El 22 de diciembre de 1849, un grupo de activistas radicales fue sacado de sus celdas de la Fortaleza de Pedro y Pablo de Petersburgo, donde habían sido interrogados durante ocho meses. Fueron trasladados a la plaza Semenovsky y allí escucharon sus sentencias de muerte por fusilamiento. Se les entregaron largas blusas blancas de campesino y gorros de dormir –sus mortajas funerarias– y se les ofreció la extremaunción. Los tres primeros prisioneros fueron agarrados por los brazos y atados a un poste. Uno de ellos se negó a que le vendaran los ojos y miró desafiante a las armas que le apuntaban. En el último momento, los soldados bajaron las armas cuando un mensajero llegó al galope con un decreto imperial que sustituía sus penas de muerte por reclusión en un campo de prisioneros en Siberia, seguida de una etapa de servicio militar en el ejército. Este rescate a última hora, de hecho, estaba previsto de antemano y formaba parte del castigo, un aspecto de la vida pública que los rusos entienden especialmente bien.
Según los relatos del suceso, de los jóvenes que soportaron esta terrible prueba a uno se le volvió el pelo blanco, un segundo se volvió loco y nunca recuperó la cordura y el tercero, cuyo bicentenario de nacimiento celebramos en 2021, acabó escribiendo Crimen y castigo.
El simulacro de ejecución y los años en la cárcel de Siberia –que figuran en su novela Recuerdos de la casa de los muertos (1860)– cambiaron a Dostoievski para siempre. Su romanticismo naíf y lleno de esperanzas desapareció. Se volvió mucho más religioso. El sadismo de los prisioneros y de los guardias le enseñó que la visión optimista que tenían de la naturaleza humana los defensores del utilitarismo, el liberalismo y el socialismo era absurda. Los seres humanos reales no tenían nada que ver con lo que promovían estas filosofías.
A la gente no solo le interesa el pan –o lo que estos filósofos llamaban la “maximización del beneficio”–. Todas las ideologías utópicas presuponen que la naturaleza humana es fundamentalmente buena y simple: el mal y la complejidad son el resultado de un orden social corrupto. Acaba con las carencias y acabarás con la delincuencia. Para muchos intelectuales, la propia ciencia había demostrado estas afirmaciones e indicaba el camino hacia el mejor de los mundos posibles. Dostoievski rechazó todas estas ideas, que consideraba un dañino sinsentido. “Está claro, y es inteligible hasta la obviedad”, escribió en una reseña de Anna Karénina de Tolstói, “que el mal reside más profundamente en los seres humanos de lo que suponen nuestros médicos sociales; que ninguna estructura social eliminará el mal; que el alma humana seguirá siendo como siempre ha sido […] y, finalmente, que las leyes del alma humana son todavía tan poco conocidas, resultan tan recónditas y misteriosas para la ciencia, que no hay ni puede haber ni médicos ni jueces finales”, excepto el propio Dios.
Los personajes de Dostoievski asombran por su complejidad. Su comportamiento, imprevisible pero creíble, nos muestra experiencias que están fuera del alcance de las teorías “científicas”. Apreciamos que las personas, lejos de maximizar su propio beneficio, a veces se convierten deliberadamente en víctimas para, por ejemplo, sentirse moralmente superiores. En Los hermanos Karamázov (1880), el padre Zósima se da cuenta de que puede ser muy agradable sentirse ofendido, y Fiódor Pávlovich responde que incluso puede ser algo distinguido.
De hecho, la gente se daña a sí misma por muchas razones. Se meten el dedo en las heridas y obtienen un curioso placer al hacerlo. Se humillan deliberadamente. Para su propia sorpresa, tienen impulsos, surgidos de resentimientos reprimidos durante años, que les hacen provocar escenas escandalosas o cometer crímenes horribles. A Freud le gustaba especialmente la exploración de Dostoievski de la dinámica de la culpa. Pero ni Freud ni la mayoría de los lectores occidentales han comprendido que Dostoievski pretendía que sus descripciones de la complejidad humana transmitieran lecciones políticas. Si la gente es tan sorprendente, tan “indefinida y misteriosa”, entonces los ingenieros sociales están destinados a causar más mal que bien.
El narrador de Recuerdos de la casa de los muertos describe cómo los prisioneros, sin razón aparente, hacen a veces cosas tremendamente autodestructivas. Atacar a un guardia, aunque saben que el castigo –recibir una paliza de miles de golpes– puede ser fatal. ¿Por qué? La respuesta es que en la esencia de lo humano está la posibilidad de la sorpresa. El comportamiento de los objetos materiales puede explicarse plenamente mediante leyes naturales, y para los materialistas, si no todavía, también pasará lo mismo con las personas en un futuro próximo. Pero las personas no son objetos materiales, y harán cualquier cosa, por muy autodestructiva que sea, para demostrar que no lo son.
El objetivo de la prisión, tal y como la vivió Dostoievski, es restringir la capacidad de las personas para tomar sus propias decisiones. Sin embargo, es la capacidad de elección lo que nos hace humanos. Esos prisioneros arremeten contra sus carceleros como consecuencia de su deseo inmanente de tener voluntad propia, y ese deseo es, en última instancia, más importante que su propio bienestar e incluso que su propia vida.
El narrador sin nombre de la novella de Dostoievski de 1864 Memorias del subsuelo (normalmente llamado “el hombre del subsuelo”) insiste en que la aspiración de las ciencias sociales de descubrir las leyes de hierro del comportamiento humano amenaza con reducir a las personas a “teclas de piano o pedales de un órgano”. Si esas leyes existen, si “algún día descubren realmente una fórmula para todos nuestros deseos y caprichos”, razona, entonces cada persona se dará cuenta de que “todo se hace según las leyes de la naturaleza”. En cuanto se descubran esas leyes, las personas dejarán de ser responsables de sus actos. Es más
todas las acciones humanas serán entonces, por supuesto, tabuladas según estas leyes, matemáticamente, como tablas de logaritmos hasta 108,000 […] se publicarían ciertas obras edificantes como los actuales léxicos enciclopédicos, en las que todo estará tan claramente calculado y designado que no habrá más […] aventuras en el mundo […] Entonces se edificará un vasto palacio de cristal [la utopía].
No habrá más aventuras porque las aventuras implican suspenso, y el suspenso implica encontrarse en situaciones cruciales: dependiendo de lo que uno haga, es posible más de un resultado. Pero para un determinista, las leyes de la naturaleza garantizan que en un momento dado solo puede ocurrir una cosa. El suspenso es solo una ilusión como consecuencia de nuestra ignorancia sobre lo que acabará ocurriendo.
Si es así, todas las agonías que produce una elección son inútiles. También lo son la culpa y el arrepentimiento, ya que ambas emociones dependen de la posibilidad de haber actuado de otra manera. Experimentamos lo que debemos experimentar, pero no logramos nada. Como expresó Tolstói en Guerra y paz: “Si aceptamos que la vida humana puede ser gobernada [exhaustivamente] por la razón, entonces se destruye la posibilidad de la vida.”
La visión supuestamente “científica” de la humanidad convierte a las personas en objetos –claramente las deshumaniza– y no existe mayor insulto. “Toda mi vida me he sentido ofendido por las leyes de la naturaleza”, observa irónicamente el hombre del subsuelo, y concluye que las personas se rebelarán contra cualquier negación de su humanidad. Se sentirán “despechadas”, como él dice, “solo porque sí”, sin ninguna razón excepto para demostrar que pueden actuar en contra de sus propios intereses y en contra de lo que predicen las llamadas leyes de la psicología humana.
“Me llaman psicólogo; pero no es verdad”, escribió Dostoievski. “Soy simplemente un realista en el sentido más elevado, es decir, retrato todas las profundidades del alma humana.” Dostoievski negaba ser psicólogo porque, a diferencia de los profesionales de esta disciplina, reconocía que las personas son verdaderos agentes, que toman decisiones reales de las que se tienen que responsabilizar.
Por muy minuciosamente que se describan las fuerzas psicológicas o sociológicas que actúan sobre una persona, siempre queda algo fuera, un “excedente de humanidad”, como dijo el filósofo Mijaíl Bajtín parafraseando a Dostoievski. Apreciamos ese excedente, “el hombre que hay en el hombre”, como lo llamó Dostoievski, y lo defenderemos a toda costa.
Un fragmento de Memorias del subsuelo se asemeja a las novelas distópicas modernas, obras como Nosotros (1920-21) de Yevgeny Zamyatin o Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, donde los héroes se rebelan contra una felicidad garantizada. Quieren ser dueños de sus propias vidas. Coloca al ser humano en una utopía, dice el hombre del subsuelo, e ideará formas de “destrucción y caos”, cometerá acciones perversas y, si tiene la oportunidad, retrocederá a un mundo de sufrimiento. En resumen, “todo el trabajo del hombre parece consistir realmente en nada más que probarse a sí mismo continuamente que es un hombre y no el pedal de un órgano. Puede ser a costa de su piel; pero ha conseguido demostrarlo”.
En un ensayo supuestamente dedicado a la manía rusa de las sesiones de espiritismo y la comunicación con los demonios, Dostoievski aborda la objeción escéptica de que, puesto que estos diablos podrían demostrar fácilmente su existencia dándonos algunos fabulosos inventos, entonces es imposible que existan. Son solo un fraude perpetrado contra los crédulos. Dostoievski replica, con un poco de humor, que este argumento fracasa porque los demonios (es decir, si hay demonios) prevén el odio que la gente acabará sintiendo hacia la utopía resultante y hacia los demonios que la han hecho posible.
La gente vería de pronto que ya no tiene vida, que no tiene libertad de espíritu, ni voluntad, ni personalidad […] vería que su imagen humana ha desaparecido […] que sus vidas han sido arrebatadas en aras del pan, de las “piedras convertidas en pan”. La gente se daría cuenta de que no hay felicidad en la inactividad, que la mente que no trabaja se marchita, que no es posible amar al prójimo sin darle una parte del sacrificio de tu trabajo […] y que la felicidad no reside en la propia felicidad sino simplemente en el intento de alcanzarla.
Sin duda, al principio la gente estaría extasiada porque, “como sueñan nuestros socialistas”, todas las necesidades estarían satisfechas, el “ambiente [social] corruptor, que antes era la fuente de todos los defectos”, habría desaparecido, y no habría nada más que desear. Pero en una generación
O, como observa el hombre del subsuelo, los ingenieros sociales imaginan un mundo “completado”, un producto acabado perfecto. De hecho, ya existe “un asombroso edificio de ese tipo”: “el hormiguero”. El hormiguero se convirtió en la imagen favorita de Dostoievski para describir el socialismo.
Lo humano, en contraposición a lo que solo tiene forma, requiere no solo el producto, sino el proceso. El esfuerzo solo tiene valor cuando se puede fallar, mientras que las elecciones solo importan si el mundo es vulnerable y depende en parte de que hagamos una cosa en lugar de otra. Las hormigas en cambio no eligen. “Con el hormiguero comenzó la respetable raza de las hormigas y con el hormiguero probablemente terminará, algo que dice mucho sobre su perseverancia y seriedad. Pero el hombre es una criatura frívola y tal vez, como a un jugador de ajedrez, solo le gusta el proceso del juego, no su resultado en sí mismo.”
Tal vez, razona el hombre del subsuelo, “la única meta en la tierra hacia la que se esfuerza la humanidad se encuentra en el proceso incesante de aspirar o, en otras palabras, se encuentra en la vida misma, y no particularmente en la meta que, por supuesto, debe ser siempre ‘dos por dos son cuatro’, es decir, una fórmula, y, al fin y al cabo, dos por dos son cuatro ya no es la vida, señores, sino que es el comienzo de la muerte”. Cuando se multiplica dos por dos el resultado es siempre el mismo: no hay suspenso, ni incertidumbre, ni sorpresa. No hay que esperar a ver qué sacan esta vez esos dígitos multiplicadores. Si la vida es así, no tiene sentido. En un paroxismo de ingenio furioso, el hombre del subsuelo concluye célebremente:
Decir que dos y dos son cuatro me parece simplemente una insolencia. Dos y dos son cuatro es un señorito con los brazos en jarras impidiéndote el paso y escupiendo. Admito que dos y dos son cuatro es una cosa excelente, pero, si somos justos, dos y dos son cinco es también algo con mucho encanto…
Bajo un espíritu similar, un personaje de la novela de Dostoievski El idiota (1869) señala: “Oh, no te quepa duda de que Colón no fue feliz cuando descubrió América, sino mientras la descubría. Lo que importa es la vida, nada más que la vida: el proceso de descubrimiento, el proceso eterno y perpetuo, y no el descubrimiento en sí mismo.”
Las personas están siempre en proceso de construcción o, como expresó Bajtín, están “incompletas”. Conservan la capacidad de “volver falsa cualquier definición externalizadora y finalista de ellas. Mientras una persona está viva, vive por el hecho de que aún no está finalizada, de que aún no ha pronunciado su última palabra”.
La ética exige que tratemos a las personas como personas, no como objetos, y eso significa que debemos tratarlas como seres capaces de sorprendernos. Nunca hay que estar demasiado seguro de los demás, ni colectiva ni individualmente. En Los hermanos Karamázov, Aliosha le explica a Lise que el empobrecido y humillado capitán Snegiryov, que por orgullo ha rechazado una gran suma de dinero que le han ofrecido, sin duda la aceptará si se la vuelven a ofrecer. Como ya ha salvado su dignidad humana, seguramente aceptará el regalo que tanto necesita. Lise responde:
Escucha, Alekséi Fiódorovich. ¿No hay en todo nuestro análisis […] no estamos mostrando desprecio por él, por ese pobre hombre, al analizar su alma así, por así decirlo, desde arriba, eh? ¿Al estar tan seguros de que aceptará el dinero?
Dostoievski comprendió no solo nuestra necesidad de libertad, sino también nuestro deseo de librarnos de ella. La libertad tiene un coste terrible, y los movimientos sociales que prometen liberarnos de ella siempre tendrán seguidores. Ese es el tema de las páginas más famosas que escribió, “El Gran Inquisidor”, un capítulo de Karamázov. El intelectual Iván le recita a su santo hermano Aliosha su “poema” oral en prosa para mostrarle sus preocupaciones más profundas.
Ambientada en España durante la Inquisición, la historia comienza con el Gran Inquisidor quemando herejes en un auto de fe. Mientras las llamas perfuman un aire ya rico en laurel y limón, el pueblo, como ovejas, asiste al aterrador espectáculo con una veneración servil. Han pasado quince siglos desde que Jesús prometió volver rápidamente y anhelan alguna señal suya. Entonces, con su infinita piedad, Él decide mostrarse ante ellos. Suavemente, en silencio, se mueve entre ellos, y lo reconocen enseguida. “Ese podría ser uno de los mejores pasajes del poema, me refiero a cómo lo reconocieron a Él”, comenta Iván con irónica autocrítica. ¿Cómo saben que no es un impostor? La respuesta es que cuando uno está en presencia de la bondad divina, es tan hermosa que es imposible dudar.
El Inquisidor también sabe quién es el forastero, y enseguida ordena su detención. ¡El pastor de Cristo es quien manda que lo arresten! ¿Por qué? ¿Y por qué los guardias obedecen y el pueblo no se resiste? La respuesta a estas preguntas la conocemos cuando el Inquisidor visita al Prisionero en su celda y abre su corazón ante él.
A lo largo de la historia de la humanidad, explica el Inquisidor, ha habido un enfrentamiento entre dos visiones de la vida y de la naturaleza humana. Para adaptarse a la época y el lugar, han ido cambiando constantemente de nombre y de dogmas, pero en esencia siempre han sido las mismas. Una visión, que el Inquisidor rechaza, es la de Jesús: el ser humano es libre y la bondad solo tiene sentido cuando se elige libremente. El otro punto de vista, mantenido por el Inquisidor, es que la libertad es una carga insufrible porque conduce a la culpa interminable, al arrepentimiento, la ansiedad y las dudas irresolubles. El objetivo de la vida no es la libertad, sino la felicidad, y para ser feliz la gente debe deshacerse de la libertad y adoptar alguna filosofía que afirme tener todas las respuestas. El tercer hermano de los Karamázov, Dimitri, comenta: “El hombre es ancho, demasiado ancho; ¡yo lo haría más estrecho!”, y el Inquisidor aseguraría la felicidad humana “estrechando” la naturaleza humana.
El catolicismo medieval habla en nombre de Cristo, pero en realidad representa la filosofía del Inquisidor. Por eso el Inquisidor ha detenido a Jesús y pretende quemarlo como el mayor de los herejes. En nuestra época, aclara Dostoievski, la visión de la vida del Inquisidor adopta la forma del socialismo. Como en el catolicismo medieval, la gente renuncia a la libertad por la seguridad y sustituye las agonías de la elección con la satisfacción de la certeza. Al hacerlo, renuncia a su humanidad, pero el trato merece la pena.
Para explicar su posición, el Inquisidor vuelve a contar la historia bíblica de las tres tentaciones de Jesús, una historia que, en su opinión, expresa los problemas esenciales de la existencia humana como solo podría hacerlo una inteligencia divina. ¿Puede imaginarse, pregunta retóricamente, que si esas preguntas se hubieran perdido cualquier grupo de sabios podría haberlas recreado?
En la paráfrasis del Inquisidor, el diablo primero exige:
Quieres ir al mundo […] con alguna promesa de libertad que los hombres en su simplicidad […] no pueden ni siquiera entender, que temen y temen, pues nada ha sido más insoportable para un hombre y una sociedad humana que la libertad. Pero ¿ves estas piedras en este desierto reseco y estéril? Conviértelas en pan, y la humanidad correrá detrás de ti como un rebaño de ovejas.
Jesús responde: “No solo de pan vive el hombre.” Así es, replica el Inquisidor, pero precisamente por eso Jesús tendría que haber aceptado la tentación del diablo. La gente, en efecto, anhela lo significativo, pero nunca está completamente segura de saber distinguir entre lo realmente significativo y falsificaciones. Por eso se persigue a los no creyentes y se conquistan naciones para convertirlas a una fe diferente, como si el acuerdo universal fuera en sí mismo una prueba. Solo hay una cosa de la que nadie puede dudar: del poder material. Cuando experimentamos un gran sufrimiento, eso, al menos, resulta incuestionable. En otras palabras, ¡el atractivo del materialismo es espiritual! La gente lo acepta porque es cierto.
El Inquisidor le reprocha a Jesús que, en lugar de alegrar a la gente quitándole el peso de la libertad, lo que ha conseguido es… ¡aumentarla! “¿Has olvidado que el hombre prefiere la paz, e incluso la muerte, a la libertad de elección siendo consciente de que existen el bien y el mal? Nada es más seductor para el hombre que su libertad de conciencia, pero no hay mayor causa de sufrimiento.” La gente quiere sentirse libre, no serlo, y por eso, razona el Inquisidor, lo correcto es llamar libertad mejorada a la no libertad, como suelen hacer los socialistas.
Para hacer feliz a la gente, hay que desterrar toda duda. La gente no quiere que se le presente información que, como diríamos hoy, contradiga su “relato”. Harán lo que sea para evitar que lleguen a su conocimiento hechos no deseados. La trama de Karamázov, de hecho, gira en torno al deseo de Iván de no admitir para sí mismo que desea la muerte de su padre. Sin permitirse a sí mismo eso, allana el camino hacia el deseado asesinato. No se puede empezar a entender ni a las personas ni a la sociedad si no se comprenden las múltiples formas que existen de lo que podríamos denominar epistemología preventiva.
A continuación, el diablo tienta a Jesús para que demuestre su divinidad arrojándose desde un lugar elevado para que Dios lo salve con un milagro, pero Jesús se niega. La razón, según el Inquisidor, es mostrar que la fe no debe basarse en los milagros. Una vez que uno es testigo de un milagro, queda tan sobrecogido que la duda es imposible, y eso significa que la fe es imposible. Bien entendida, la fe no se parece al conocimiento científico ni a la prueba matemática, y no se parece en nada a la aceptación de las leyes de Newton o del teorema de Pitágoras. Solo es posible en un mundo de incertidumbre, porque solo entonces uno puede elegir libremente.
Por la misma razón, uno debe comportarse moralmente no para ser recompensado, ya sea en este mundo o en el siguiente, sino simplemente porque es lo correcto. Comportarse moralmente para ganar una recompensa celestial transforma la bondad en prudencia, como ahorrar para la jubilación. Sin duda, Jesús hizo milagros, pero si crees en Dios como consecuencia de ellos, entonces –a pesar de lo que dicen muchas iglesias– no eres cristiano.
Al final, el diablo le ofrece a Jesús el imperio del mundo, que este rechaza a pesar de que, según el Inquisidor, debería haberlo aceptado. La única manera de alejar a la gente de la duda, le dice a Jesús, es a través de los milagros, el misterio (tienes simplemente que creer en nosotros, sabemos de lo que hablamos) y la autoridad, algo que podría garantizar un imperio universal. Solo unos pocos individuos fuertes son capaces de ser libres, explica el Inquisidor, así que tu filosofía condena a la miseria a la mayoría de la humanidad. Y así, concluye escalofriantemente el Inquisidor, “hemos corregido tu obra”.
En Los demonios (1871), Dostoievski predice con asombrosa exactitud lo que sería el totalitarismo en la práctica. En Karamázov se pregunta si la idea socialista es buena incluso en la teoría. Los revolucionarios de Los demonios son despreciables, pero el Inquisidor, por el contrario, es alguien totalmente desinteresado. Sabe que irá al infierno por corromper las enseñanzas de Jesús, pero está dispuesto a hacerlo por amor a la humanidad. En resumen, ¡traiciona a Cristo por razones cristianas! De hecho, va más allá que Cristo, que dio su vida terrenal, al sacrificar su vida eterna. Dostoievski agudiza al máximo estas paradojas. Con su inigualable integridad intelectual, retrata al mejor socialista posible, a la vez que esclarece los argumentos a favor del socialismo con mayor profundidad que los verdaderos socialistas.
Aliosha, por fin, exclama: “¡Tu poema es una alabanza a Jesús, no un reproche a él, como pretendías!” Todos los argumentos han venido del Inquisidor, y Jesús no ha pronunciado ni una palabra en respuesta: ¿cómo puede ser eso? Hazte la siguiente pregunta: después de escuchar los argumentos del Inquisidor, ¿elegirías renunciar a toda capacidad de elección a cambio de una garantía de felicidad? ¿Dejarías que sea un sabio sustituto de tus padres quien tome decisiones por ti, permaneciendo para siempre como un niño? ¿O hay algo más elevado que la simple felicidad? Llevo años planteando esta pregunta a mis alumnos, y ninguno ha aceptado el trato del Inquisidor.
Vivimos en un mundo en el que la forma de pensar del Inquisidor resulta cada vez más atractiva. Los científicos sociales y los filósofos asumen que las personas son simplemente objetos materiales complicados, no más capaces de sorprender genuinamente que las leyes de la naturaleza de suspenderse a sí mismas. Los intelectuales, cada vez más seguros de que saben cómo lograr la justicia y hacer felices a las personas, consideran que la libertad de los demás es un obstáculo para el bienestar de la humanidad.
Para Dostoievski, en cambio, la libertad, la responsabilidad y la capacidad de sorprender definen la esencia humana. Esa esencia hace posible todo lo que tiene valor. El alma humana es “tan poco conocida, resulta tan recóndita y misteriosa para la ciencia, que no hay ni puede haber ni médicos ni jueces finales”, solo personas siempre incompletas bajo un Dios que les dio la libertad. ~
Traducción del inglés de Ricardo Dudda.
Publicado originalmente en The New Criterion.
es profesor Lawrence B. Dumas de arte y humanidades en la Northwestern University y coautor junto a Morton Schapiro de Minds wide shut. How the new fundamentalisms divide US (Princeton University Press, 2021)