Elif Batuman
La idiota
Traducción de Marta Rebón
Barcelona, Literatura Random House, 2019, 470 pp.
En 2015 a Elif Batuman (Nueva York, 1977) le concedieron una beca para ir a la Toscana a escribir. Ya había publicado Los poseídos. Aventuras con libros rusos y las personas que los leen (Seix Barral, 2011) y en ese momento tenía que terminar una novela, para la que tenía ya un contrato firmado, sobre una mujer más o menos de su edad. Entonces se dio cuenta de que en el texto se acumulaban los flashbacks para explicar el presente del personaje y decidió rescatar un libro que había escrito quince años antes, cuando tenía veintitrés, sobre su experiencia como estudiante recién llegada a la universidad de Harvard. De ese rescate y su reescritura salió La idiota.
La protagonista se llama Selin, tiene dieciocho años y es estadounidense de origen turco (como Batuman). Sabe que es escritora, al margen de que escriba o no. Y está muy perdida. De hecho, se amolda con facilidad al título de la novela (que es un homenaje a Dostoievski, como en el caso de Los poseídos). A menudo se tienen ganas de agarrarla por las orejas y gritarle “¡espabila!”. Es torpe, inexperta, no sabe cómo actuar: es una chica joven buscando su lugar en el mundo, o intentando entenderlo. “La idiota” se transforma en un apelativo cariñoso y compasivo, y la novela en un retrato –a veces tierno, a veces hilarante, a veces desesperante– de la adolescencia. De hecho, la novela se abre con una cita de A la sombra de las muchachas en flor, de Proust: “Casi no hay un gesto que hiciéramos entonces que no hayamos deseado abolir, pero lo que deberíamos, al contrario, lamentar es haber perdido la espontaneidad que nos movía a hacerlos.” A veces se tiene la sensación de que no ocurre nada. Y es que a menudo no ocurre nada. El ritmo narrativo responde a lo que Batuman dijo en una entrevista en New Yorker: “cuando somos jóvenes, es como si la narrativa de la vida estuviera distribuida de manera asimétrica. Algunos periodos de tiempo son muy intensos, mientras que otros parecen estáticos”.
La narración se divide en dos partes. La primera abarca el primer curso académico. Selin conoce a sus compañeras de habitación y va a clase de arte, de filosofía del lenguaje, de lingüística y de ruso. Ahí conoce a Ivan, un chico húngaro estudiante de matemáticas unos años mayor que ella. Con él iniciará una relación epistolar adaptada a la era digital (estamos en 1995 y el correo electrónico es un medio de comunicación incipiente) en la que demuestra su desconocimiento sobre el amor. También se hace amiga de Svetlana, una serbia obsesionada con el psicoanálisis que suele contar sus extravagantes sueños y que le da no pocas vueltas a cuándo tendrá su primera experiencia sexual.
La segunda parte de la novela transcurre durante el verano. Selin primero viaja a París con Svetlana. Luego pasa unas semanas en Hungría, siguiendo la sugerencia de Ivan de que participe en un programa para enseñar inglés en un pueblo. En realidad le está siguiendo a él, que estará también en ese país y a quien cree que conseguirá descifrar si aprende húngaro y la cultura de allí. Después va a Turquía a ver a su familia.
Reflexiones sobre las palabras, el lenguaje y las lenguas atraviesan toda la novela. Selin considera que la teoría de Sapir-Whorf es correcta, que “idiomas diferentes te llevan a pensar en cosas diferentes” (es lo que le ocurre a ella, que es bilingüe). Disfruta estudiando equivalencias entre el turco y el ruso o el húngaro. Y no le importa admitir que podría pasarse horas observando una única palabra.
Pero La idiota refleja también las barreras que puede levantar la lengua. Por ejemplo, el libro que leen en clase de ruso a veces resulta demasiado artificial porque el texto tiene que adaptarse a la gramática que saben los alumnos. Durante el curso académico, Selin, como voluntaria, enseña inglés como lengua extranjera y se encuentra ante la dificultad de que un fontanero dominicano pronuncie correctamente the paper is white: después de veinte minutos, se resigna a aceptar “papel is blonk”. Y, por mucho que se esfuerce, nunca logra comprender del todo a Ivan, por un lado porque él no es angloparlante nativo, pero también porque los dos se enmascaran tras un discurso demasiado metafórico y a menudo tedioso (en realidad, evasivo).
Esta novela es también una reflexión sobre la relación entre los libros y la realidad: Selin es una gran lectora, sobre todo de los autores rusos, y compara su experiencia en Hungría con Guerra y paz, porque no para de conocer personas con nombres extraños a quienes “tenías que prestar atención durante un rato, aunque luego no te los volvieras a encontrar en el libro”. Y también sobre narrar y vivir: Selin sostiene que experimentamos nuestra vida como una narración.
En La idiota hay lugar también para una risa imprevista y sincera, no solo porque las situaciones puedan ser graciosas en sí mismas, sino porque la protagonista cuenta con un sentido del humor sorprendente. A veces nace de la inocencia, como cuando cree comprender por qué la gente bebe al ir a bailar en grupo. Le hace pensar en los años de parvulario, cuando había que formar un círculo y dar palmas, “y se me ocurrió que quizá la razón de sentirse de aquel modo en la guardería era porque hubo que pasar por todo aquello sobrio”. Otras veces es un humor ácido: “Un cuadro mostraba a una familia con sonrisas vivaces; mentalmente lo titulé: Ahora nos haremos trizas unos a otros.”
Cuando están en París visitando museos, Svetlana se identifica con una madonna del siglo XV, mientras Selin lo hace con el aparador de Le buffet de Vauvenargues, de Picasso. Su amiga le replica que eso no puede ser, que una persona es dinámica y cambiante, no es un mueble. Ella le responde que “el aparador también estaba sujeto a cambios constantes. […] que su existencia precedía a su esencia”. La idiota es una novela sobre una adolescente en busca de su esencia. Quizá, también sobre una chica que aún tiene que descubrir que con la vida hay que hacer algo más que narrarla. ~
Es editora y miembro de la redacción de Letras Libres.