Una de las historias de fundación sobre el mito llamado Tennessee Williams cuenta que antes de emprender su exitosa carrera como dramaturgo vio apenas un par de obras de teatro, dispensando su aparente falta de cultura bajo la certeza de haber presenciado suficientes escenas dramáticas dentro del hogar familiar como para entender la dinámica de la representación teatral. Un mito que, como todo el universo del autor, difumina los lindes entre la realidad y la ficción y funda en esa característica su marca inconfundible, reconocida como una de las dramaturgias más importantes del teatro norteamericano del siglo XX, pero también lo condena a señalamientos críticos y persecuciones que afectaron severamente al hombre detrás de la máscara.
Periodista de formación y poeta, es la intuición la que lo llama al escenario porque “el tumultuoso trajín de mis nervios demandaba algo más vivo de lo que podía ofrecerme el lenguaje escrito”. Como sus acotaciones lo enuncian, Williams imagina el sonido, color y acción de manera precisa, ya que asegura llevar un “escenario en la cabeza” que le permite transformar en personajes ese refinado sentido de observación del comportamiento humano. Más allá del ejercicio artístico, el teatro le posibilita a Williams poner en práctica una suerte de locura controlada en donde los demonios familiares y personales cobran vida para realizar una suerte de autoanálisis o asumir el papel de una deidad que mira desde el patio de butacas su existencia y puede corregir a modo lo que la realidad no permite. Su primer triunfo en Broadway, El zoo de cristal (1945), es lo que hoy se denominaría una autoficción, ya que él mismo se convierte deliberadamente en personaje y crea una representación en donde la memoria es el espacio, proyectando sombras cercanas a la realidad de su propia familia con una madre narcisista, una hermana incapacitada, un padre ausente y él como ese ser que sufre por la imperante necesidad de huir de ese lugar paralizado y asfixiante. A esta obra le sigue el éxito de Un tranvía llamado deseo (1947), obra aclamada mundialmente que vio nacer a uno de sus personajes icónicos, Blanche DuBois, a quien Truman Capote señaló como un álter ego del autor porque “compartían la misma sensibilidad, la misma inseguridad, la misma melancólica lujuria”; síntesis que asimismo puede atribuirse al universo entero de Williams, quien dedicó su obra a esos individuos rotos y falibles que se perciben como una desgracia para la entelequia conocida como “el sueño americano”.
Con la distancia histórica su obra puede entenderse como una reflexión moral y sociológica de una sociedad que se balancea constantemente entre el ascenso y la caída, cuya temática centrada en la pulsión sexual se revela como un conflicto intrínseco al ser humano que se debate entre el instinto y el deber ser, en donde el autor ensaya repetidamente el doloroso absurdo de cumplir expectativas que distan de las aspiraciones reales y confronta el dilema de pertenecer a su propia carne o huir como una forma de defensa. Tópicos que pese a la particularidad de su contexto distan de perder importancia en el mundo contemporáneo y sorprenden por el ímpetu con el que su audacia irrumpió en los escenarios a nivel mundial, pertrechando el camino hacia un tipo de teatralidad que definiría estéticamente no solo al teatro norteamericano, como lo demuestra la influencia que tuvo en la generación de Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández, Sergio Magaña y Jorge Ibargüengoitia, quienes se vieron profundamente impactados con el montaje de Un tranvía llamado deseo que dirigió Seki Sano en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México en 1948.
Tras este suceso, Williams experimenta el ascenso meteórico de su carrera, siendo contratado ya desde el borrador para realizar la versión fílmica de sus obras, que en gran complicidad artística con el director Elia Kazan han logrado mantenerse como clásicos de la pantalla. En su momento de gloria el capital que representaba Williams estaba también nutrido por la expectativa vigorosa de un público arrebatado por ese intrépido abordaje de temas tabú que se presentaban bajo un clima de puritanismo y doble moral. Ningún autor goza de su fama, pero ante el inevitable descenso que esta conlleva, ningún otro autor es sentenciado con el mismo rigor. Williams rápidamente descubre que no hay nada más peligroso que la condena que trae consigo el éxito al limitar las expectativas a todo trabajo pasado y aniquilar esa intuición primera que dota a las obras de su particularidad. Su relación con los críticos se deteriora severamente y pasa del aplauso a ser un mero objeto de burla, pronunciando fracaso en todo nuevo intento, así como sentencias perjudiciales y absurdas sobre la vida personal del autor a través de sus personajes femeninos al señalarlos como un subproducto de su sexualidad, hombres travestidos en la piel de una mujer, remedos de una supuesta aspiración inalcanzable. Aseveraciones que ostentan una falta de respeto y una evidente ignorancia ante la proeza de la construcción dramática de Williams, que incluso fallida posee cualidades muy difíciles de lograr, como esa condensación en el cifrado de sus diálogos –mezcla de acción, autoconciencia, cultura vernácula y poesía– que logran un universo suspendido entre la experiencia y la imaginación, mundo paralelo que parece retratar pesadillas e infiernos penosamente conocidos.
El autor vive este clima adverso y sucumbe ante los señalamientos y el ridículo mal intencionado al alcoholismo y la depresión, las curas absurdas, los intentos fallidos, la falta de productores interesados en sus obras, pero nada de esto lo aleja de la escritura. “No poseía su vida hasta verla por escrito”, asevera Gore Vidal en el prólogo a sus cuentos reunidos. En ese sentido se puede afirmar que Williams estuvo “en control” hasta poco antes de su muerte, ya que su último estreno fue en 1982, un año antes de su fatídico atragantamiento con la tapa de un envase de gotas oftálmicas al intentar abrirlo. Algunos dicen que dicho evento es ficticio y su cuerpo simplemente se rindió ante el prolongado abuso de drogas y alcohol, pero también se sabe que con Tennessee Williams hay que dimensionar todo para estar a digna altura de su mito.
Hoy en día el recuerdo y la veneración por su valentía personal y artística se mantienen, independientemente de un aniversario o conmemoración. Gracias a la cantidad de materiales alrededor de su vida y creación, como la extensa y entretenida biografía de John Lahr Tennessee Williams. El errático desvarío de la carne (Losada, 2018), se puede advertir el desdoblamiento imaginario en el que el autor logra el estatuto de personaje. Afortunadamente en esos teatros imaginarios que permite la lectura no pasa mucho tiempo en el que uno se vea sorprendido por la música de sus diálogos, la crudeza temperada de sus escenas o el encanto cotidiano y profundo de su poesía. ~
es dramaturga, docente y crítica de teatro. Actualmente pertenece al Sistema Nacional de Creadores-Fonca.