Todavía un hogar al que regresar. Guerra de Ucrania, año II

Ahora que la guerra de Rusia contra Ucrania ha entrado en su noveno año, y la guerra a gran escala en el segundo, me considero afortunada: todavía tengo un hogar al que regresar.
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Mi ciudad natal, en el oeste de Ucrania, solía ser uno de mis lugares felices. Me encantaba el ritual de volver: coger un tren nocturno después de que mi equipo enviara nuestra revista a la imprenta en Kiev, dormir toda la noche mientras el tren me llevaba a través del país, andar luego hasta casa por la mañana temprano, cuando la ciudad aún dormía. En los días siguientes, me paseaba por el centro de la ciudad, con las villas de los intelectuales del siglo XX, tomaba un café con vistas a una plaza con un parque infantil y me encontraba en ese sistema de coordenadas del pasado (con sus recuerdos de la infancia y adolescencia), el presente (donde te tomas las cosas con calma) y el futuro (trabajar para construir un país mejor) que me hacía sentir completa. Otro lugar feliz: un tren podría llevarme a cualquier parte de Ucrania para experimentar lo deteriorado y lo reconstruido, lo soviético y lo moderno, lo rural y lo urbano, lo similar y lo diferente.

Ahora que la guerra de Rusia contra Ucrania ha entrado en su noveno año, y la guerra a gran escala en el segundo, me considero afortunada: todavía tengo un hogar al que regresar, ninguno de mis familiares ha muerto y mi ciudad natal sigue prácticamente igual. Sin embargo, hay una diferencia. En un banco del centro de la ciudad, un hombre de unos sesenta años cuenta a una mujer cómo escapó de Bajmut con sus hijos mientras disparaban a su coche. Me siento aliviada cuando oigo que lograron salir, aunque no conozco al hombre. Añade que perdieron tres de sus cuatro casas familiares en esa ciudad por los bombardeos rusos. Media hora más tarde, me encuentro con él en una tienda de fotocopias y el dependiente le entrega una fotografía de un hombre de unos veinte años. Está enmarcada para colocarla sobre una tumba. El hombre la coge y empieza a sollozar. Cuando suena la alarma antiaérea, el parque infantil se queda vacío y en silencio, mientras los padres se dispersan con sus hijos. Cuando vuelvo del centro de la ciudad, la carretera está llena de velas. Eso significa que un soldado caído acaba de ser conducido hasta aquí en su último viaje a casa y los lugareños hacen cola para rendirle homenaje. Las velas están casi quemadas, lo que significa que el soldado probablemente ya ha llegado a casa de sus padres o de sus hijos, o de ambos.

Hay muchas estimaciones sobre lo que Rusia ha robado a Ucrania. No menciono el elemento más importante –las personas muertas, heridas, obligadas a huir o deportadas– porque el recuento dista mucho de estar completo. Esta campaña de robo es mucho más grave que los inodoros, electrodomésticos, piezas de automóvil y ropa interior que generan memes y que los soldados rusos robaron de los hogares ucranianos. Según estimaciones del gobierno ucraniano, la agresión rusa ha provocado pérdidas por valor de 700.000 millones de dólares a principios de 2023. Rusia robó 530 millones de dólares de cereales del territorio ucraniano que ocupó a principios del otoño de 2022. También minó e incendió campos, bombardeó cosechadoras y bloqueó las exportaciones de cereales de Ucrania. Robó casi 15.000 obras de arte, artefactos y objetos de valor de museos y colecciones solo en la provincia de Jersón.

Existen definiciones para los crímenes y crímenes de guerra de Rusia en Ucrania, desde el crimen de agresión hasta el ataque a infraestructuras civiles, pasando por la tortura, los asesinatos indiscriminados, la destrucción y apropiación extensiva de bienes, las deportaciones ilegales y mucho más.

Sin embargo, no hay forma de medir o definir cómo Rusia roba la felicidad a los ucranianos. Hay manifestaciones extremas, como que un misil mate a toda tu familia o que tu hijo muera como soldado o que reciba un misil en el área de maternidad del hospital mientras tú tienes que seguir viviendo (yo misma, que soy madre de una niña pequeña, siento una profunda desesperación solo de pensar en la posibilidad de una pérdida así). Otras manifestaciones son menos evidentes: tu sistema de coordenadas se modifica violentamente y de una manera sádicamente absurda. Rusia ha robado el pasado a innumerables ucranianos de Crimea, Mariúpol o las ciudades industriales del Donbás. Ha robado el presente a innumerables ucranianos más: mis amigas con hijos pequeños dicen que no pueden experimentar plenamente la felicidad de la maternidad porque al mismo tiempo los misiles de Rusia matan bebés en los hospitales y niños en las calles. Está robando el futuro: mientras escribo esto, calles de toda Ucrania son rebautizadas con los nombres de los héroes de nuestro tiempo –mis contemporáneos, a menudo una década más jóvenes que yo– que han muerto defendiendo Ucrania. Ser testigo en directo de cómo surge un panteón de héroes es una experiencia de enorme magnitud… y es una tragedia.

La felicidad es intangible. Tampoco se puede expresar con palabras porque es una categoría subjetiva. Sin embargo, la infelicidad es muy tangible. Es como vivir dentro de una pesadilla, con su pegajosa sensación de penumbra y de no poder salir. Cuando estás dentro de una pesadilla, no sabes si puedes despertar, ni cuándo lo harás. Luego viene el alivio de despertar. Desde el 24 de febrero de 2022, despertarse cada día –o cada noche– es como entrar en una pesadilla, y el sueño es el único pequeño descanso de ella. De nuevo, me considero afortunada porque puedo dormir. Una vecina de mi ciudad lo ha pasado mal: su hijo está en primera línea y ella está preocupadísima todo el tiempo.

Para muchos ucranianos, hacer frente a esta realidad de felicidad robada implica centrarse en el día a día en lugar de pensar a largo plazo, aunque la inmensa mayoría anhela la victoria más que nada. Para algunos, esta concentración en las acciones les permite agarrarse a una sensación de normalidad. Para otros, significa luchar, ser voluntario veinticuatro horas al día, siete días a la semana, o hacer donaciones al ejército o a la población civil. A veces releo El poder de los sin poder, de Vaclav Havel, un ejemplo del triunfo del ser humano y del humanismo sobre el totalitarismo, y de cómo ese triunfo parecía inimaginable.

“Sé feliz, cuando sea y donde sea que estés”, escribió una amiga en un cuaderno que me regaló cuando dejé mi revista y me mudé de Kiev a Londres por trabajo, hace ya varios años. En la primavera de 2022, me llamó cuando estaba en un supermercado. Mientras la gente elegía hamburguesas para comer, mantuve una breve conversación con ella sobre las botas que teníamos que comprar en Madrid y enviar a Ucrania para los militares, y entonces me contó que estaba esperando para recoger el cuerpo de su hermano mayor caído, un militar, de un depósito de cadáveres al sur de Ucrania. Por entonces el ejército ruso avanzaba en ese sector mientras los ucranianos luchaban desesperadamente por contener a los rusos antes de que empezaran a llegar armas occidentales más eficientes que ayudarían a cambiar las tornas. En una de nuestras numerosas charlas posteriores, cuando los militares ucranianos avanzaban hacia Jersón, me dijo que iba a casa a visitar a sus padres y la tumba de su hermano. Le pregunté cómo se sentía. “Triste”, me dijo. “Esta tristeza desaparece un poco con las noticias de la liberación y la retirada de los rusos, pero nunca desaparece.” ~

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