El jardín de las canciones divinas, Canción XI
Hryhory Skovoroda
No se puede cubrir el abismo del mar con un puño de polvo.
No se puede apagar un incendio con una pobre gota.
Y en una cueva oscura, ¿podrá un águila alzar el vuelo?
¿Podrá volar de aquí a los celestes reinos?
Y el espíritu no será saciado por la carne.
El espíritu es un abismo en nosotros
más vasto que las aguas y los cielos.
No podría saciarte ni en una eternidad
aquello que cautiva la visión de tus ojos.
De aquí surgen el tedio, la interna quebrazón,
de aquí la languidez y la tristeza.
De aquí la saciedad que nunca llega. Cada gota
hace peor el calor.
Al espíritu –sábelo– no lo sacia la carne.
¡Oh raza de la carne! ¡Oh raza de razón!
¿Cuánto tiempo tendrás pesado el corazón?
¡Levántale los párpados! Observa el firmamento.
¿Por qué no tratas de saber a qué se llama Dios?
¿Por qué no intentas comprender para que puedas verlo?
El abismo reclama de repente al abismo. ~
Filósofo mendicante, políglota erudito, autor de diálogos socráticos sobre temas bíblicos, Hryhorii (o Grigory) Skovoroda (1722-1794) fue también compositor de música litúrgica y, según Joseph Brodsky, el primer gran poeta eslavo. Escribió en el dialecto ucraniano sloboda de la lengua rusa, pero cruzado de construcciones y términos griegos y latinos, y salpicado de hebreo. Como la de Dante, una lengua que solo existe en su obra. El jardín de las canciones divinas es una secuencia de treinta poemas metafísicos barrocos que despliegan un tratado teológico y a la vez un catálogo exhaustivo de los metros y formas estróficas de la poesía ucraniana de su tiempo. Cada una de las canciones encierra citas o alusiones de la Biblia, que Skovoroda sabía de memoria en hebreo, griego, latín, eslavo antiguo y otras lenguas. Utilicé la versión inglesa de Michael M. Naydan, revisada por Olha Tytarenko.
Aristarco
Mykola Zerov
La capital del mundo, mercado de teorías.
En museos y pórticos y callejas sombrías
lamentables discípulos de alejandrinos astros
pululaban zumbando: poetas, poetastros,
con los giros oscuros de las líricas modas
para el rey sin cesar tejían vanas odas
y alegaban, cedían, alegaban bobadas.
Pero en cierto rincón sus voces impostadas
sin remedio callaban: la habitación escueta
donde el sabio Aristarco, filólogo y esteta,
del ruido al porvenir vengaba con esmero,
absorto en rescatar las rapsodias de Homero. ~
En Aristarco de Samotracia, el director de la biblioteca de Alejandría a quien se debe la primera edición crítica relevante de los poemas homéricos, el autor se retrata a sí mismo. Mykola Zerov (1890-1937), líder de los neoclasicistas, persistió en su devoción grecolatina, se negó a militar en las filas literarias del estalinismo. En 1935 fue detenido y condenado a diez años de prisión en el exilio, pero un nuevo juicio determinó que lo fusilaran en octubre de 1937. Utilicé las versiones divergentes de Yar Slavutych, C. H. Andrusyshen y Watson Kirkconnell, y diversos diccionarios en línea, para esta versión.
Los náufragos
Mariya Zaturenska
Vivieran donde vivieran, soñaban ese sueño:
la casera invisible cuya voz
aceleraba el aire con una llama oscura
de palabras que saben desde siempre y siempre han de saber:
“¡Nadie los quiere aquí! ¡Váyanse!”
Y cuando construyeron una mansión y la amueblaron con arte
Con amor y con música, con las flores autóctonas,
Siempre ocurrió, siempre lo mismo,
El salón se angostaba en una tumba,
Y la voz de un sirviente, o de un candelabro,
“Nada tienen que hacer aquí”.
Y cuando se marchaban a una isla remota para volverse el ídolo
De las tribus indígenas
Y eran acariciados, admirados y cobijados… entonces
¿Qué voz los condenó?
Que llegó cuando asumieron las guirnaldas, esa voz que sabían,
Diciendo: “Esto no es para ti, todo esto es falso.”
Y los domingos en los parques con las niñeras, los amantes, las flores,
Y las bandas tocando y las fuentes elevándose
En horas líquidas de plata,
¿De quién era el enemigo? ¿De quién era la culpa?
Si de repente las sombras observadoras arrancan
Y gritan “¡Váyanse! Váyanse!”
Ahora han elegido el exilio, han encontrado una casa aislada
En la ciudad más pequeña, en el refugio más tranquilo,
Y solo hablan con los heridos, los perseguidos, los cojos,
Largas tardes, mañanas más largas, los más largos mediodías,
Y esperan a que suene la campana, a que aparezca la casera.
¿Aquí también los buscan? ~
Marya Alexandrovna Zaturenska (1902-1982) emigró con sus padres a Nueva York a los ocho años. Abandonó la escuela pública a los catorce, pero escribió poesía mientras trabajaba durante el día en librerías, como redactora de artículos de prensa y como costurera en una fábrica, y al cabo se graduó en una escuela de biblioteconomía. Su primer libro obtuvo inmediato reconocimiento y recibió numerosos premios por los ocho que publicó, entre ellos el Pulitzer, pero hoy es difícil encontrar alguno. “The castaways” fue un poema muy apreciado por W. H. Auden.
Babyn Yar
Mykola Bazhan
Fosa de arcilla verde, hueco de óxido,
barranco de basura putrefacta.
Un ominoso viento en los pulmones
de las tierras baldías oxidadas.
No palidezcas y no tiembles; quédate,
firme como ante el juez o el pelotón.
No hay maldición bastante a su maldad.
No hay insulto capaz de su abyección.
Solo un barranco abrupto, flor de caos.
Tiemblan las ramas de dos blancos álamos.
Pero aquí entre los muertos no hay silencio:
hay cien mil corazones que se quejan.
Hay ceniza plateada de los huesos.
Hay un cráneo en pedazos agrietados.
Los muros del barranco caen al fondo
donde una trenza delicada brilla
que aún no fue tragada por el fango.
Las gafas destrozadas de un anciano.
Un zapato de niño ensangrentado.
Y enterrados debajo de los restos,
en pedazos también, descabezados,
son cien mil los cadáveres humanos.
Aquí silban las lenguas iracundas,
aquí corren arroyos de alquitrán
y abyectos gambusinos hurgan ropas
en busca del botín de los cadáveres.
La nociva humareda, oscura y densa,
se eleva por encima del barranco,
exhalación de muerte y pesadilla,
monstruo que repta sordo por las calles
y se cuela callado en los hogares.
Vagaban llamas negras y escarlatas
sobre la tierra en el horror pasmada,
la luz sangraba en los tejados sucios
y en las agujas sucias de Kyiv.
Resguardada en sus casas vio la gente
más allá de las cúpulas cirílicas,
y de los álamos del cementerio,
llamas que chamuscaban carne y sangre.
Una ráfaga trae desde el barranco
el hollín de las piras de la muerte
el humo del carbón de los cadáveres.
Y Kyiv, roja de ira, mira cómo
Babyn Yar es envuelta por las llamas.
Ningún remordimiento apaga el fuego.
Nada puede vengar la desmesura.
Malditos los que piden el olvido.
Malditos los que piden el perdón. ~
Mykola Bazhan (1904-1983), uno de los grandes poetas ucranianos del siglo xx, destacó en una vanguardia influida por el futurismo, el constructivismo y el expresionismo, y desarrolló un verso enérgico y sintácticamente complejo, con arcaísmos y neologismos entre imágenes sorprendentes. Durante la Segunda Guerra Mundial, obligado a escribir poesía patriótica y testimonial, debió omitir referencias específicas al Holocausto. Por eso el poema que escribió sobre Babyn Yar no menciona la matanza de más de 33,000 judíos que ocurrió ahí en los últimos días de septiembre de 1941. La cifra de 100,000 es la del total de cadáveres de judíos y no judíos ahí acumulados durante la guerra. Esta versión está hecha sobre cuatro inglesas: las de Roman Turovsky, Amelia Glaser, Peter Tempest y Boris Dralyuk; todas difieren en más de un punto.
No moriremos en París
Natalka Bilotserkivets
Me moriré en París un jueves por la noche.
César Vallejo
Olvidamos olores ruidos colores líneas
Perdemos el oído la vista y la alegría
Alzas la cara y buscas con las manos tu alma
Pero vuela muy alto no puedes alcanzarla
Queda una estación una última parada
Gira la espuma gris de los adioses, sube
Y está lavando ya mis impotentes palmas
Me corre por la boca un sucio calor dulce
Solo el amor perdura, mejor no hubiera sido
Lloré en sábanas míseras hasta más no poder
Por la ventana vagas lilas de un rojo enfermo
Corría el tren qué lánguidos miraban los amantes
La estantería sucia que aguantaba tu cuerpo
La primavera afuera se asentaba prosaica
No moriremos en París, lo sé de cierto
Sino en míseras sábanas sudadas y lloradas
Nadie nos servirá nuestro coñac lo sé
No habrá besos tampoco que nos salven
Ni sombríos anillos bajo el Pont Mirabeau
No es de Dios la amargura de más con que lloramos
Amamos en exceso qué vergüenza de amantes
Demasiados poemas sin rubor escribimos
No podremos morir en París los convoyes
Nos vedarán las aguas bajo el Pont Mirabeau ~
Natalka Bilotserkivets (1954), poeta, traductora, ensayista, editora, es una de las poetas más conocidas de Ucrania actualmente. “No moriremos en París” se convirtió en el himno de la generación de jóvenes ucranianos posterior a Chernóbil que ayudó a derrocar a la Unión Soviética. Dos versiones son el puente de esta: la de Michael M. Naydan y la de Dzvinia Orlowsky.
Navaja
Natalka Bilotserkivets
Una navaja
para cortar el pan.
Una navaja
para hacer una flauta.
Una navaja
para acabar con el cordero
herido por el lobo.
Tan
desnuda, seca y limpia queda
la superficie del caldo
del día del Señor, que tiembla
cuando lo toca el sudor
del pescado.
Un signo de piedad y de lágrimas.
No la toques
si no hay buenas señales:
es una navaja,
es música que mata.
No son solo palabras:
es poesía sin
palabras,
donde la hierba lava
la cuchilla del cielo. ~
Cuatro versiones inglesas están detrás de esta: las de Olena Jennings, Michael M. Naydan, Andrew Sorokowski, y Virlana Tkacz y Wanda Phipps.
Una definición de la poesía
Oksana Zabuzhko
Sé que voy a morir una muerte difícil…
como cualquiera que ama la música precisa de su cuerpo,
y sabe forzarlo por los huecos del miedo
como por el ojo de la aguja,
que baila toda una vida con el cuerpo –cada movimiento
de los hombros, la espalda y los muslos
brillando con misterio, como un término sánscrito,
músculos que juegan bajo la piel
como peces en una piscina nocturna.
Gracias, Señor, por darnos cuerpos.
Cuando muera, di a los techadores
que bajen las vigas y el techo
(mi bisabuelo, que era brujo, dicen que así se fue).
Cuando mi cuerpo se ablande por la humedad,
el alma hinchada, oscura y abultada,
se tensará
como una vena azul en una clara de huevo hervida,
y el cuerpo ondulará en espasmos,
como la manta que se quita un enfermo
porque tiene calor,
y el alma se alzará para atravesar
la presión de la carne, la maldición de la gravedad…
El Cosmos
sobre el pozo negro de la habitación
chupará su tubo galáctico
rompiendo el cielo en una cascada de estrellas,
y arrastrará el alma hacia arriba, temblando como una hoja de papel,
mi joven alma
–del color de la hierba mojada–
a la libertad –entonces
“¡Detente!” grita, escapando,
en la frontera deslumbrante
entre dos mundos…
Detente, espera.
Dios mío. Por fin.
Mira, de aquí viene la poesía.
Dedos crispados por el bolígrafo,
enfriándose, volviéndose no míos. ~
Como sea te amé
te amé
te amé
y no pasa: se asienta, nada más, en el fondo…
Te rompí en mí como una jarra preciosa
y mi alma se manchó, como de vino amargo un mantel blanco,
coloreaste mis pensamientos, les diste cuerpo a mis imágenes.
y no eres ahora sino ruido, como el mar de una concha en el oído…
Queda cómo fue todo, pero ¡Dios! ¿a quién le importa eso?
Cómo será es lo que importa.
Y así lo escribiré. ~
Oksana Zabuzhko (1960) es una de las poetas y narradoras más destacadas de Ucrania, pero también una de sus intelectuales más prominentes. Estas versiones utilizaron las inglesas de Michael M. Naydan y Askold Melnyczuk.