Diógenes Laercio nos cuenta la vida de Crisipo, un filósofo estoico que vivió en el siglo tercero antes de Cristo. Escribía mucho y le gustaba tanto citar, que “en cierta ocasión en una de sus obras citaba casi toda la Medea de Eurípides. Y uno, que tenía en sus manos el libro, respondió a otro que le preguntaba qué obra tenía: «La Medea, de Crisipo».
Lo curioso de este filósofo es que murió de risa por hacer un chiste que solo a él le hizo gracia. “Pues como un asno se hubiera comido sus higos, le dijo a la vieja que le diera de postre al asno su vino puro, y se echó a reír a carcajadas y murió.”
Rembrandt tiene un cuadro titulado Autorretrato como Zeuxis. En él se muestra con una sonrisa que no parece mortífera, pero está basado en la leyenda del pintor griego Zeuxis, que murió de risa al ver la Afrodita que él mismo había pintado por encargo de una anciana, con el detalle de que la anciana exigió ser la modelo.
Aunque es muy ocasional que literalmente alguien se muera de la risa, sí resulta común que quien cuenta un chiste sea quien lo encuentra más ingenioso y se asfixie a medias.
A veces la risa es un invitado impertinente. Una amiga me informó sobre la muerte de un profesor que ambos conocimos en una universidad gringa. Nos reímos abundante y generosamente sin saber explicarnos por qué.
Timeo de Tauromenio relata una costumbre que aún menos tendría que convocar la risa. En la isla de Cerdeña, cuando los hijos veían que sus padres estaban viejos y consideraban que ya habían vivido lo suficiente, los llevaban al sitio donde habían cavado una tumba. Los ponían a la orilla del pozo, los golpeaban con un madero y los arrojaban al fondo. Los ancianos se echaban a reír, considerando que la muerte era una bendición.
La risa también puede ser pavloviana. Hay quien ríe cuando capta que se le ha comunicado un chiste, aunque este no tenga gracia, sobre todo si lo pronuncia el jefe. Por eso los personajes poderosos son aficionados a los chistoretes y suelen creer que tienen un sagaz sentido del humor.
La risa también llega por contagio. Ya Juvenal escribía: “Si te ríes, a un griego le sacuden carcajadas mayores”. En los teatros, la claque estaba para propagar la risa, tal como las risas grabadas o los reidores de la televisión. Aunque también los antiguos decían: “Si hay una risa que no merece risa es la risa de la risa”. También la risa llega por costumbre. Muchos cómicos hacen largas y fructíferas carreras repitiendo los mismos tres o cuatro chistes durante décadas. Me acordé de eso ahora que estoy releyendo a Tucídides.
Horacio advertía a los romanos que se cuidaran del “que anda a la caza de las carcajadas de todos y de la fama de hombre gracioso”. Clemente de Alejandría aconsejaba expulsar de la república a los bufones. Y aunque no desautorizaba la risa, sí sugería moderarla. “Porque la risa emitida debidamente da impresión de equilibrio, mientras que lo contrario denota desenfreno… No por el hecho de que el hombre sea un animal que ríe, debe uno reírse de todo.”
Obtener la risa de un público es premio cuando esa es la intención; de lo contrario se vuelve un castigo cruel.
Dionisio, tirano de Siracusa, esclavizaba, torturaba y mataba gente al mayoreo, pero se creía con un corazón sensible y poético. Varias anécdotas de la antigüedad hacen resaltar su falta de talento, pero a él le costaba darse cuenta, pues su público estaba obligado a aplaudirle; de lo contrario el castigo eran los trabajos forzados en las canteras.
Un buen día decidió enviar a los Juegos Olímpicos a un grupo de actores y músicos para que declamaran sus versos ante el gran público que ahí se reunía. La masa no fue tan sumisa. Tan pronto dejó de hechizarlos la música y pusieron atención a la letra, los versos “fueron objeto de desprecio y suscitaron muchas carcajadas”. Cuando Dionisio se enteró, “llegó a tal grado de tristeza y de demencia que hizo matar a muchos amigos con falsas acusaciones y mandó a otros muchos al exilio”.
Entre las risas, la más nociva va en la burla. Y bien dijo Claudio Eliano: “No creo que las burlas y vituperios tengan algún efecto positivo, pues si van dirigidos contra un espíritu firme quedan reducidos a la impotencia. Pero si se dirigen contra un espíritu ruin y débil, resultan poderosos y con frecuencia no sólo molestan sino que pueden llegar a producir la muerte. Estos ejemplos servirán como prueba: Sócrates se reía cuando era satirizado en las comedias; en cambio, Poliagro se ahorcó.”
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.