En 1995, hace ahora exactamente diecisiete años, se publicó en Francia uno de los libros más extraordinarios que existen sobre un asunto ya con un eterno retorno, cine y literatura. Titulado por Christian Janicot –su compilador y prologuista– Anthologie du cinéma invisible, consistía en una selección de cien guiones cinematográficos nunca filmados y en su mayoría escritos, precisamente, para no ser llevados a la pantalla. Janicot, que los rastreó por todo el mundo, encontrando no solo a los grandes nombres sino a artistas también menos consagrados, logró además que el editor Jean Michel Place publicara un volumen de gran formato y casi setecientas páginas de bellísimo (y nada decorativo) diseño con la intención de rendir homenaje al centenario del nacimiento del séptimo arte, que se fija, redondeando fechas debatidas por algunos historiadores, en 1895.
De los cien poetas, novelistas, filósofos o artistas plásticos que Janicot halló y publicó, doy unos cuantos nombres indicativos, para señalar la importancia del libro: Apollinaire, Savinio, Pirandello, Céline, Duchamp, Lorca, Pavese, Sartre, Magritte, Ginsberg, Perec, Zweig, Mandelstam, Fondane, Gómez de la Serna, Döblin, Maiakovski, Klaus Mann, Gertrude Stein, Soyinka, Artaud. Todos ellos, y los que no nombro, tuvieron en algún momento de su vida un sueño fílmico, la escritura de un texto literario pensado para la cámara, sin que hubiera detrás de su sueño un productor, un equipo técnico ni unos actores, aunque alguno de los seleccionados (como Brecht, Brossa o Sartre) sí escribieron, por encargo, guiones de cine –digámoslo así– comercial, para Fritz Lang, Pere Portabella y John Huston, respectivamente. Pero esos guiones no los recoge Janicot, quien propone en su antología el mapa fabuloso de un tesoro que nunca se amasó; las páginas escritas eran las pistas para llegar a él.
Muy distinto es el caso de la película que, con muy buena acogida periodístico-humanitaria y muy pocos espectadores, se ha estrenado recientemente, y que en España lleva por título Esto no es una película (In film nist es su título original). El director Jafar Panahi no sueña el film irrealizado, sino que lo enuncia y lo relata, por razones que merecen toda nuestra simpatía y solidaridad. Como es sabido, el régimen teocrático imperante en la antigua Persia persigue sañudamente no solo a las mujeres y a los disidentes; el cine, por su resonancia, está en el punto de mira de los ayatolás de distinto pelaje que allí se disputan el poder, habiéndose producido la triste paradoja de que en los últimos veinte años los festivales internacionales, las semanas de cine, las cinematecas y las revistas especializadas del mundo libre programan reverencialmente, premian y ponen por las nubes las obras de un plantel de cineastas iraníes, hombres y mujeres, que en su propio país carecen de público y no pueden mostrar, bajo ningún concepto ni formato, sus realizaciones. Este cine, creado en un vacuum y dirigido a la galería occidental, lo financian en gran medida productores europeos, en una iniciativa encomiable, aunque yo, a título personal, exprese aquí la opinión de que los Kiarostami, Makhmalbaf (padre, hijas y esposa, todos metteurs en scène), Neshat, Panahi et alia, están sobrevalorados.
Jafar Panahi fue encarcelado por el régimen del siniestro Ahmadineyad y solo por la presión internacional liberado el 25 de mayo de 2011, tras llevar a cabo una huelga de hambre y haber sido detenidas su mujer y su hija por breve tiempo. Al salir de la cárcel, el gobierno le confinó en su casa bajo arresto domiciliario, del que Panahi, valerosa e imaginativamente, se quiso fugar grabando con el móvil y una pequeña cámara digital, dentro siempre del recinto del piso, el esqueleto (o escaleta) de la siguiente película que pensaba hacer. Como espectador nada entusiasta de los anteriores largometrajes suyos que conozco (El globo blanco y El espejo), no puedo aventurar si esa película imposible, de haberla hecho cumplidamente, me habría gustado. En cualquier caso, lo visto ahora en los cines de Europa, con una breve duración de 75 minutos, resulta a mi juicio de escaso interés.
Panahi, que es sin duda un cineasta avezado, intenta sacar el máximo provecho a sus limitaciones, teniendo en la cabeza (tal vez) el modelo de Hitchcock en dos de sus más notorios títulos, Náufragos (Lifeboat, 1944), que trascurría toda en un bote salvavidas donde se apiñan nueve supervivientes del naufragio de un paquebote, y La soga (Rope, 1948), filmada íntegramente en el decorado interior de un piso de Manhattan y, para rizar aún más el rizo de lo difícil, en siete planos-secuencia. Los resultados no pueden ser más distintos. Desoyendo (en esto) el consejo hitchcockiano, Panahi da cierta relevancia a un perro, el de la vecina recalcitrante, y a una iguana que, por algún motivo inexplicado, la familia Panahi alberga en su casa. También se ven en la televisión, a modo de correlato objetivo, las imágenes de la tragedia nuclear de Fukushima, si bien la mayor parte del metraje se consume en conversaciones telefónicas explicativas y farragosas, sostenidas por el director con su voz monocorde y de apagado timbre. El desenlace del joven estudiante que recoge piso por piso la basura, al principio intrigante, se alarga demasiado, y acaba pesando. Esto no es una película respira cuando en sus últimos planos, tomados desde el portal del edificio, la camarita de Panahi enfoca los disturbios y fuegos que se están produciendo, realmente, en la calle. La vida exterior, borrada a la fuerza por la censura, irrumpe en una película que solo entonces, durante pocos segundos, llega a serlo. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).