Trayectoria y riesgo

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Cristina Rivera Garza

Había mucha neblina o humo o no sé qué

Ciudad de México, Literatura Random House, 2016, 246 pp.

 

Algunas de las frases de Juan Rulfo, muchos de los pasajes de sus cuentos, otros tantos personajes de su novela, han sido punto de partida de escritos que, siendo en sentido estricto míos, son también de otro.

Cristina Rivera Garza

La historia de la crítica literaria da cuenta de cómo se ha reivindicado o invalidado, a lo largo del tiempo, la apetencia de los lectores por rastrear los vestigios de la existencia material del llamado escritor empírico –ese sujeto con una vida civil verificable en actas de nacimiento o defunción, bienes muebles e inmuebles, fotos, testimonios y demás– para penetrar en el sentido de su obra. En cierto momento del desarrollo de la teoría se llegó a pretender, en una candorosa apuesta por el cientificismo, que la vida de quien escribe no era relevante para la comprensión de su escritura. También hubo tiempos en que se creyó que la escena primigenia o las relaciones de producción eran todo lo que se necesitaba para comprender –cualquier cosa que esto signifique– la obra de arte literaria.

Ya Borges dijo que la “inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético”. Hay que dar su debido énfasis a ese quizá. Pero a pesar de la banalidad de los esquemas y de las limitaciones del logos, es lícito acercarse a la obra maestra de todos los modos posibles, y asumir los riesgos del caso.

En el último tercio de 2016, meses antes del centenario del natalicio de Juan Rulfo, se publicó Había mucha neblina o humo o no sé qué, un texto híbrido de Cristina Rivera Garza donde rastrea los pasos del escritor por Oaxaca, imagina y narra historias derivadas de los personajes y las situaciones del cosmos rulfiano y aborda, entre otros asuntos, la vida laboral del autor de Pedro Páramo. La última parte del libro se reproduce también en mixe.

La autora, quien ha ganado dos veces el Premio Internacional Sor Juana de la fil y es doctora honoris causa por la Universidad de Houston, refiere datos que inducen a interrogarse sobre la postura ética de quien, según fuentes documentales y testimonios varios, trabajó al servicio de un expolio sistematizado: el que la Comisión del Papaloapan, obra del régimen alemanista, ejerció en contra de las comunidades indígenas de la zona sur de nuestro país.

Rivera Garza hace énfasis en lo que Rulfo contestó –un tanto exasperado– durante una entrevista sobre su proceso creativo la vez que recibió el premio Príncipe de Asturias: “Lo que pasa es que yo trabajo”, y expone las durezas de su lucha por la supervivencia. Así, lo que se va configurando en esta compilación de fragmentos de muy diversas cataduras, intenciones y extensiones, es primero la persona de un estoico vendedor de llantas de la Goodrich-Euzkadi, y después la de un cumplido empleado federal que registra con su cámara fotográfica –artista visual tan sorprendente como el narrador– lo que la industrialización va devastando.

Rivera Garza indaga sobre el sentido del día a día del artista: “caminar sobre dagas. Recibir dinero de una industria que detestaba como inhumana y dañina, o recibir dinero del Estado mexicano y, al menos a través del cme, de acuerdo con Patrick Iber, de Estados Unidos”.

Y es que según Iber, refiere la autora, la cia financiaba al Centro Mexicano de Escritores.

Este cajón de sastre, sin embargo, no se limita a asuntos de este tipo. En él caben materiales de muchas clases. Son tributos, escarceos fruto del amor confeso y posesivo de la autora por su objeto de estudio y devoción: es su Rulfo. Lo declara tal cual: “El mío, mi Rulfo mío de mí.” Como “La más mía”, la madre de sus poemas tempranos.

Este es, entonces, “un personalísimo homenaje”, según reza el cintillo del volumen; tan legítimo en sus apetencias, limitaciones y vislumbres como el que más; una recopilación de materiales que revela lo que es evidente al revisar su trayectoria: que la autora es una persona de su tiempo.

Es así como Rivera Garza comparte su acecho a un autor cuya obra es, en última instancia, refractaria a las interpretaciones. “Nadie ha logrado, hasta ahora, destejer el arco iris”, nos alerta Borges citando a Keats en unas cuantas líneas –de humildad y devoción conmovedoras– de su espléndido y breve prólogo a Pedro Páramo.

Pero nada obliga a cancelar el deseo de destejerlo, y es así que la escritora echa mano de herramientas múltiples para habilitar su viaje alrededor de Rulfo, poniéndose a sí misma en riesgo al poner en juego sus destrezas.

“Tengo que confesarlo ya –explica–: mi relación con Juan Rulfo es una de las más sagradas que existen sobre la tierra: una lectora y un texto. Nada más; nada menos. […] Este es, luego entonces y sin duda, un Rulfo mío de mí. ¿Con qué derecho lo hago mío? Me lo he preguntado tantas veces en relación con lo que vivo y leo y escribo. Y me lo respondo ahora, apropiada o inapropiadamente, con las palabras de otro: con el derecho que me da el cuidado que he puesto en y por su mundo.”

¿Y por qué no, después de todo? Lo hizo Susana Pagano en Y si yo fuera Susana San Juan…; lo hizo René Avilés Fabila en Borges y yo; lo hizo María Eugenia Merino con Carson McCullers en Carson y yo en Nueva York, y ahí está El Aleph engordado de Pablo Katchadjian. Ejercicios de apropiación, homenajes y pretextos; tomas de posición sobre el oficio literario, comparten con la propuesta de Rivera Garza los riesgos, las ventajas y las desventajas de vincular sus nombres con los de quienes vendrían a ser sus paradigmas.

Que el libro muestre algunas erratas no es difícil de corregir en ediciones subsecuentes. Si esas ediciones llegan, dependerá de su resonancia en los lectores. Entre tanto, es legítima la apuesta; puede hacerla quien cuenta con una trayectoria tan amplia y una voluntad tan grande de arriesgarse y experimentar. ~

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