Puro glamour XXIV. Un fin de curso infinito

Las fiestas de fin de curso empezaron hace semanas: funciones de teatro, extrescolares y una fiesta de la espuma bajo la lluvia. Un fin de curso infinito.
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La rave de extraescolares fue el segundo asalto de las celebraciones de fin de curso, el primero fue el estreno de la función de teatro (repitieron aquella larga tarde en el gimnasio, justo después de circo, justo antes de aikido) para la que hice disfraces de policía que fueron graciosamente rechazados. Unas semanas después hubo otra función de teatro, esta de todo el cole, no de la extraescolar: un espectáculo de luz negra en el que participa todo el colegio. Mientras esperábamos a que se hiciera de noche, comimos regalices y resistimos los ataques de mosquitos con repelente. La función tuvo pequeños accidentes que acortaron de manera involuntaria la pieza, sonó “Zorba el griego”, hacían una versión de La caja de Pandora, y la madre y la hermana de mi novio hicieron sonar el timbre de la puerta del colegio a mitad del espectáculo. (Luego, la hermana me dijo que así me daba materia para escribir, que no me quejara.) 

Una semana después, se celebraba la fiesta de fin de curso: se anunciaba un concurso de tentempiés dulce-salado, barra con bebidas no alcohólicas, flashes y patatas fritas, juegos tradicionales, el director poniendo canciones, fiesta de la espuma y madres árabes haciendo tatuajes con henna. Una mañana la presidenta del AMPA trataba de explicarles a las madres árabes por qué no podían cobrar un euro a cada niño. 

La tarde en que estaba prevista la fiesta, después de semanas con amenaza de lluvia sin que llegaran a caer más que unas gotas, estalló la tormenta. Recogí a los niños en el cole y los llevé al dentista (caries, aparato y todo bien), esta vez no me dormí en la sala de espera. Como acabamos antes de lo que esperaba, fuimos a por un helado a mi heladería favorita. Estábamos cruzando el semáforo cuando vi a un amigo de otros tiempos: me he comprado tu libro, lo estoy leyendo y te he reconocido al verte con los tres niños. Iba con su hijo, un niño rubísimo y tímido, habían pasado el año en Texas y el niño no estaba muy contento con la experiencia. Nuestra conversación se acabó cuando mi hija pequeña decidió que ya se había aburrido y se dirigió con una sorprendente convicción al mostrador de la heladería y pidió helado de cherry. Me acordé de Nora Ephron: “si vas al supermercado [heladería] y tropiezas con un tío que te ha rechazado alguna vez [no exactamente], no necesitas esconderte detrás de un expositor de latas de conserva [tampoco podía]”. 

Cuando cruzábamos la plaza del Pilar –me gusta imaginarnos desde arriba, como en ese plano de Los ilusos en la Plaza Mayor de Madrid– empezaron a caer las primeras gotas. Me llamó Barreiros, le dije que íbamos hacia el cole. No sabía si se mantendría la fiesta de la espuma. 

Los niños hicieron cola durante 40 minutos esperando el tatuaje de henna que luego no dejaron secar y se borró inmediatamente. Me hicieron comprarles trozos de bizcochos que luego no se comían. En la pista de futbito se iban formando charcos enormes y los más aventureros se lanzaban con alegría despreocupada. Mi bolso se iba llenando: peonzas de mis hijos, restos de la merienda, restos de bizcochos envueltos en servilletas, un juguete, bragas porque se habían puesto el bikini para prepararse para la fiesta de la espuma, toallas hechas un rebullo y el libro (¡ja!) que tenía que hacer al día siguiente en la radio. Es verdad que había leído unas páginas en la sala de espera del dentista, solo esperaba no perderlo en el cole o que se mojara y se pegaran las páginas. De nuevo, pensé en Nora Ephron: “Esto es para mujeres con bolsos que son un vertedero de caramelos Tic Tac, ibuprofenos perdidos, pintalabios sin funda, bálsamo labial de cosecha desconocida, restos de tabaco (aunque lleven por lo menos diez años sin fumar), tampones que se han salido de la funda, monedas inglesas de un viaje a Londres el pasado mes de octubre, tarjetas de embarque de viajes en avión olvidados hace mucho tiempo, llaves de hotel de a saber cuál, bolígrafos que pierden tinta”. 

Llovía a ratos pero con mucha fuerza. La batucada se hizo en el porche del colegio y pensé que Woody Allen debería haber incluido una en su plasmación del infierno en Desmontando a Harry. Mientras mi hija mayor se dirigía a la fiesta de la espuma, en el otro patio, mi cabreo iba en aumento. Estaba atrapada. Miré a ver si alguno de los charcos (¿lagos?) del patio tomaba la forma de la cara de Nora Ephron. 

Conseguí salir del cole con los tres niños para entrar en el supermercado de al lado y comprar algo de cena. Cuando estábamos a punto de llegar al puente de Hierro, comenzó a llover de nuevo con fuerza. Dimos la vuelta y nos refugiamos en el toldo de un bar con encanto de la ribera. En cuanto dejó de llover, fuimos rápido de nuevo hacia el puente. Los niños contaban los segundos de distancia entre el relámpago y el trueno. Quedaban tres días de cole. 

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