El revolucionario viaje de 360 grados de Bad Bunny

Vitoreado por fans, críticos musicales y académicos anticolonialistas, Bad Bunny ha pasado a convertirse en el nuevo emblema de la resistencia latinoamericana. No obstante, vista de cerca, su rebeldía parece ser solo una cara más de cierta demagogia victimista.
AÑADIR A FAVORITOS
Please login to bookmark Close

Cuando se publica Debí tirar más fotos, el 5 de enero de este año, la respuesta crítica y comercial al disco del músico puertorriqueño Bad Bunny es predecible. Rolling Stone, la revista musical gringa por excelencia, le da su mejor calificación: clásico atemporal. Otras, como Pitchfork y la británica New Musical Express,también hablan maravillas, casi siempre con los mismos argumentos y sintagmas: intervención cultural, meditación sobre la identidad, audacia frente al autoritarismo trumpista y “carta de amor” a Puerto Rico, cuya riquísima herencia musical el intérprete recoge, reversiona, licua y ofrece al mundo actualizada con ritmos urbanos. El norte se ha quedado atónito ante el arrojo y la originalidad del Caribe y acude al enésimo show de rebeldía latinoamericana, encarnada en un músico que contempla enternecido a su isla y pretende salvarla de la vorágine de la gentrificación y el neocolonialismo.

Así, para la crítica musical anglófona, el dembow de Benito Martínez Ocasio no tiene desperdicio. Masterizado en Atlanta por Colin Leonard –uno de esos casi anónimos magos del pop que amasa decenas de millones y trabaja con estrellas musicales ubicuas–, producido por seis nombres distintos, el disco es, en sus más de 62 minutos, un despliegue formidable de intérpretes contratados, tradiciones caribeñas explosivas y tecnología musical de punta. Esto último, sobre todo: tecnología. Porque detrás de las intervenciones –o samplings– que el disco toma prestadas de canciones tradicionales caribeñas, hay un arsenal de utilería electrónica que deslíe la idea habitual de canción, de modo que cada tema resulta una línea interminable de cortes abruptos, sonidos inesperados, silencios en medio de la continuidad armónica y líneas melódicas insospechadas. Ni el Ok Computer se atrevió a tanto, quieren pensar.

La inversión se paga: el disco avanza al primerísimo lugar de la Billboard y el número de escuchas en las plataformas de música acumula ceros hasta volverse cifra impronunciable. El músico se desviste y aparece en gigantografías de Gucci, Calvin Klein y Adidas. A finales de septiembre se anuncia –lloriqueos de supremacistas blancos mediante– que cantará en el siguiente Super Bowl, lo que, en pocas palabras, constituye el reconocimiento de la industria del entretenimiento no tanto al valor de la música como al músculo de la marca. Pero la cosa no queda ahí. La vena política de Debí tirar más fotos busca sus réditos por cuenta propia y, sin hacerle ascos al consumo industrial, grita su mensaje, con formas e inquietudes propias de estos tiempos.

Y aquí sucede lo asombroso. La máquina de facturar consigue un vitoreo cultural ensordecedor. Bad Bunny como la reencarnación de Eugenio María de Hostos, José Martí, José Enrique Rodó y –algo, no poco– el Che Guevara. Loyola Marymount, Wellesley, Emory y Yale ofrecen cursos sobre el puertorriqueño, sobre sus ritmos, sus letras y la América Latina periférica. Las palabras son siempre las mismas: identidad, resistencia, política –en plural, en inglés–, estética –ibid.

Pero tal vez nada de esto sea tan sorprendente. Tal vez se explique el fervor progresista latinoamericano y latinoamericanista –ya dentro de Estados Unidos como fuera– con la consideración de que, bajo la proyección en sordina del nuevo prodigio que pone a medio mundo a bailar, fluyen sutiles y efectivos dispositivos de legitimación intelectual que todavía no tienen la menor aduana crítica. Bad Bunny ofrece un recital de más de media hora en el famoso Tiny Desk de la radio pública estadounidense, que incluye un incómodo momento en que admite no saber el nombre completo de uno de sus músicos. Habla de su origen humilde y de su linaje de familia trabajadora. Incorpora ritmos bellísimos y casi olvidados. Sus canciones se acompañan de imágenes de un sapito dulcísimo: el Concho, paradigma de la depredación ambiental en Puerto Rico y nuevo epítome de la –otra vez– resistencia boricua ante la avalancha de dólares y olvido que le impone el vasallaje.

Así, la ya archisabida tropicalización del redentor político latinoamericano se robustece y disemina gracias a una masificación que opera en el plano de los índices de ventas, las marcas globales de alta gama y las pantallas enceguecedoras de varias ciudades globales. Y si esto seduce a la masa, la élite letrada se encandila con la sofisticación que brinda su calculada espontaneidad, valga el oxímoron: la que otorga el aire de improvisación de su Tiny Desk, la de sus melancólicas lamentaciones ante la gentrificación y el agringamiento de la isla, la de las imágenes adánicas del cortometraje que sucedió al lanzamiento del disco, donde un apacible jubilado habla con un Concho, malvive la turistificación de su patria y rememora la pureza del tiempo ido.

No hay pierde posible. Después de aparecer como mafioso galante en la nueva película de Darren Aronofsky, el cantante pronuncia una respuesta estratégica ante la actual espiral política norteamericana, que incluye un mesurado regaño a las monstruosas redadas en las principales ciudades estadounidenses. A cambio, 31 fechas en San Juan de Puerto Rico, y otras más en Ciudad de México, Medellín, Lima, Buenos Aires, São Paulo, San José y Santiago, además de estadios en Europa, Japón y Oceanía. La globalidad –que no la universalidad– de América Latina vuelve a su ruta amiga: la de contraerse hasta recurrir al tópico inocuo de la identidad, del virtuoso oprimido y sin agencia para contestar, y a la agenda del tribalismo y la patria de postal. Ciertamente, con precios no muy latinoamericanos.

A reserva de que Bad Bunny implemente una mínima política de contención ambiental para paliar la contaminación causada por decenas de naves itinerantes con equipos para coliseos, o que retribuya a los millones que se quedaron fuera del show por sus precios, su celebrado disco no propone precisamente un nuevo esquema cultural para decodificar América Latina. Al contrario: lo que descubre es una efectiva neutralización del sustrato crítico latinoamericano, que hoy ofrece canales frescos y amistosos a través de una aceptación irreflexiva de un buenismo progresista estadounidense. La buena onda del rebelde coyuntural, acaso.

A corto y mediano plazo, su grabación son aguas que van a dar al mismo mar: el de la formación de inmensas cantidades de dinero, resultantes de la venta de un atlas musical que cubre en una hora casi doscientos años de tradición musical republicana. Así –tanto da–, el show de Ricky Martin o Shakira es el de Bad Bunny, aunque este se haya salpimentado con el glosario ya inerme de los estudios culturales: palabras descafeinadas que se vuelven carne de plan de curso. Venias para que los supuestos gestos de protesta y rebeldía sean celebrados. Tan factibles, tan tolerados, que automáticamente adquieren la textura del barniz para biempensantes. A estas horas, lamentarse por la gentrificación o cargar una bandera por las calles del circuito financiero incontenible que es América es más una diferenciación de consumo que una crítica razonada o punzante.

Debí tirar más fotos es un muestrario exprésde latinoamericanismo de aeropuerto, que incluye tópicos de antiamericanismo tan ajados de viejos. Y el cantante –su figura–, una remozada estampa de Benetton. Al modo de Karol G, al modo de cualquier otro rimador que se pasea por alguna playa mostrando joyazas, mujeres improbables y actitud de traficante. Si la libertad sexual es un tópico tan recurrido que resulta perezoso, el dibujo que en el disco se crea de las mujeres lo es aún más: o decepcionan o excitan o incitan a la fiesta. A veces –pocas– provocan amor.

Lo que sí resulta llamativo es la vigencia del tutelaje, aunque este haya tomado formas menos explícitas o veredas que admiten la estetización del gesto de inconformidad. Da igual. Se enraíza en la homogeneización del oído musical y la esquematización de la complejidad latinoamericana. En la ternura de la miseria cotidiana y en el cantar impresionista de los paisajes arrebatados –Rubén Blades tuvo mejor suerte con esa demagogia en su disco Mundo–. En ese maniqueísmo jingoísta, que elabora menos un victimario que una víctima plana, sin humanidad, nunca corresponsable de la miseria que celebra. Tanta es la rebeldía, tal la voluntad de subversión planificada, que el huracán del consumo que parece interpelar Bad Bunny termina dándole un giro de 360 grados, y lo deja parado allí, en el mismo lugar donde jugó a ser el nuevo insurgente. ~


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: