Nadie escapa de la época que le ha tocado vivir. El privilegio de la singularidad solo se revela en quienes se liberan de los lugares comunes de su tiempo, en aquellos que no ceden a las fatigas fincadas en fantasías y paradigmas puestos por los vencedores de la historia en el tablero canónico del arte o el comercio político. Miguel Covarrubias (Ciudad de México, 1904-1957) se sumergió en los escenarios de la modernidad, utilizando instrumentos y materiales que definieron ese intrincado momento de la historia, empleando un lenguaje transversal y múltiple, con el afán de crear una oficiosa imagen propia.
Covarrubias no vio en su profesión un simple despliegue de habilidad alimentada por coartadas ideológicas ni por un virtuosismo narcisista basado en una corrección académica útil para apostar a lo seguro. Nunca concibió sus dibujos-caricaturas-editoriales-manifiestos como una práctica sectaria o parroquial. Encontró entre periodismo y arte una mediación que lo llevó a hacerse de principios creativos y éticos distanciados de las letanías puestas al servicio de los bandos entronizados por la política. Sin renunciar a sus convicciones socialistas desplegó, como muy pocos, una existencia dinámica y cosmopolita, en la que encarnó tanto al “Chamaco” de catorce años que trabajaba en el pequeño taller del periódico universitario El Cáncer, como al cotizado dibujante que dio imagen propia a las publicaciones de mayor circulación en el imperio: Vanity Fair, Vogue, New Yorker, New York Times, Fortune, New York Herald Tribune, etc.
El trabajo de Covarrubias es una extensa exploración plástica que recorre a gran velocidad un territorio que va de las fuentes prehispánicas a las vanguardias, preservando sin falsas audacias las líneas que marcan su estilo, los singulares trazos de una contemporaneidad asumida como atributo personal, manteniendo una autoconciencia sobre el carácter de su obra, así como de la tipología de públicos a la que estaba dirigida. Sin ningún reparo, creó una obra distante de la tradición centrada en el arte de galería, teniendo como núcleo durante una larga etapa creativa a la industria editorial. Su simpatía por un nacionalismo popular en ningún momento se convirtió en muralla protectora del dogma o el chovinismo.
Covarrubias hace inmersiones en distintos escenarios, entendidos como la versión integral de un mundo sobre el que se levanta un enorme arco geográfico que atraviesa Mesoamérica, el Pacífico Sur, Nueva York, China. Gran observador del arte llamado periférico, mantiene un pie en Occidente y otro fuera. Se trata de una inclinación intelectual en la que prevalece lo ecuménico sobre lo meramente nacional, lo lúdico sobre el acartonamiento de las hierofanías estético-ideológicas; recorre un territorio en el que lo rutinario se diluye por la acción de vínculos y asociaciones imprevistas, desarrolla un sentido de la unidad humana que no implica reduccionismos doctrinarios, sino la comprensión, ciertamente paradójica, de que las culturas tienen morfologías que trazan una originalidad irreductible, pero también procesos sociales que describen paralelismos y similitudes.
El polímata reinterpreta incesantemente el horizonte contemporáneo que ha puesto a su alcance, lejos de cualquier aislamiento conceptual o político, identifica las peculiaridades de una vasta geografía cultural y penetra con alegría insoslayable el segmento de numerosas esferas sociales y artísticas, trátese de la fallida búsqueda de Adolfo Best Maugard, relativa a las siete líneas canónicas procedentes de la antigüedad mexicana (Método de dibujo, 1922); del gueto de Harlem (Negro drawings, 1927), el barrio neoyorquino donde tiene su primera gran experiencia etnográfica; de los nodos culturales de una región oaxaqueña (Mexico South, 1946) o del multicolor universo de personalidades que forman la socialité que se alberga en portadas e interiores de revistas y diarios de gran tiraje en Estados Unidos. Sus dibujos, muchos de los cuales son editoriales en sí mismos, dan vista al espectáculo de la metrópoli: magnates, estrellas de cine, políticos de distinto calibre, deportistas, músicos, artistas y, por supuesto, la calle misma. Su obra también es un crucero de realidades donde se encuentra lo inverosímil: Freud con Jean Harlow, Clark Gable con el príncipe de Gales, María de Rumania con Mae West, Iósif Stalin con Rockefeller (Entrevistas imposibles, publicadas en Vanity Fair entre 1931 y 1936).
Sin traer a cuento la peculiar mexicanidad y las tensiones artísticas que describen a un personaje como Marius de Zayas, es probable que el primer gran salto sobre la “cortina del nopal” –tan vital para el surgimiento de la Generación de la Ruptura– lo haya dado Miguel Covarrubias con varias décadas de anticipación, a contracorriente de la creciente ortodoxia de la Escuela Mexicana de Pintura. Sin violencia ni estridencias, se desmarcó del nacionalismo exacerbado que dominó el arte oficial de las décadas que siguieron a la Revolución. A Covarrubias es posible encontrarlo en salones, estadios y auditorios de Nueva York, así como en un mundo que parece no imponerle fronteras, insertándose en los medios que le provee la propia modernidad para realizar un proyecto desapegado de revanchismos plásticos y catequismos: ni arte oficialista ni servidumbre partidista. Si bien Covarrubias es un militante antifascista con claro perfil político, en su trabajo jamás mantiene estructuras figurativas de representación realistas, en el sentido escolástico protoestalinista, sino que desarrolla una obra fincada en la tradición del dibujo-caricatura desprovisto de los tics del arte proclive a la épica revisitada, una y otra vez, por las huestes devotas del esteticismo más vertical y del arte como superestructura.
La trayectoria de Covarrubias tampoco está marcada por atropellos a la historia prehispánica. Nada de ensaladas con trasfondo marxista-mexicanista-místico-religioso,1nada que remita a ese viaje alegórico al purismo étnico o a la expulsión del paraíso originario, el artista se muestra refractario al orden discursivo impuesto por el historicismo convencional. Nada del cielo prometeico que sella la historia, nada del indigenismo de tarjeta postal o del engañoso arcaísmo compositivo y folclórico de su amigo Diego Rivera.
Sus ligas con México y sus afectos políticos no pueden ser puestos en duda, pero su desarrollo personal traza un cosmopolitismo inédito, lejano de la militancia que dominó el cuadrante nacional durante décadas. Quizá sea esa una de las razones por las que Covarrubias no ha sido puesto en los altares olímpicos del arte mexicano. Artista que no trabaja para eternizarse en murales, en el que no pesan las deidades almidonadas de la historia y la política, que se autoconcibe como un dibujante pagano, a la vez virtuoso y desenfadado que realiza una odisea, mundana y propia, que parte de los tipos populares hasta llegar a las castas gubernamentales, sin genuflexiones de por medio, personajes que son secularizados en un mismo plano, porque no son objeto de una servidumbre a la que se obligue el autor ni a la insaciable lambisconería hacia los poderosos como medio para hacer el check-in a la inmortalidad. Su filiación política, su militancia antifascista, en ningún momento se convierten en murallas protectoras de la endogenia o el chovinismo. Su simpatía por la República española es el impedimento para que sea aceptada su solicitud dirigida a obtener la nacionalidad estadounidense.
Covarrubias identifica acuciosamente distintas prácticas de la antigüedad, conectándolas con el presente, por medio de comunidades aborígenes que habitan la todavía densa multiculturalidad del planeta, dando testimonio de la dimensión de un universo insuficientemente asimilado e interrelacionado. La isla de Bali, la mítica empresa etnográfica publicada en 1937, es la insólita obra de un autodidacta mexicano que explora sociedades lejanas y complejas en la cuenca del Pacífico Sur.
Más que una réplica o recuperación literal del pasado, su visión antropológica invita a aventurarse en nuevos formatos plásticos y teóricos, en actitudes distintivas hacia aquello que da cuenta de una realidad cambiante, en la que conviven distintas formas de ser y estar en el mundo. Sin pretender encimarse en estilizaciones no occidentales, Covarrubias es un representante de las pasiones antropológicas que reconocen la otredad como un valor clave, en el que es fácil identificar la carga contestataria nacida del relativismo cultural, impulsado por Franz Boas desde la Escuela Internacional de Arqueología y Etnología Americana, fundada en México en 1910, némesis del evolucionismo abanderado por el positivismo porfirista.
Buena parte de la sencilla grandeza de Covarrubias está en los centenares de ilustraciones que viajan incansablemente en publicaciones, cuyo destino no está en alimentar el mercado de las ideologías o el de los dílers. Más allá de la economía de líneas, de los imprevisibles escorzos, de su capacidad de síntesis –como destacan con justicia sus pocos analistas–, el artista debe cifrar el dibujo como un juego sin fin, en el que no todo está dado, una plataforma en la que caben el aura humorística y el aguijón con el que es posible bajar del pedestal a la gruesa franja de personalidades que habitan su orbe plástico y social. Allí caben los dibujos envueltos en espirales jónicas, los sorprendentes sombreados que dotan de relieves las superficies en blanco y negro, las parodias de una realidad que admite el empleo de materiales para impresión, como el gouache sintético, parte indisociable de la lógica de la industria rampante. La materialidad instrumental en la que inserta su trabajo es un medio para celebrar, caricaturizar y describir contradicciones y dislates, para reflejar la fascinación que provoca en la masa asidua a revistas y diarios el hechizo de lo moderno, un fenómeno al que nadie es ajeno.
Covarrubias convivió con las luces del imperio. Las utilizó como medida para descifrar sus alcances y probablemente algunas de sus interrogantes plásticas, pero también para contrastarlas con una parte del mundo amenazada por el colonialismo. Su obra es repelente a ese humanismo ramplón del demagogo que vocifera, encubriendo una política facciosa. En sentido inverso, el dibujante se vincula con una realidad que nos resulta concerniente gracias al rechazo de toda perspectiva integrista.
Heredero y militante de una oficiosa tradición artístico-editorial, al legado de Covarrubias se suman el rigor estilístico, la veta satírica y la observación penetrante que no cae en la ridiculización como recurso consuetudinario ni se cuelga de ella como única alternativa para conseguir sonrisas, pero que tampoco descansa en el hedor cortesano de los moneros disfrazados con gorro frigio. Su práctica mantiene un enorme inventario de principios éticos. Hay una base crítica que no ignora la distopía que se materializa en realidades precisas, bases enmarañadas con las que configura una poética cimentada en la erudición de quien reconoce el valor de la conjunción civilizatoria. El trabajo del artista no se circunscribe al circo de la realidad inmediata, sino que penetra los territorios de la arqueología, la etnología, la bibliofilia y la cartografía con ensayos e ilustraciones que articulan al dibujo con una constelación de realidades, formando un entramado que ha cautivado a diferentes generaciones, más allá de los pórticos del éxito o de la corteza de la moda. La obra de Covarrubias adquiere un encanto provisto de humor que documenta y estimula la imaginación, esa compleja representación de la inteligencia. ~
- Jorge Juanes, Diego Rivera, México, Ediciones Quinto Sol, 2016, p. 46 ↩︎