donald Trump.
Por un lado, Trump es un admirador entusiasta de William McKinley, el presidente que dirigió la guerra de 1898. Además de un imperialista, McKinley fue un proteccionista, conocido como “el hombre de los aranceles” en su época de congresista. Estaba asociado a lo que se llamó “la edad dorada”, de expansión económica e industrialización de los Estados Unidos en que, como Trump recordó en su discurso inaugural, el gobierno federal se financió con los aranceles y todavía no existía el impuesto a la renta. Ciento treinta años después Trump está empeñado en copiar a McKinley, imponiendo un arancel del 25% sobre las importaciones de bienes de México y Canadá y el 10% a las de China.
McKinley fue asesinado en 1901, poco antes de terminar su periodo. El que cosechó los frutos políticos de la guerra de 1898 fue Theodore Roosevelt, el blanco del poema de Darío. Logró convertir un papel menor de la caballería durante la guerra en Cuba en una leyenda nacional, que lo llevó a la Casa Blanca. Como presidente entre 1901 y 1909, corrigió algunos de los excesos de la edad dorada con su acción contra los oligopolios de “los barones ladrones”, un término que algunos aplicarían a los tech bros de hoy. En política exterior, fue el que demarcó Centroamérica y el Caribe como una esfera de influencia incondicional de Estados Unidos.
Roosevelt fomentó la separación de Panamá de Colombia y la construcción del canal (“yo agarré el istmo”, se vanaglorió). Formuló “el corolario Roosevelt” a la doctrina Monroe (que en sus orígenes era una expresión de solidaridad republicana en las Américas contra las pretensiones de la Santa Alianza de monarquías absolutistas en la Europa postnapoleónica de restaurar el colonialismo europeo). Roosevelt arrogó a su país el derecho de ejercer “un poder policiaco internacional” frente a casos de “fechoría crónica” o desgobierno en América. Fue la justificación para una treintena de intervenciones militares en la cuenca del Caribe, que dio a la región tiranos como Trujillo en República Dominicana, Somoza en Nicaragua y Duvalier en Haití.
Sabíamos que Trump iba a amenazar con imponer aranceles en su afán por reindustrializar a Estados Unidos, que probablemente fracasará. Lo que ha sorprendido a muchos es su agresión geopolítica, su deseo de recrear una esfera de influencia por la vía de la apropiación de Groenlandia y el canal, que había sido devuelto a Panamá hace un cuarto de siglo bajo un tratado negociado por Jimmy Carter. Puede ser que todo termine en una negociación que reemplace las empresas chinas hoy concesionarias de instalaciones portuarias en Panamá por empresas americanas. O podría llegar a más.
Convendría al equipo de Trump mirar la historia desde una óptica más ancha. La guerra de 1898 fue el gatillo para el nacionalismo latinoamericano moderno, un nacionalismo sobre todo antiyanqui. Rubén Darío escribió bajo la influencia de Ariel, el ensayo de José Enrique Rodó que planteó la superioridad moral e intelectual de América Latina frente al poderío material del coloso del norte y que se convirtió en la biblia de ese nacionalismo. En su senda vendría la Revolución mexicana, la resistencia de Sandino en Nicaragua, el peronismo y finalmente la Revolución cubana y el castrismo. Fue solo con la democratización de América Latina en los ochenta del siglo pasado y el fin de la Guerra Fría, que se abrió camino una visión de cooperación y beneficio mutuo entre las dos Américas, concretado sobre todo en los tratados comerciales entre México y Estados Unidos.
Trump está dando la espalda a esa visión. Lo hace por motivos domésticos. Sus acciones representan la culminación de una tendencia de las últimas décadas en que la política frente a América Latina está guiada cada vez más por imperativos de la política doméstica, sobre todo de reducir la migración y el tráfico de drogas a Estados Unidos. Puede ser que desista de los aranceles si logra acciones más decididas de México al respecto, o puede que no.
Hay muchas contradicciones en la posición de Trump, y dentro de la coalición que lo apoya. Roosevelt y sus sucesores estaban dispuestos a usar el poder militar y creyeron que podían construir naciones en el Caribe. Trump dice que odia las guerras, no le interesa en absoluto la construcción de otras naciones y quiere ser recordado como un hombre de paz. No está claro, por lo tanto, que tiene los instrumentos de poder duro para establecer su esfera de influencia. Por otro lado, ser un matón con tus aliados es renunciar al poder blando y el fortalecimiento de las alianzas que son la base del poder americano en el mundo. La suspensión de la ayuda estadounidense al desarrollo internacional es la expresión más cruda de esa renuncia.
La prioridad para algunos en la coalición de Trump, como Marco Rubio, el secretario de Estado, es reducir la influencia de China en América Latina y debilitar a las tiranías de Cuba, Venezuela y Nicaragua. Lo que hace el matonismo de los MAGA nacionalistas tiene el efecto opuesto. En sus primeros días, Trump ha dado “a la América ingenua que habla español” muchos motivos por acercarse aún más a China~