Visión acrítica

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La exposición México 1900-1950: Diego Rivera, Frida Kahlo, José Clemente Orozco, and the avant-garde que se exhibe actualmente en el Dallas Museum of Art, es la misma que albergó el Grand Palais en París hasta enero del presente año. Originalmente, la exposición fue el producto de un esfuerzo de los gobiernos mexicano y francés por organizar la muestra más importante de arte mexicano en Francia desde 1953. La exposición propone una mirada amplia sobre la evolución de las artes visuales en México durante la primera mitad del siglo XX. Sus principales aciertos han sido incluir una visión de la pintura académica que antecedió al movimiento muralista (los primeros cuadros datan de la última parte del siglo XIX); mostrar la transición entre la pintura académica y la pintura revolucionaria, tomando en cuenta el peso de la influencia europea, en particular del cubismo, y norteamericana; finalmente, ofrecer un panorama general de las corrientes que se desarrollaron al margen de la pintura oficial hasta 1950, terminando con el surrealismo. La exposición está salpicada por obras de autores contemporáneos –Gabriel Orozco, entre ellos– sin relación aparente con el resto de las obras presentadas.

A pesar de que la exposición pretende explicar y no solamente exaltar la pintura revolucionaria, como tradicionalmente ha sucedido en las exposiciones internacionales, su eje rector sigue siendo el despliegue del nacionalismo revolucionario. Es innegable que la Revolución mexicana (1910-1917) representó un parteaguas en la vida política, social, económica e ideológica de México. Con rapidez el grupo de revolucionarios en el poder alentó la mo- dernización económica y buscó establecer un nuevo marco político e institucional, lo cual generó un proceso de movilidad social que favoreció la ampliación de una clase media predominantemente urbana con acceso a la educación y al empleo, así como la formación de una nueva burguesía que desplazó a la oligarquía porfiriana. En el marco de este impulso modernizador, la estrategia de los gobiernos revolucionarios fue encuadrar a los grupos medios y populares en confederaciones agrarias, sindicatos, cooperativas y ligas, así como en un partido oficial que subordinó a la mayor parte de las fuerzas políticas al aparato estatal. Estas iniciativas alimentaron una cultura política de tipo clientelar que dio lugar a que el partido oficial obtuviera de manera ininterrumpida los cargos de elección popular.

Uno de los principales problemas de la exposición es no explicitar la naturaleza de la institucionalización política dentro de la cual se inscribió la aparición y el desarrollo de la pintura revolucionaria. Habría sido deseable señalar, por ejemplo, que ante el fenómeno revolucionario la postura de Rivera, de Orozco y de Siqueiros fue totalmente diferente. Rivera enalteció el nacionalismo revolucionario a través de una visión idílica en la que se anudaron elementos ideológicos que remiten al bolchevismo soviético; Orozco fue uno de sus críticos más inteligentes y acérrimos, denunciando su crueldad, su demagogia y sus excesos; Siqueiros ideologizó la Revolución, confundiéndola con lo que había sucedido en la Unión Soviética. Es notorio, y grave, que el título de la exposición deje fuera a Siqueiros e introduzca a Frida Kahlo a la par de Rivera, otorgando el tercer lugar a Orozco.

Un segundo problema de la exposición es presentar de manera acrítica el desgastado discurso del mestizaje como crisol de una nueva realidad política y social, reiterado en las obras incluidas en las secciones más importantes de la exposición; es decir, aquellas que no fungen ni como el antecedente ni como el contexto en el cual surge y evoluciona la pintura revolucionaria. La exposición no da cuenta de que el discurso visual acerca de un mestizaje racial dominado por lo indígena tuvo una función política, presentándose desde el poder como el principal mecanismo de cohesión y de nivelación social. Asimismo, está ausente una reflexión crítica acerca de la construcción de una supuesta esencia de “lo mexicano” que la pintura revolucionaria elaboró amalgamando elementos de la cultura popular del siglo XIX con la revaloración de la herencia prehispánica. La sensación que deja la falta de análisis de estos puntos fundamentales es si el sentido de la exposición es meramente decorativo.

La visión acrítica acerca de una construcción de “lo mexicano” se refleja también en los materiales cinematográficos que se muestran en grandes pantallas a lo largo de las salas. En ellas alternan charros, música ranchera, balaceras, sombreros, mujeres sometidas a machos a caballo, así como la nostalgia de un mundo rural desaparecido. ¿Fungen estos estereotipos y mitos, que definitivamente han dejado de tener vigencia, como una “ambientación” a la presentación de las obras? ¿O bien se trata de reforzar una cierta imagen de lo nacional –la imagen oficial– ante un público extranjero contagiado de fridomanía y deseoso de identificarse con una forma de exotismo? ¿Qué vínculo podría establecerse entre estas imágenes y la violencia actual?

En suma, sorprende que la curaduría de la exposición no enfatizara más las tensiones existentes entre la pintura revolucionaria y el proceso revolucionario; desde tiempo atrás, estas tensiones fueron objeto de una reflexión importante que circuló tanto en México como en Francia y Estados Unidos. En una entrevista para la televisión francesa a fines de los años setenta, revisada y ampliada por el autor a mediados de los años ochenta, Octavio Paz profundizó en la reflexión crítica acerca de las contradicciones que marcaron la relación entre el movimiento muralista y el Estado posrevolucionario. Después de 1924, dice Paz, el muralismo se convirtió en un arte ideológico: a partir de este momento “su arte no fue popular sino didáctico; no expresaba al pueblo, se proponía adoctrinarlo”. 

((Octavio Paz, “Re/visiones: la pintura mural” (1978), en Obras completas 7, Los privilegios de la vista II. Arte de México, Fondo de Cultura Económica/Círculo de Lectores, México, 1994, pp. 188-227 (p. 211). Véase también “Los muralistas a primera vista” (1950), ibidem, pp. 183-187.
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Para Paz, el Estado revolucionario requería que el muralismo elaborara una suerte de legitimación política y cultural, obligando a los pintores a actuar en dos dimensiones que eran incompatibles. Por una parte, en tanto que constructores de un arte revolucionario conectado con las aspiraciones populares; por otra, en tanto que representantes de un arte oficial que legitimaba un sistema político que combinaba aspiraciones modernizadoras y métodos autoritarios. Además, los muralistas trabajaron a partir de una propuesta de interpretación marxista en un país en donde no existía ni un gran proletariado ni un movimiento socialista significativo, y en el que más bien estaba configurándose un nuevo orden político de corte populista dominado por los intereses de la burocracia gobernante. Paz sugiere que el gobierno aceptó que los artistas pintaran en los muros oficiales una versión pseudomarxista de la historia de México, en blanco y negro, porque esa pintura contribuía a dar a los regímenes posrevolucionarios una fisonomía progresista y revolucionaria.

A partir de la lectura de los textos de Paz surge la pregunta de si la exposición México 1900-1950: Diego Rivera, Frida Kahlo, José Clemente Orozco, and the avant-garde busca dotar de una fisonomía progresista, o bien de un aura de “renacimiento”, al régimen priista actual. Teniendo como tela de fondo la imagen de la obra Río Juchitán (1953-1956) de Diego Rivera, 

((El mural Río Juchitán fue el último pintado por Rivera y rebasa el horizonte temporal marcado por la exposición. No se trata de una obra pública, sino de una decoración para el jardín de la casa en Cuernavaca del cineasta Santiago Reachi.
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la edición francesa del catálogo promueve efectivamente la bella y optimista imagen de un México en proceso de cambio y de democratización a partir del inicio del siglo XX: “El arte moderno mexicano se alimenta de corrientes profundas: la tradición secular, la revolución de 1910 y la conquista de la democracia, el contacto con los movimientos vanguardistas europeos y con Estados Unidos. Estos elementos conjugan la densidad de la emoción, el poderío de la representación, el sentimiento onírico y la autenticidad.” 

((Catalogue de l’exposition Mexique des Renaissances 1900-1950. Diego Rivera, Frida Kahlo, José Clemente Orozco et les avant-gardes. Éditions du Grand Palais, París, 2016, p. 352 (traducción de B. Urías).
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El hecho de que la exposición se presente, después de París, en Dallas puede interpretarse como un esfuerzo por redimensionar la presencia mexicana en la era Trump. Habría sido deseable que este valioso esfuerzo hubiera incorporado elementos críticos y estuviera sustentado en un anclaje histórico más sólido. ~

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