Cuando enfrentamos a Truman Capote experimentamos una situación semejante a la que producen esas bolas de cristal que al agitarse suscitan una ilusión meteorológica. Aunque al principio nos fascinen sus paisajes y el truco de la nevisca –o la llovizna–, al cabo el deleite se agota y desdeñamos el artificio de esa pálida imitación de la realidad. A nadie sorprendería que la arrojáramos como el florero que Miriam, la niña de su cuento homónimo, destruye.
Capturado por imágenes, cuyos autores figuran entre los más grandes fotógrafos del siglo XX, y enmarcado en los clisés de las fórmulas críticas, el viejo Truman pareciera atrapado en un espejo convexo del que únicamente vislumbramos un reflejo deforme.
La confusión, en parte, la fomentó él desde su irrupción en el proscenio literario, consciente de que, para asentar una impresión indeleble en la voluble mirada pública, necesitaba que esta identificara al autor con sus personajes, o, como veremos más adelante, a su ficción con la realidad. Gerald Clarke señaló en Truman Capote. La biografía definitiva que la contraportada de Otras voces, otros ámbitos (Other voices, other rooms, 1948) mostraba a un escritor “que coincidía exactamente con la descripción de Joel Harrison Knox”, el protagonista, lo que incitaba a leerla como un relato de aprendizaje en clave homosexual.
Recostado lánguidamente en una chaise longue, un jovenzuelo de rasgos delicados mira hacia la cámara mientras su mano reposa con aparente inocencia cerca de su pubis. Como el propio Capote reconocería en una entrevista posterior parecía estar “invitando a alguien a que se me tire encima”. En Plegarias atendidas (Answered prayers, 1986), P. B. Jones, el narrador, señala que el interés que provocó en un personaje se debía a “la foto que Beaton me había hecho para la revista de Boaty, la misma foto que yo había utilizado para la sobrecubierta de mi libro”. Por supuesto, la referencia no es a la fotografía de Harold Halma que se amplió para exhibirse publicitariamente en las vitrinas de las librerías, sino a la que aparece en Un árbol de noche (A tree of night and other stories, 1949). Gracias a George Davis, el editor de Harper’s Bazaar y Mademoiselle, por entonces íntimo amigo suyo, él y Cecil Beaton se conocieron en Nueva York. Cuando el fotógrafo y escenógrafo se enteró de que Truman se encontraba en Inglaterra lo invitó a su mansión campestre en Broad Chalke –apenas adquirida un año antes–, donde le tomó una serie de retratos, uno de los cuales eligió para la contraportada de su primer libro de cuentos. La alusión en la infame novela inconclusa expone que desde sus inicios Capote había sabido que su éxito como escritor dependería de su imagen, como si deseara seducir al público con su belleza andrógina y su languidez incitante.
El otro clisé que terminaría constriñendo la recepción de la obra de Capote sería el elusivo significado de verdad que habría de plasmar en su libro capital. Publicada en 1966, A sangre fría (In cold blood) es una de las cumbres de la novela sin ficción, término que Capote inventó, aunque no la técnica en sí, y su éxito detonó una secuela de narraciones inspiradas en su método –en México, la más notable sería Asesinato de Vicente Leñero–. Mientras las primeras obras –además de Otras voces, El arpa de hierba (1951), que reelabora elementos de su niñez en la Alabama rural, y Desayuno en Tiffany’s (1958), probablemente la menos personal, pero que por los rasgos de su narrador testigo propiciaba la confusión– habían estimulado que su ficción se leyera como autobiográfica, con su proclama de que nada en los actos de su tercera novela había sido inventado, parecía corroborar que dicho universo narrativo se nutría de los acontecimientos de la vida diaria. El destino de Truman pareció tan sellado como una cripta: desde entonces hasta hoy leemos sus textos a la luz de su biografía.
Capote advirtió claramente el peligro, y decidió que en su siguiente novela exploraría nuevamente los límites de la realidad y la ficción, pero desde la inversión: reelaborando los hechos, pero sin alterarlos. Un reportaje novelado. Como expone Jonesy a otro personaje de las Plegarias, se trataba ya no de un asunto de veredicción –la condición verdadera–, sino de verosimilitud: “El hecho de que algo sea verdad no quiere decir que sea convincente, tanto en la vida como en el arte.”
Un disparo mortal
Que el segundo adelanto de Plegarias atendidas, publicado en la edición de noviembre de 1975 de Esquire, cayera como una bomba en la “sociedad de los cafés” de Manhattan fue algo que Capote no había previsto. Como otras sociedades, la élite neoyorquina es un círculo en el que todos los estratos se encuentran enlazados, y el delator fue condenado al ostracismo social por haberles torcido el cuello a sus cisnes al exponer sus oscuros secretos. Incapaz de escapar de la trampa que afanosamente había construido, cumpliendo las predicciones de un relato de 1947 (“Cierra la última puerta”) y de la propia Plegarias, el hombre que había traicionado a sus amigos murió el 25 de agosto de 1984 en Bel Air, en brazos de Joanne Carson, tras haber pasado el día anterior consumiendo drogas y alcohol.
Capote había concebido su novela como una máquina de guerra; una bala destinada a provocar una ola expansiva en los acristalados penthouses de la alta sociedad de Manhattan. Su intuición callejera, sin embargo, no le había permitido engañarse, el disparo podría dirigirse contra él. A despecho de ello desdeñó esta posibilidad y los consejos de quienes le advirtieron que no sería perdonado –entre ellos Clarke y George Plimpton–. Cuando finalmente disparó la bala –o la bomba o la granada, es curioso que desde el propio escritor hasta sus reseñistas describan el impacto como si fuera el de un arma y no el de un libro– las consecuencias fueron funestas.
La primera víctima fue Ann Woodward, una de las mujeres más elegantes y reconocidas de la sociedad neoyorquina de los años cincuenta. Había asesinado a su esposo accidentalmente, pues pensó que era un ladrón que había irrumpido en la mansión conyugal en Long Island. Varios, en cambio, especularon que fue un acto deliberado, pues se sabía que William Woodward Jr. planeaba separarse sin concederle ninguna pensión, tras descubrir que ella no había anulado su primer matrimonio con un palurdo de Kansas. En “La Côte Basque 1965”, capítulo que se desarrolla en el restorán homónimo, Lady Ina cuenta a Jonesy la historia sin omitir detalles, como que la suegra sabía que Ann era la asesina, pero que, para evitar el escándalo y la total orfandad de su nieta, respaldó el burdo cuento de los robos y la equivocación. De alguna manera informada de que el adelanto en Esquire nuevamente atraería atención sobre el caso, Ann se suicidó el 10 de octubre, adelantándose a la publicación de noviembre y a pocos días del vigésimo aniversario del asesinato de su esposo.
Elizabeth Woodward sentenció: “Ann mató a Billy, y Capote mató a Ann. Ya no tenemos de qué preocuparnos.” Era una sentencia inconclusa: la bala que terminó con Ann mataría también al francotirador. Y no únicamente porque lo convirtió en un paria de la élite, la quemadura de ese proyectil afectó indeleblemente la reputación literaria de Capote.
Criaturas del espejo
Y me veo despertar de nuevo en una habitación inclinada y torcida como vista en el ojo exuberante de un cadáver.
P. B. Jones
Como si se completara un círculo, la carrera del escritor que desde sus inicios impuso su personalidad como anzuelo para sus letras se cerraba con otro clisé: el del personaje chismoso, pérfido y malévolo que había cometido el peor de los pecados: traicionar a quienes lo habían acogido en sus hogares y convertido en confidente. Cuando murió, las necrológicas y obituarios lo recordaron como el autor de uno de los pocos clásicos indudables de la novela moderna, A sangre fría, y de una serie de cuentos y noveletas memorables. Era el epítome del estilista y el más prominente padre del nuevo periodismo, el principal responsable de desvanecer las fronteras entre la ficción y la realidad, entre el periodismo y la literatura; un tozudo invasor empeñado en derruir la aparentemente inexpugnable fortaleza de la objetividad para demostrar que detrás de sus muros y torreones se ocultaba un tinglado de feria; un minucioso empeño retórico y no una verdad inmaculada. En un par de años, con la publicación de Plegarias atendidas la figura de Capote adquirió un nuevo aspecto, como si fuera un vampiro al que después de muerto continuaran creciéndole las uñas y el cabello.
Acaso el centenario de su nacimiento sea la ocasión idónea para arrojar esa esfera en la que se encuentra constreñido y romperla finalmente en mil pedazos.
Acaso en esa telaraña de añicos percibamos por primera vez el verdadero rostro de este escritor que desde su primera obra estuvo consciente de que la novela no es un espejo que pueda pasearse junto al camino, sino una superficie “manchada” y “resquebrajada” que devuelve imágenes alteradas, como si fuera uno de esos espejos de las ferias (“La escalera descendía hasta la cámara circular que él recordaba de la noche anterior, y allí un espejo de cuerpo entero reflejó, azulada, su imagen. Era como los espejos cómicos de los parques de diversiones”, Otras voces, otros ámbitos). Su primer retrato ficticio, Joel Knox, el protagonista de Otras voces, otros ámbitos, fue una representación deformada por el artificio grotesco y la enfermedad y las pesadillas. Durante esa primera etapa, Capote prefería configurar alegorías mediante la reiteración retórica de metáforas y metonimias. Y si en esta recargada narración, tan imbuida de atmósfera poética, sugiere una focalización distorsionada por los espejos con una trama simbolizada por el despliegue de la telaraña, bien es cierto que asienta igualmente lo que podríamos considerar como la imagen que habrá de determinar la personalidad y el destino de Truman:
Escuchando la lectura, se le ocurrió a Joel que tenía muchas cosas en común con el Pequeño Kay, cuya visión fue pervertida cuando un trozo del espejo malo del Hada le infectó el ojo, convirtiéndole el corazón en una masa de hielo amargo.
Peter Straub consideró el tema de la pérdida de la identidad como el asunto central de la narración fantástica norteamericana. Uno de los primeros cuentos de Capote relata la historia de una anciana solitaria que conoce a una enigmática niña con su mismo nombre: Miriam. Pocas noches después de ese encuentro, ella llama a la puerta de su departamento. En esa ocasión, rompe el pequeño florero con las rosas de papel que parecen tan deprimentes porque son “imitación”. Días más tarde, regresará, cumpliendo acaso con las secretas expectativas de la mujer, quien ha comprado un nuevo florero y rosas blancas, además de cerezas escarchadas y pastelillos de almendra, dulces que la niña insinuó preferir. Cuando anuncia que ha decidido mudarse con ella, la señora sale corriendo en pos de ayuda. El vecino revisa las habitaciones, pero no halla rastros ni de la intrusa ni de la muñeca que llevaba consigo. Ella regresa entonces a su hogar y lo percibe más vacío y solitario, como si fuera un salón de pompas fúnebres:
Miriam la había despojado de su identidad, pero ahora recobraba a la persona que vivía en ese cuarto, que se hacía su propia comida, que tenía un canario, alguien en quien creer y confiar: Mrs. H. T. Miller. (Miriam)
En otro de sus primeros cuentos, “Cierra la última puerta”, aparece una suerte de oscuro hermano gemelo de P. B. Jonesy, Walter Ranney, quien hastiado de sí mismo se aleja de Nueva York para volver a Nueva Orleans, después de que ha traicionado y causado mal a sus amigos. Enclaustrado en una habitación de hotel, sufre de paranoia. Sabe que busca un centro, pero también que dicha búsqueda implica reconocer que todo está dentro de un círculo, y que la realidad es deformada por los reflejos, como remarcaba la primera novela de Capote, donde los “otros cuartos” representan la visión pervertida a la que es iniciado Joel por su vicioso primo. Walter recibe llamadas nocturnas de un desconocido quien le dice que sabe muy bien quién es. “Me conoces, Walter. Me conoces desde hace mucho tiempo”, contesta la voz.
Contemplado a la luz de la biografía, el relato resulta una visión premonitoria del final del escritor. La pesadilla más escalofriante del medroso protagonista es soñar su propio funeral –un morboso placer que comparte con Joel Knox, el Buddy de “El invitado del Día de Acción de Gracias” y Jonesy–, en el que ve a una “criatura sin rostro”, una figura que además de ratificar esa pérdida de identidad sugiere el aislamiento y la alienación que sufre.
En el instante postrero de su muerte, como una suerte de Charles Foster Kane, el pequeño Truman –la última palabra que pronunció fue mamá– acaso haya soñado que de su mano se escurría una esfera de cristal y que en los fragmentos de la rota circunferencia se reflejaban las mil aristas de su compleja personalidad. Y en esos añicos probablemente vio que ninguna persona es enteramente mala y que incluso el más perverso y vil entraña una parte noble. Por el contrario, la persona más dulce puede albergar sentimientos perversos, como el pequeño personaje de “El invitado del Día de Acción de Gracias”, quien comete un acto de crueldad deliberada, a juzgar por Miss Sook, su anciana amiga, el pecado verdaderamente imperdonable.
En la hora de su centenario es momento de liberar a Capote de su prisión esférica y reconsiderar su legado olvidándonos de efigies y de tópicos, trascendiendo tanto la lectura en clave de sus novelas como su valoración como un esmerado estilista de tono menor. Por su exploración de los límites entre realidad y ficción, por su cuestionamiento a los conceptos de verosimilitud y veredicción, merece ser reivindicado como un gran escritor del siglo XX, cuyas obras aún continúan provocándonos cuestionamientos. Solo así lograremos que recupere su identidad y que consiga lo que fuera su mayor ambición: convertirse en adulto, como confesó en una entrevista en Cosmopolitan y como su alter ego, Jonesy, le cuenta a Colette cuando la visita en su recámara parisina: “Libre de malignidades, envidia, malicia, codicia y culpabilidad.” ~
(Minatitlán, Veracruz, 1965) es poeta, narrador, ensayista, editor, traductor, crítico literario y periodista cultural.