Volver a jugar a los piratas

Leer esta novela, divertida y absorbente, también es volver a jugar a los piratas, a ser niño y a que no cueste creer que lo inverosímil es posible.
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En 2015 la revista Orlando esplorazioni llevaba como título Futuri venerati maestri, resultado de una encuesta en la que se preguntaba qué autores italianos de entre cincuenta y setenta años estarían, en el futuro, dentro del canon literario. El primer puesto lo ocupaba Michele Mari (Milán, 1955), que por entonces había publicado más de veinte obras de diferentes géneros: novela, relato, poesía, ensayo e incluso cómic, uno de los cuales es una adaptación de El vizconde demediado de Calvino (la hizo de adolescente y luego la recuperó). Desde entonces ha publicado varios libros más. Al español solo se habían traducido Todo el hierro de la Torre Eiffel (Seix Barral, 2005), un juego literario ambientado en el París de los años treinta en el que participan Walter Benjamin, Marc Bloch y Erich Auerbach, y Rojo Floyd (La Bestia Equilátera, 2013), sobre la banda Pink Floyd. La editorial Muñeca Infinita acaba de publicar la novela Verdigrís, originalmente de 2007 y que también ha sido traducida al inglés este año.

Michelino, el narrador-protagonista, tiene trece años y está pasando el verano, una vez más, con sus abuelos en Nasca (Lombardía), cerca del lago Mayor. En la casa trabaja un guardés llamado Felice que tiene una relación especial con él y al que apoda el Hombre del Verdigrís, una sustancia conocida también con el nombre de cardenillo que tiene propiedades venenosas. En las primeras páginas del libro hay una descripción de cómo lo prepara ante la mirada fascinada de Michelino, que cuando ve al hombre ataviado para rociarlo sobre el huerto piensa en uno de los buzos del Nautilus. Poco antes se ha descrito cómo Felice mata una babosa, cortándola en dos con una azada, y cómo después el cadáver se cubre de hormigas, “pequeños seres [que] como la tripulación del Pequod [se entregan] al procesamiento del cetáceo”. Pero Felice no es un capitán Ahab, sino todo lo contrario: es informe, en su boca no hay casi dientes y tiene una conjuntivitis crónica que apenas le permite abrir los ojos y también una enorme cicatriz en la cara, adornada con un antojo violáceo; es alcohólico y casi analfabeto. El Hombre del Verdigrís parece inmune al veneno, así que tiene que ser un monstruo, concluye Michelino, “y ser amado por un monstruo es la mejor de las protecciones contra el horrible mundo”.

En apenas cinco páginas, Michele Mari ya ha puesto sobre el tablero varios de los elementos que caracterizan la novela. Y también gran parte de su obra: en una entrevista, habló de su impresión “de haber escrito siempre el mismo libro, de no haber contado con la libertad de hacer otra cosa”, de que maneja cuatro o cinco núcleos temáticos (entre los cuales estaría la infancia) que cada vez trata de una manera diferente, “a veces más directamente en clave autobiográfica, a veces de modo más encubierto”. En este caso, ha reconocido que Michelino es un alter ego suyo.

La trama se desencadena con la constatación de que Felice está perdiendo la memoria, momento en que el niño se erige en su asistente personal (“¿ha habido alguna vez algo más irresistible que un monstruo pidiéndote ayuda?”). Con estrategias mnemotécnicas intenta que no se olvide ni de su propio nombre, y durante el proceso los dos empiezan a desenterrar también el pasado, lo que provoca que vayan emergiendo misterios que, en manos de un crío y de un desmemoriado delirante, empujan el libro hacia el género fantástico al tiempo que hacia la novela histórica. Porque hay una oscura bodega que esconde secretos, muertos que hablan y dobles (otro de los temas recurrentes en la narrativa de Mari), pero también hay una familia de rusos zaristas, los anteriores dueños de la casa, que huyeron de los bolcheviques, partisanos vengadores y cadáveres de soldados franceses –la novela no solo aborda el tema de la identidad, sino también, más soterradamente, el de la memoria individual y colectiva–. Así, Verdigrís se ajusta a la definición de lo fantástico que hiciera Todorov, ese lapso de tiempo en el que uno tiene que decantarse por una entre dos opciones: o el acontecimiento inexplicable no es más que una ilusión, y por lo tanto el mundo sigue su curso según sus leyes de siempre, o el acontecimiento inexplicable ha sucedido de verdad y entonces hay que poner todo patas arriba. En esa duda permanente se desarrolla esta emocionante novela, y el lector se deja llevar sin ofrecer resistencia, disfruta con la picardía de Michelino y se contagia de su imaginación, dejando que, junto a los personajes, le lleven “a una dimensión donde la lógica, la experiencia, la cronología y las leyes físicas [dejan] de tener valor”.

Hay que dedicar unas líneas a la traducción de Carlos Gumpert (quien ha traducido, entre otros, a Levi, Calvino, Tabucchi o Baricco), que es magnífica. El habla de Felice, un garrulo que está perdiendo la memoria y que habla en dialecto, se convierte en una mezcla de español e italiano salpicada de arcaísmos y habla de pueblo, lo que permite mantener los juegos de palabras y que resulte algo difícil de comprender pero sin imposibilitar entenderle. Una muestra:

–Cuando nosotros cascam, ellos l’escuch to…

–Felice, ¿sabes lo que creo? Que esos seres solo existen en tu cabeza…

–Pusibel, parque son ellos que manducan los me recuerds…

–Y también donde está el baño, ¿se lo han comido ellos?

–Tambié; cuan se ponen a da la lata…

Otra de las características de la obra de Mari es la impronta de la literatura de aventuras, que se añade a la fantástica, la gótica, la de terror. Él se ha reconocido heredero de Stevenson y de su idea de que escribir es como volver a jugar a los piratas; también ha reconocido practicar el “vampirismo literario”. En Verdigrís comparecen a cara descubierta, además del autor de La isla del tesoro, Lovecraft, E. T. A. Hoffman, Poe, Jean Paul o Verne; también Lewis Carroll y Borges; y Steinbeck (a quien Mari ha traducido, así como a Wells o a Orwell). Leer esta novela, divertida y absorbente, también es volver a jugar a los piratas, a ser niño y a que no cueste creer que lo inverosímil es posible. ~

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Es editora y miembro de la redacción de Letras Libres.


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