Para un periodista, lo primero que llama la atención de Cuba es el silencio. No me refiero al silencio de la gente. Los cubanos son todo menos callados: en privado discuten, preguntan, cantan y seducen con la misma avidez que tienen los niños cuando comienzan a descubrir el mundo.
Más que una isla, Cuba es una burbuja. En México, el murmullo constante de la noticia nos persigue. El griterío de los medios de comunicación, las redes sociales, las manifestaciones y las protestas nos cubre aunque no queramos. Ese coro no existe en Cuba. Las televisiones en las casas y los restaurantes están sintonizadas a la emisora estatal, que repite historias de hace años, partidos de béisbol de días atrás o los noticieros oficiales, que tienen mucho de lo segundo y poco de lo primero. La radio es lo mismo, con el refugio no menor de la música. El Internet existe, pero solo en algunos puntos “WiFi” de la ciudad –parques, escalinatas afuera de hoteles o cines – hasta donde llegan cientos de cubanos cada día a conectarse después de comprar tarjetas que duran una hora exacta y cuestan el equivalente a dos dólares (un cubano gana, en promedio, entre doce y quince dólares al mes). Una hora de mundo a cambio de 15% del sueldo mensual. De ahí en fuera, solo la burbuja.
Los cubanos escapan del silencio a través del arte de la conversación. Nunca he comenzado más pláticas espontáneas como en las calles de La Habana. En privado y en confianza, los cubanos quieren hablar de su vida en la isla. En mi experiencia, miran a su país y su circunstancia con una honestidad admirable. Aquilatan lo que hay que aquilatar y lamentan lo mucho que hay que lamentar. Para un mexicano, tan acostumbrado a la letanía de mitos sobre Cuba, nada mejor que escuchar.
Eso hice con “Alberto” (me pidió expresamente que no reprodujera su nombre cuando le dije que estaba grabando la conversación), un taxista amable y lúcido con el que tuve la oportunidad de charlar cerca de una hora en los alrededores de La Habana.
Alberto reconoce, antes que nada, que la educación y los servicios de salud en Cuba son gratuitos y, a pesar de sus considerables dificultades y carencias, dignos de reconocimiento. A pesar de las instalaciones insalubres y empobrecidas de muchos “policlínicos”, de la pobre calidad de los alimentos en los centros de salud o de la insatisfacción de muchos médicos (de los que no se han ido de la isla), en Cuba “te enfermas y te operan”, me dice Alberto. Aunque los niños estudien sofocados por el calor en planteles antiguos (que visité) y los maestros reciban sueldos y pensiones miserables los niños en Cuba se educan. Pero las buenas noticias terminan ahí. A cambio de los servicios gratuitos de salud y educación, los cubanos han sido sometidos por décadas a lo que Alberto define como “un aguante, una resistencia horrible”. El precio ha sido no solo la libertad sino todas las libertades.
En el mejor de los casos, los cubanos sobreviven. El Estado garantiza una canasta básica mensual que incluye un par de kilos de arroz, frijol, azúcar y pollo. Para los niños hay dos kilos de leche en polvo al mes. La carne de puerco, la única accesible para un cubano promedio, es casi un lujo: una libra cuesta el equivalente a dos dólares. A eso hay que sumar el costo del gas, agua y, de manera crucial, la luz. “No sé ni cómo describir lo que cuesta la luz”, se lamenta Alberto. Dice tener dos unidades de aire acondicionado y pagar al mes el equivalente a cuarenta dólares. Le pregunto cómo lo consigue con su sueldo de taxista. Confiesa tener otro trabajo, en una empresa de distribución. “Tener aire acondicionado es un lujazo”, me dice. “Yo trabajo solo para tenerlo porque aquí por la noche no hay quien pueda dormir sin él. Si no me cree, vaya a la Habana Vieja”. Al día siguiente, en un recorrido pausado por la (bellísima pero decrépita) Habana Vieja, pude ver gente durmiendo en el piso de su casa, con el cuerpo pegado a las baldosas, para evitar el bochorno de julio. No tenían la fortuna de Alberto.
Cuba no es libre y tampoco me pareció optimista. “Las cosas aquí no han mejorado para nada. Cuando yo ya no vea huecos en las calles, ese día voy a creer que las cosas están cambiando. O cuando vea carne en la carnicería”. Y es que la lista de carencias que enfrentan los cubanos es solo menor a la de las prohibiciones. La cumbre del absurdo tiene que ver con las vacas. “En este país”, me dice Alberto, “las vacas son sagradas”. Bromea, pero solo levemente. Ocurre que la carne de res es un bien tan escaso y tan caro (un kilo puede costar más de la mitad del sueldo mensual de un cubano), que la gente comenzó a matar por su cuenta al ganado. El gobierno respondió criminalizando la matanza del ganado bovino. “Las vacas que hay son del Estado. Puedes tener tu vaca y aprovechar la leche”, me explica Alberto, “pero si la matas puedes ir a la cárcel veinte años, el doble de lo que te echan si matas a una persona”. Y eso no es todo: si algún cubano desafortunado sufre el hurto de su vaca también puede enfrentar penas severas. De ahí que mucha gente duerma con la vaca “sagrada” dentro de casa. “La vaca termina siendo una maldición”, dice Alberto. No puedo evitar reír. Le digo que todo lo que me cuenta sería cómico si no fuera trágico. Alberto no le encuentra la gracia. “Yo siempre he dicho que el socialismo en el papel es muy bonito”, me dice. “En la realidad es una mierda”.
Antes de despedirme le pregunto si Cuba es un país libre. “Eso dicen ellos”, me responde. ¿Ellos?, le digo. “Sí, claro. Ellos. Los Rodríguez. Los Rodríguez tienen que decir eso”, me dice. ¿Los Rodríguez? “Aprenda usted eso”, me advierte casi a manera de despedida: “para no decir los Castro, les decimos los Rodríguez. Es que uno nunca sabe con quién está hablando. Aquí todo es complicado. Hay que cuidarse para todo. Aquí vas preso por cualquier cosa. En Cuba lo que no es prohibido es obligado”. El temor y la amenaza de la mano dura es cuestión cotidiana. Casi desde su origen, “los Rodríguez” han gobernado la isla desde la garantía de la represión autoritaria. Y eso explica, por ejemplo, la seguridad en Cuba, otro supuesto “logro” del castrismo. Es un orden conseguido desde el castigo, no desde la libertad. El escarmiento ante cualquier falta es inmediato y terrible. Y la justicia, a juicio de Alberto, es solo un decir. “Una mera acusación te hace perder la vida”, me explica. “Pierdes trabajo, pierdes el carro. Lo pierdes todo.” Y eso sin siquiera pensar en pisar la cárcel, donde las condiciones precarias de la sociedad cubana se multiplican hasta lo indecible. “En los países de afuera, uno es inocente hasta que se demuestre lo contrario. En Cuba, uno es culpable hasta que la suerte diga otra cosa”. ¿Vives con miedo?, quiero saber. “Aquí todos y todo el tiempo vivimos con miedo”, me responde.
Como el de varios otros cubanos con los que conversé en La Habana, el sueño de Alberto es tener la libertad de disentir, de opinar, de organizarse política y socialmente y, sobre todo, de prosperar. “Mi ilusión el día de mañana es poder trabajar y que el salario me dé para comprar lo que yo quiera, como en otras partes del mundo. Tener una casa propia y darme un festín diario si para ello trabajé”, me dice. A diferencia de los miles y miles de cubanos que se han ido de la isla, Alberto no quiere partir jamás. Quiere una nueva Cuba sin tener que irse de Cuba. “Yo de aquí no me voy ni muerto”, me dice emocionado. “Lo que quiero es tener posibilidades en mi país. Pero sé que es difícil”. Los cubanos, dice, son como niños esperando que sus padres cumplan una promesa imposible: “desde hace años nos han dicho que vendrá un futuro mejor, pero parece que nunca va a llegar”. Después hace una pausa larga, como quien se acerca a la última página de un libro. “Pero eso sí”, ironiza” “tenemos sol, playa, educación y salud. ¡Y tenemos a los Rodríguez!”.
Esa, y no otra, es la Cuba que ha construido Fidel Castro. La historia no lo absolverá. Los cubanos, en su momento, tampoco.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.