¿Trabajo sexual o trata de personas?

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La madrugada del 29 de junio de 2013, la Fiscalía Especial para los Delitos de Violencia contra las Mujeres y Trata de Personas hizo un operativo en el bar Cadillac de la colonia Anzures, en la Ciudad de México. Quizás el lector recuerde el escandaloso caso. Hubo cerca de cuarenta detenidos –meseros, edecanes, el personal de seguridad, gerentes–, mientras 46 bailarinas eróticas fueron trasladadas en calidad de víctimas pese a haber dicho que no fueron obligadas a prestar servicios sexuales. Más tarde, ante la comisión local de Derechos Humanos y el juez que conoció el caso, varias de ellas declararon haber sido forzadas, sí, pero por la procuraduría capitalina a acusar a sus compañeros –so pena de ser consideradas cómplices–. Pese a ello, diez trabajadores, hombres y mujeres, fueron sentenciados por el delito de trata de personas. Todos se ampararon.

El amparo llegó a la Primera Sala de la Suprema Corte, que falló en su contra. Aunque los ministros dieron varios argumentos, me concentraré en los dos más importantes. En primer lugar, se resolvió que el artículo 40 de la ley de trata no es ambiguo –como apelaron los acusados– al establecer –sin más– que el consentimiento de la víctima no exime de responsabilidad penal a los tratantes. El artículo, en efecto, no prevé excepciones ni matices, lo que impide que las supuestas víctimas acepten la lesión de este derecho en cualquier circunstancia; todo con el objetivo de proteger su dignidad.

En segundo lugar, los ministros concluyeron que no está dentro de su competencia cuestionar las pruebas y los hechos delictivos del caso, toda vez que los trabajadores pidieron ser absueltos porque la prostitución no quedó demostrada en el Cadillac –además, insistieron, las bailarinas negaron haber sido obligadas a prostituirse.

Es cierto, como señaló la Primera Sala, que el legislador no quiso incluir matices ni excepciones en la cláusula sobre el consentimiento a la hora de tipificar la trata. La exposición de motivos es clara al respecto. Sin embargo, la redacción actual de la ley se debe a los grupos que así cabildearon su emisión en 2007 y su reexpedición en 2012. Son, para pronto, grupos abolicionistas: afirman que la opresión es la única experiencia que tienen y pueden tener las mujeres involucradas en el comercio sexual o erótico y que este es intrínsecamente indigno, por lo que siempre constituye un delito. Me refiero a la Comisión Interamericana de Mujeres de la OEA, al Consejo Consultivo de UNICEF, a las asociaciones Sin Fronteras y CATWLAC y a congresistas como Rosi Orozco. Gracias a ellos, las normas y los programas contra la trata en México tienden al abolicionismo. Así, cuando los ministros consultaron las fuentes nacionales para resolver este amparo, se encontraron con un discurso que no distingue entre el trabajo y la trata.

La realidad de la que hablan los abolicionistas existe: hay mujeres que son víctimas de este delito, pero no es ubicua la dominación absoluta de las mujeres, ni siquiera es frecuente. De ahí que la Primera Sala podría haber reconocido una verdad alternativa: la de las mujeres que afirman, con plena convicción, dedicarse de manera voluntaria al sexo y el erotismo. La Sala podría haber dicho, como lo hace el Protocolo de Palermo (el principal convenio internacional en esta materia), que el consentimiento de la supuesta víctima no se tendrá en cuenta siempre y cuando se pruebe que hubo coacción sobre ella. Con esta interpretación se habría evitado que los jueces sigan ignorando los testimonios de las trabajadoras sexuales. Y es que cuando este tipo de comercio es aceptado como trabajo, no queda claro que se afecte la dignidad de las personas, salvo que consideremos, como hacen los abolicionistas, que dicha actividad es indigna per se.

Peor aún, con su resolución, la Sala confirmó la creencia de que el derecho penal es un medio idóneo para salvaguardar la dignidad de las mujeres de esa industria. Pero quienes confían en el derecho penal se equivocan. Primero, porque no es cierto que todas las mujeres que venden sexo o intercambian prácticas eróticas por dinero sientan que su dignidad se vea comprometida al hacerlo. Segundo, porque el derecho penal no ofrece soluciones reales para las que sí son coaccionadas. Las causas que orillan a las mujeres a aceptar esta coacción son estructurales y el derecho penal, centrado por su naturaleza en la retaliación individual, no tiene la capacidad de erradicarlas.

Finalmente, aunque es cierto, según la jurisprudencia, que los ministros no deben analizar los hechos delictivos, también lo es que no tenían motivos para evadir el estudio de cómo funciona la ley contra la trata. La Corte, así como reconoció la realidad de las personas que son sometidas a “abusos, malos tratos, tortura y otras clases de ofensas” por este delito, también pudo haber atendido la situación de los trabajadores, hombres y mujeres, procesados judicialmente por vivir de la industria sexual o la erótica. Los jueces consideran, de forma sistemática, que estos trabajadores se vuelven tratantes y explotadores al recibir pagos por sus servicios como edecanes, vestuaristas, personal de limpieza, meseros, dj’s, bármanes o guardias de seguridad, pues se considera que se apropian de la plusvalía de las trabajadoras sexuales, sus compañeras. Esta clase de trabajadores constituyen el grueso de los sentenciados por trata sexual, de acuerdo con un informe del Área de Derechos Sexuales y Reproductivos del CIDE, próximo a publicarse. En general, los tribunales no condenan a los criminales de alto perfil que imaginamos al escuchar “trata de personas”. En la campaña penal contra la trata, los peones caen primero y, aparentemente, solo caen ellos. El sistema de justicia penal impacta con mayor fuerza a quienes tienen menos recursos para hacerle frente, y así refuerza otra desigualdad, la de clase. De haber reconocido esta situación, los ministros podrían haber revertido los efectos diferenciados que tiene el derecho penal en los trabajadores de esta industria. Pero no fue así. El lente del abolicionismo impide ver algo que no sea la subyugación de los hombres a las mujeres, a costa, claro, de un derecho más equitativo y justo no solo en términos de clase, sino también de género. ~

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estudia el doctorado en derecho en la Universidad de Harvard y es especialista en trata de personas


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