Don de lenguas. Instantáneas sobre la querella de la lengua

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EL CHANTAJE NACIONALISTA

Hay que partir de algo para evitar suspicacias y confusiones: una cosa muy positiva de la transición de la dictadura a la democracia ha sido que se dé pie a la libertad de vida, al desarrollo de las culturas y de las lenguas regionales, rompiendo con una política absolutamente discriminatoria e inaceptable frente las lenguas regionales. Creo que eso es un hecho que hay que dejar perfectamente asentado: es bueno, es positivo, es justo para España que el catalán, el euskera y el gallego puedan desarrollarse libremente, que puedan ser enseñados, practicados, publicados. Desde luego, eso enriquece a España en general y a la cultura, de eso no hay ninguna duda, y estoy seguro de que la inmensa mayoría de los españoles está de acuerdo con eso. Ahora bien, hay una Constitución que ha fijado de una manera que me parece muy sensata que hay una lengua general, una lengua común, en España, que es una realidad y que es el español. Y que todos los ciudadanos españoles tienen derecho a ser educados en la lengua general, la lengua común o la lengua madre, como quiera llamarse. Esa realidad está siendo contestada en muchas de las regiones autonómicas por el criterio completamente errado –eso es lo que decimos en el Manifiesto– de que una manera de promover las lenguas regionales –el catalán, el euskera o el gallego– es limitando o discriminando la enseñanza en la lengua común. Ésa es una política discriminatoria que es tan censurable o reprobable como lo era la política franquista de discriminar al gallego, el euskera o el catalán.

Y eso perjudica no sólo a quienes quieren ser educados en español, sino que perjudica también a quienes están siendo educados de una manera excluyente en las lenguas regionales. Creo que eso, en el mundo globalizado de nuestros días, es un grave perjuicio a las próximas generaciones de vascos, gallegos y catalanes. La razón de ser del Manifiesto es defender, contra la discriminación y el prejuicio inspirado en una ideología nacionalista de horizonte muy estrecho, a todos los ciudadanos españoles sin ninguna exclusión. La realidad es que la política lingüística en muchas autonomías se regula no con un criterio de racionalidad, sino con un criterio nacionalista estrechamente político. El resultado va a ser tremendamente perjudicial, fundamentalmente para esas autonomías. Ésa es básicamente la filosofía que está detrás del manifiesto y creo que cualquiera que lo lea sin prejuicios, sin parti pris, lo entiende así.

Con todo, no me ha sorprendido la respuesta al Manifiesto: respecto a este tema funcionan también una serie de mitos y prejuicios. Hay un curioso complejo de inferioridad respecto a los nacionalismos periféricos: como han sido discriminadas estas culturas en el pasado (durante los cuarenta años de franquismo esa discriminación fue una realidad), hay el prejuicio o el prurito de creer que todo lo que hagan los nacionalismos es de alguna manera progresista, lo que es una equivocación garrafal: el nacionalismo de por sí es una ideología reaccionaria, es una ideología discriminatoria, es una ideología que, escarbando, inevitablemente muestra sus raíces antidemocráticas. Pero mucha gente de izquierda y de centro-izquierda no quiere verlo así, por ese prejuicio y porque temen que si así lo dicen y así lo reconocen van a ser tildados de derechistas. Es ese tipo de chantaje el que todavía funciona en España, y por desgracia en la mayor parte de los países occidentales. Hay que combatir también ese prejuicio, porque no responde a la verdad, y es utilizado por los nacionalismos, es decir, por una forma muy peculiar de reacción antidemocrática en nuestros días, para paralizar la lucha democrática contra la discriminación.~

Mario Vargas Llosa

 

 

LA LENGUA COMO FRONTERA

Llegué en tren a Barcelona en 1976 desde Madrid, apenas un año después de la muerte de Franco (por cierto: fue por esta misma época, hace treinta y dos años). Lo recuerdo muy bien porque así comenzó mi exilio: en el apeadero del Paseo de Gracia, a mediados de septiembre, dos días después de la célebre Diada en que, según repiten una y otra vez los separatistas, los catalanes salieron a la calle para reclamar su estatuto de autonomía y celebrar una especie de éxtasis colectivo de afirmación nacional. No vi rastro alguno de aquella famosa Diada pero no tardé mucho tiempo en descubrir que en Barcelona se hablaba otra lengua además del español, aunque la ciudad era entonces principalmente hispanohablante e igual de fea que las demás ciudades españolas legadas por el franquismo.

La cuestión nacional no se planteaba en torno a la lengua sino desde el catalanismo folclórico mayoritario que, lo mismo que ahora, no hacía distinciones razonables entre el pan con tomate y el calçot, el federalismo, el Barça o la índole y alcance de la autonomía; y desde el separatismo independentista, que sólo encontré en algunos intelectuales bocazas. Recuerdo la boutade que le oí a Rubert de Ventós: “Prefiero una Cataluña fascista e independiente a cualquier otra unida a España, aunque sea una Cataluña socialista”. Catalanistas y separatistas, como era lógico, reclamaban que el catalán fuera liberado de la persecución franquista pero –entonces lo mismo que ahora– no había ningún “conflicto de lenguas” en la vida social. Como es habitual que ocurra en todas las comarcas plurilingües, en Barcelona nadie hablaba correctamente ni el catalán ni el español y no obstante todo el mundo estaba convencido de que era más sagaz, o más elocuente, porque era capaz de manejar un vocabulario desconocido en Lima o en Logroño. La idea de que comunicarse en varias lenguas hace a un individuo más dotado en símbolos y en recursos imaginarios es una majadería tan flagrante como pensar que el agua de Barcelona es mejor porque, aunque es una solución clorada, infecta e indigesta, es rica en sales y minerales. Como todo el mundo sabe, lo deseable es tener una única lengua propia, conocerla a fondo y arreglarse como se pueda con las demás. Y, si se tiene la desgracia de haber nacido en una región periférica, contar al menos con una koyné, para no acabar convertido en un palurdo provinciano. En la península ibérica esa koyné es el romance vasquizado (o vasco latinizado, como se prefiera llamarlo) que, desde los tiempos de la España musulmana, funciona como lengua de intercambio entre los pueblos de esta parte de Europa.

En cualquier caso, la necesidad de “normalizar” el catalán –es decir, de elevarlo de su condición de patois del occitano a la de lengua culta y de hacerlo idioma oficial de una nación sin Estado tras décadas de persecución franquista– fue una estrategia instrumentada, como todas las campañas políticas en España, con eufemismos: se hablaba de la “necesidad de promover la inmersión de los inmigrantes en el catalán” cuando lo que en verdad se quería era adoctrinar una o dos generaciones monolingües que, veinte años después de la “normalización”, dieran nuevos bríos al separatismo. Se buscaba constituir la lengua como frontera.

Pero los separatistas no podían prever que Barcelona se pusiera de moda tras las Olimpíadas de 1992 y que España toda se llenara de inmigrantes que ya no sólo venían de Andalucía o Extremadura sino de los lugares más heteróclitos: paquistaníes, senegaleses, rumanos, rusos, ecuatorianos, magrebíes… A estos, lo mismo que a los turistas que nada saben de las disputas regionales españolas, debemos la revitalización del español como lengua común que, desde luego, no está en peligro sino tan sólo maltratado y escarnecido por instituciones autonómicas gobernadas por sus enemigos seculares y descuidado por gobiernos centrales débiles que retroceden ante las malas artes separatistas por razones de necesidad electoral. Aunque bien intencionado, el Manifiesto en defensa de una lengua común es, sin embargo, una iniciativa redundante y, en el fondo, una torpeza puesto que insiste en politizar un asunto –la lengua– que nunca debió de ser politizado y hasta parece que emula, por contraposición, las falacias argumentales del separatismo. ~

– Enrique Lynch

 

 

 

GESTIONAR LA RIQUEZA

Todo el mundo sabe que gran parte de la industria editorial española estuvo –y sigue estando– tradicionalmente radicada en Cataluña. El fenómeno de concentración de empresas la ha convertido en los últimos veinte años en una industria europea, por lo que algunas de estas empresas ya están altamente participadas por capital extranjero. Tampoco olvidemos que la mayoría de esas empresas tiene filiales en toda Hispanoamérica. Por tanto, desde el punto de vista editorial y, en particular, desde mi propia experiencia, nadie pone en duda, ni fuera ni dentro de Cataluña, que la lengua común a esa industria es el español, aunque en ella haya desde hace décadas importantes sellos que publican exclusivamente libros en catalán, que, por otra parte, reciben del gobierno autonómico importantes ayudas económicas. En el ejercicio de mi profesión jamás he tenido problema alguno relacionado ni con el hecho de publicar en español, ni con el de emplear indistintamente el español y el catalán en conversaciones privadas ni el de utilizar de preferencia el español en intervenciones públicas.  Reconozco que desde que el gobierno autonómico es tripartito, ha ido en aumento la indiferencia del mundo cultural oficial catalán hacia nuestro trabajo. Pero, personalmente, y siempre desde el punto de vista editorial, esta situación no me molesta demasiado: alejados de la presión que ejercen los corrillos culturales madrileños y sujetos a la indiferencia del poder local, nuestra independencia es aún mayor para ejercer nuestro oficio en plena libertad de criterio. 

De hecho, creo firmemente que los más perjudicados por el problema de la inmersión lingüística en Cataluña no son los hispanoparlantes, sino, de no remediarse la cuestión, los niños catalanes de hoy condenados por sus padres a educarse dentro y fuera de casa en un único idioma minoritario y, por tanto, a un futuro más bien limitado. Reducir las propias posibilidades de progreso y riqueza en el futuro no es propio del seny de esta tierra, que a fin de cuentas no querrá a la larga hipotecar, por un arrebato sentimental, lo que mejor se le da por tradición, por arraigo: el comercio y la gestión económica de su riqueza. De hecho, el debate realmente interesante es el que ya se está dando, aunque todavía tímidamente, en la propia Cataluña.

Vivir para ver. ~

– Beatriz de Moura

 

 

LENGUAS Y DERECHOS

En las democracias contemporáneas se detecta una tendencia muy acusada a abusar del lenguaje de los derechos a la hora de defender posturas políticas. Si las medidas que un grupo defiende son, en última instancia, un derecho ciudadano, al Estado no le quedará más remedio que reconocerlo y poner los recursos necesarios para que pueda ejercerse. Sin ir más lejos, los nacionalistas siempre envuelven sus demandas y proyectos en la terminología del “derecho a decidir” y el “derecho a la auto-determinación”. Si de verdad les asistieran esos derechos, el Estado debería de inmediato aceptarlos y hacerlos efectivos. Sin embargo, como muchos autores han puesto de manifiesto, y entre ellos Fernando Savater, dicha apelación a los derechos resulta en este caso enteramente gratuita.

Aunque por razones distintas, lo mismo sucede, a mi juicio, con los fantasmales derechos de los que habla el Manifiesto por la Lengua Común redactado por el propio Savater. En lugar de presentar un alegato razonado en contra del bilingüismo y del actual sistema de enseñanza que se emplea en algunas Comunidades Autónomas como Cataluña o Baleares, en virtud del cual los niños son educados exclusivamente en la lengua local, el Manifiesto se construye a partir de la premisa de que los derechos de algunas personas no son respetados cuando no se deja en manos de los padres decidir en qué idioma han de ser instruidos sus hijos en la escuela pública. Como, existiendo ese derecho, el Estado no lo contempla, se concluye que la libertad de los padres está siendo menoscabada en España.

En realidad, los derechos lingüísticos a los que se refiere el Manifiesto no existen. El Manifiesto los da por supuestos sin mayor argumentación. No forman parte de nuestro ordenamiento jurídico ni de los derechos fundamentales. De hecho, aunque se ha impugnado en repetidas ocasiones el sistema catalán de inmersión lingüística, nuestro Tribunal Constitucional ha sancionado en todos los casos su constitucionalidad. Por supuesto, también sería constitucional que los niños catalanes aprendieran sólo en castellano o que pudieran elegir lengua, siempre y cuando así lo decidieran las autoridades que tienen competencia para ello, que en este caso son las instituciones catalanas.

Debe subrayarse que en Cataluña se puede estudiar en francés, en inglés o en castellano en colegios privados. La restricción sólo afecta a la enseñanza pública y concertada, que es la que se financia a través de los impuestos. Las fuerzas políticas decidieron en su momento, con un alto grado de consenso, poner en marcha el sistema de inmersión, que tiene ya más de veinte años de antigüedad.

Dicho sistema, por descontado, puede modificarse si cambian las preferencias de los catalanes. Los firmantes del Manifiesto, sin embargo, intuyen que ese objetivo les sobrepasa y por eso buscan refugio en una reforma constitucional que dé carta de naturaleza legal a esos dichosos derechos e impida, por tanto, el actual sistema de aprendizaje en la enseñanza pública catalana.

El Manifiesto, por recurrir a la retórica liberal de los derechos, no entra realmente en la cuestión de las lenguas. La inmersión lingüística no se lleva a cabo para destruir el español, ni para imponer nada a nadie. Sencillamente, los representantes políticos consideraron, según mi opinión con buen criterio, que la inmersión era el mejor método para garantizar que en el futuro todos los catalanes hablen las dos lenguas, el castellano y el catalán. Durante mucho tiempo, en Cataluña ha habido gente bilingüe, los catalanohablantes fundamentalmente, y gente monolingüe, los castellonahablantes por lo general. De lo que se trata con el sistema de inmersión es de quebrar esa asimetría y conseguir que toda la población hable las dos lenguas. Un objetivo que no parece desde luego totalitario.

El Manifiesto no aclara si ese bilingüismo efectivo es deseable o no y, si es deseable, cómo conseguirlo. En lugar de entrar en ese debate, prefiere hacer causa ideológica de la cuestión introduciendo unos supuestos derechos lingüísticos que no existen.

En una democracia, es la propia sociedad, a través de sus representantes, la que decide cómo quiere organizar la enseñanza pública. Mientras que en el País Vasco, debido a la distancia entre el castellano y el euskera, se decidió un sistema que permite elegir a los padres el tipo de enseñanza de los hijos, en Cataluña, precisamente por la proximidad entre las dos lenguas, se optó por el sistema de enseñanza monolingüe en catalán, bajo el supuesto de que el castellano tiene suficiente presencia social como para que los infantes lo aprendan de todas formas. Si a los firmantes del Manifiesto no les gusta el actual estado de cosas, deberán intentar cambiarlo consiguiendo los votos necesarios para ello, no inventándose, con cierta frivolidad intelectual, un problema de derechos que no existe. ~

– Ignacio Sánchez Cuenca

 

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Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) es escritor. En 2010 obtuvo el premio Nobel de Literatura. En 2022, Alfaguara publicó 'El fuego de la imaginación: Libros, escenarios, pantallas y museos', el primer tomo de su obra periodística reunida.


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