Paseos académicos I. A los amigos hay que verlos con calma

A diferencia de las exposiciones, las colecciones de los museos viven al ritmo de uno. Son como los libros que uno relee por placer.
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Hace unas semanas pasó por Madrid el crítico de arte Jerry Saltz, lo más parecido a una celebridad que existe en este campo desde que murió el gran Robert Hughes. Saltz había sido invitado por el Museo del Prado, que le abrió sus puertas para que lo recorriera como y cuando quisiera durante tres días. La culminación de su estancia fue una conversación muy animada con Andrea Aguilar en el auditorio del museo, donde el crítico fue fiel al showmanship que suele exhibir en redes sociales.

Durante la charla, Saltz recordaba por momentos a esas estrellas del rock que en medio de un concierto agradecen estar en la mejor ciudad del mundo. Elogió entusiasmado el estilo de vida de Madrid y habló de cómo el Prado, a pesar de sus muchas lagunas, es su museo favorito. (Por cosmopolita que uno sea, casi nadie es totalmente inmune al patrioterismo ocasional; a mí se me activa cuando un extranjero habla bien del Prado.) Creo no arriesgarme si digo que Saltz estaba siendo sincero, al menos en lo que se refería al museo. “Qué suerte tenéis —vino a decirle al público—. Tenéis este museo a vuestra disposición todos los días y podéis permitiros el lujo de pasearos delante de obras maestras sin prestarles atención”.

Lo que me llamó la atención del comentario fue la alusión a la relación de familiaridad que solo los indígenas pueden establecer con los museos. Estaba muy bien traído, porque venía a recordarnos que uno puede visitar museos sin un propósito concreto. Es raro ir a una pinacoteca si no es para ver una exposición temporal, que por su propia caducidad impone cierta sensación de urgencia en el amante del arte, el cual puede llegar a sentirse un poco desasosegado ante la posibilidad de perderse acontecimientos catalogados de imprescindibles o históricos. Es por ello que a veces no le queda más remedio que ir a ver la exposición de la temporada aunque no le apetezca especialmente, aunque el artista al que se le esté dedicando la gran retrospectiva no le despierte demasiadas simpatías, aunque lo deteste.

Por supuesto, contar con una agenda rica en exposiciones temporales es algo a celebrar. Sacuden saludablemente la rutina y permiten acceder a obras de arte que de otro modo uno solo podría conocer a través del triste remedo de las reproducciones. A diferencia de la literatura o el cine, la pintura no puede verse en varios sitios a la vez, y por eso a uno puede alegrarle el día saber que durante un tiempo limitado va a poder ver en Madrid cuadros de Morandi o de Rembrandt. Ni siquiera hace falta que las obras vengan de otros países: el mero hecho de reunir lo disperso es una oportunidad de aprendizaje y disfrute. Véase la exposición reciente de Soledad Sevilla en el Reina Sofía.

El problema, por tanto, no son las exposiciones temporales, sino la sensación de fugacidad que imponen a la contemplación del arte en general, como si tuviera que estar siempre anotada en una agenda. Es casi como adoptar el papel de turista en la ciudad donde uno vive. El que está de paso no tiene más remedio que discriminar y marcarse horarios, y sabe que los cinco minutos de más que le dedica a la sala del Guernica se los está quitando a las Meninas y a los Fusilamientos. En cambio, quien tiene esas obras de arte a menos de una hora en metro puede permitirse el lujo del sosiego.

La contemplación del arte tiene una vertiente intelectual y otra sensible. Con raras excepciones, las exposiciones temporales inciden más en la primera. Al fin y al cabo, se trata en muchos casos de la culminación de un trabajo de investigación del comisario, que trata de ofrecerle un punto de vista novedoso al espectador y ampliar su sensibilidad; de ilustrarlo, en definitiva. Sin embargo, es imprescindible que el amante del arte disponga también de espacios menos tutelados que le permitan un aprendizaje más laxo.

A diferencia de las exposiciones, las colecciones de los museos viven al ritmo de uno. Son como los libros que uno relee por placer. La tranquilidad que da saber que los cuadros que vemos hoy seguirán allí dentro de un año nos permite establecer asociaciones más libres entre las propias obras y entre cosas que hemos visto, leído o escuchado desde nuestra última visita. Es así como el arte deja de ser un bonito ruido de fondo y pasa a formar parte, literalmente, de nuestras vidas. Cuando yo estudiaba en la universidad, la profesora Estrella de Diego insistía a sus alumnos en la necesidad de ir al Prado con frecuencia para “ver a los amigos”. Si a las exposiciones se va a escuchar, a las colecciones se va a conversar. 

Es imposible establecer esta clase de relación íntima con una obra de arte que hemos visto una sola vez, apremiados normalmente por otro espectador que trata de abrirse hueco a nuestro lado de manera educada pero persistente. Otra ventaja del autóctono sobre el turista es que puede visitar museos que el segundo se ve obligado a relegar, si es que llega a saber de su existencia. En Madrid, si hablamos de colecciones arte, el relegado por excelencia es sin duda el museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Raro es escuchar a alguien decir que lo ha visitado, y más raro aún que esa persona no añada: “Estaba vacío”, rematado posiblemente con un “y tienen cosas buenísimas”.

El museo no está ya tan vacío como cuando empecé a visitarlo hace casi diez años, pero la relación entre la calidad de su colección y el número de visitantes sigue estando muy descompensada. Yo acabé allí la primera vez un poco por casualidad, porque me enteré de que custodiaba las planchas originales sobre las que Goya había creado sus series de grabados. Es lo primero que recuerdo: una sala en penumbra con expositores de madera recorriendo las paredes y una sucesión de bancos donde sentarse y observar muy de cerca las planchas de cobre de las que salieron los Caprichos. Desde entonces, y aunque la ordenación de las salas ha variado bastante a lo largo de estos años, he conseguido familiarizarme con su excelente colección y cogerle un gran cariño.

Con su escala modesta, las salas del museo de la Academia se recorren de una manera más relajada que los grandes museos, y la menor afluencia de público facilita la absorción. Sería improbable encontrar alguno de los cuadros que cuelgan de sus paredes incluidos en una lista de las “1001 obras de arte que tienes que ver antes de morir”, pero esto puede ser una gran ventaja. Le permite a uno guiarse por su propia sensibilidad, establecer conexiones imprevistas e ir asentando ese canon íntimo que todos los amantes del arte van elaborando a lo largo de sus vidas.

Ese canon humilde —ese canoncito— es, en última instancia, el único que importa. Por encima de la financiación y la voluntad política, lo que realmente sostiene eso que llamamos “patrimonio artístico” son la suma de amistades que cada espectador individual forja con un puñado de maestros que le hablan desde el pasado.


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