Un Monterrey borrado

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Luis Felipe Lomelí

Indio borrado

México, Tusquets, 2014, 172 pp.

Indio borrado tiene como protagonista a El Güero, adolescente de un barrio pobre de Monterrey e integrante de una familia con no escasas dificultades (padre violento, madre enfermiza, hermana que, muy joven, ya es madre soltera), quien empieza a trabajar de albañil al tiempo que se integra a una pandilla.

En esta su segunda novela, Luis Felipe Lomelí (Etzatlán, 1975) se ha planteado la utilización del habla regional y urbana por medio de una voz en tercera persona para la que no habría distingos en el registro del español regiomontano, que se lee no solo en los diálogos sino también en buena parte del reporte de las acciones, en una operación que parecería nacer del discurso indirecto libre (“el Tony iba acá, echando rostro en la baica por la calle de doña Esperanza cuando wachó al Koyi en la pendeja caminando frente a la tortillería”). La operación es significativa, por lo que tiene de incorporación, hecha con un oído hospitalario, de las jergas locales. Sin embargo, hay que precisar que esta “lengua regiomontana”, aunque predominante, aparece solo para usos limitados.

La narrativa se finca en capítulos breves (algunos de dos o tres líneas) y, dentro de ellos, la estructura sintáctica abusa en su generalidad de oraciones de extensión mínima, casi produciendo un efecto asmático. Hay, así, una restricción del caudal narrativo, que, analizado con detenimiento, deja ver la constancia de dos funciones: informar, sin un despliegue perceptivo, series de hechos y adjuntar un comentario. Explico: en no pocos episodios, la prosa prescinde de desarrollar una escenificación de lo particular que confiera visibilidad a lo narrado y fortalezca la construcción dramática. Doy un ejemplo: en el capítulo L, la pandilla asalta una casa. La voz informa dos acciones: “Abre. / Entran a la noche bajo la noche.” Después, comenta: “Lo mejor que te puedes encontrar en una casa es dinero en efectivo, luego hay que arrear con las alhajas y los electrónicos; lo demás son baratijas. Y aquí parece que viven estudiantes.” No hay un intento de crear una visión de lo factual, como si el hecho en sí, el atraco realizado esa noche por estos muchachos en concreto, careciera de sustancialidad, de unicidad, y no provocara los sentidos de los participantes. Lo que sigue es tan pobre como un desidioso parte policiaco:

Se dividen.

El Güero y Fede hacia los cuartos.

Froy hacia la cocina y el cuarto de servicio.

Hurgan.

Hay que hacerlo rápido porque estos negocios siempre son de prisa.

En razón de esta tendencia más a lo informativo y al comentario antes que al filón dramático que hay en lo perceptivo, la prosa muestra una débil capacidad para registrar las peculiaridades de los personajes y, así, no se plantea un cometido cuya omisión me parece grave: no da forma a una imagen consistente del Otro. Por ejemplo: en Indio borrado se consigna el interés amoroso del protagonista por una chica de nombre Lina, de quien se mencionan, a la manera de un casi epíteto que resulta abaratado por la reiteración, sus “ojos de gato”. Sin embargo, la novela no desarrolla, en ninguno de los capítulos en que se reporta la presencia de Lina, escenas en las cuales se sugieran, a partir de las acciones, rasgos psicológicos específicos, delineados, de la chica. Lina es –y así pasa con casi todo el resto del elenco– una presencia solo mencionada, jamás caracterizada y, por eso, escasamente visible, uno más de los muchos nombres (y apodos) sin apenas corporeidad.

Así como estos aspectos se desprenden de lo que considero los escatimados usos del discurso narrativo, apresado por una estructura de lo mínimo que más que en la elipsis parece reposar en la omisión, habría que consignar también que en ocasiones la “lengua local” se ve borrada, como si se le considerara inferior o inútil para propósitos de mayor nivel. Cuando Lina decide besar a El Güero, la narración se olvida de recurrir al habla local que acaso congruentemente traduciría la visión del chico para volverse de un lirismo que no niega sus guiños a la cursilería; los efectos del beso en El Güero se refieren así: “La luz. El recorrido del trino tras el ave que procura, y alcanza la boca de su canto. Pluma de colibrí sobre los labios, nerviosa, colibrí de miel. Todos los besos de la historia en el primer beso, el único beso, piélago, Mar de Tetis bordado de corales.” Más que “todos los besos de la historia”, habría sido un gesto de vocación fabuladora más sensible esbozar la naturaleza inmediata que tendría un primer beso entre dos adolescentes con previsibles hormonas.

Además del reporte de las acciones, a lo largo de Indio borrado se incluyen parlamentos que El Güero “escucha”: se trata de las voces de “fantasmas” que lo retan a pertenecer a un linaje regional orgulloso, que lo incitan y llevan a la definición violenta: “Matar –le dicen sus fantasmas–. Matamos al blasfemo y al sátrapa, al bruto, al adorador de la estulticia y de otros dioses.” Este recurso no luce un cariz satírico ni fársico; antes bien, tiene una incidencia clave en la trama y así vuelve al protagonista una marioneta sin voluntad, presa de órdenes ancestrales; las decisiones de El Güero no partirían, pues, de un proceso interior fincado en una historia propia y contingente. Más aun, la repetida inclusión de esos parlamentos borra de la diégesis el concurso de fuerzas sociales y económicas muy concretas y actuales en Monterrey, que se hallarían detrás de la condición de pobreza de El Güero, su familia y sus amigos. Más que “simbolizar” las fuerzas económicas de la ciudad, los fantasmas las ocultan, pues el libro supone la perspectiva de que entre El Güero y la violencia hay una predisposición atávica, que él está compelido a asesinar a su padre e integrarse a una pandilla, para saberse a la altura de un Monterrey legendario, esa “tierra de gigantes”, y no porque viva tan precariamente en una sociedad desigual, explotadora y sin oportunidades de educación e integración. Al reducir las acciones de El Güero a un determinismo fatalista, Indio borrado se advierte desprovisto de los matices y la subversiva ambigüedad de la ficción, esa que expone el devenir incierto de los hechos para, a través de ellos, explorar los motivos y las resoluciones de los personajes en un entorno conflictivo. ~

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(Culiacán, 1976) es crítico literario y autor de la novela 'Cartas ajenas' (Ediciones B, 2011).


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