En una conferencia muy vista que dio en 2015 (que ha recibido más de diez millones de visitas en YouTube), John J. Mearsheimer, un respetado profesor de relaciones internacionales de la Universidad de Chicago y quizás el exponente más conocido de la llamada escuela realista, explicó la crisis que estalló en Ucrania el año anterior. En esencia, achaca la agresión rusa de 2014 a la extralimitación de Estados Unidos y la OTAN, una provocación innecesaria contra Rusia. Era natural que Rusia reaccionara de la forma en que lo hizo, y Occidente solo tenía la culpa de priorizar lo que Mearsheimer describe como frívolas ideas del “siglo XXI” sobre las suyas propias, sólidas, del “siglo XIX”. En cuanto a los ucranianos, mala suerte. En el duro mundo de la política de las grandes potencias, no es posible buscar una mayor integración con Occidente si resulta que vives a las puertas de Rusia. “Los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben”, es lo que Tucídides hizo decir a los atenienses y de lo que Mearsheimer se hace eco.
La conferencia de Mearsheimer es muy citada por quienes desean culpar a Occidente de la invasión de Ucrania por parte de Putin. Sin embargo, también contiene un pasaje notable. En dos momentos, Mearsheimer observa que “si realmente quieres destrozar a Rusia, lo que debes hacer es animarla a que intente conquistar Ucrania”. “Putin”, añade Mearsheimer, “es demasiado inteligente para intentarlo”. En su opinión, Rusia podría debilitar a Ucrania sin tener que invadirla. Las cosas se han puesto aún peor de lo que predijo este sombrío realista. Entonces, ¿por qué este análisis fue tan erróneo, y cómo deberíamos entender a Putin?
Una idea clave desde la economía hasta las relaciones internacionales, y más allá, es que “hablar es barato”. Dado que lo que uno dice es potencialmente de poca importancia, hay que relativizarlo. Así, cuando el 12 de julio de 2021 el presidente ruso Vladímir Putin publicó un ensayo de tipo estudiantil con el revelador título “Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos”, poca gente hizo caso. Después de todo, la pandemia dominaba el ciclo de noticias y Ucrania parecía irrelevante. Pero Putin hablaba en serio.
El ensayo de Putin es escalofriante tanto por su forma como por su contenido. La afirmación de que rusos, bielorrusos y ucranianos son un solo pueblo perteneciente a la nación histórica rusa es chocante. Sin embargo, Putin no dejó de reiterarla en discursos posteriores. La mayoría de los analistas lo ignoraron, por considerarlo un discurso barato destinado al consumo interno. La sabiduría convencional era que Putin podía ganar solo con la amenaza de atacar, no atacando. Entonces ¿por qué decidió invadir? La respuesta está en dos características que los realistas tienden a subestimar, si no a ignorar: las preferencias de los líderes y las demandas de los pueblos.
Ahora sabemos que Putin hablaba realmente en serio en sus invectivas de julio de 2021 contra los ucranianos; realmente cree que Ucrania no existe como nación; y realmente parece pensar que su papel histórico es la restauración de la antigua Unión Soviética. Dicho de otro modo, su postura ya no obedece al tipo de cálculo estratégico que implica Mearsheimer. Para entender su comportamiento debemos recurrir a una corriente de las relaciones internacionales conocida como constructivismo, que postula que los líderes configuran sus objetivos y acciones basándose no solo en cálculos de equilibrio de poder, sino también en su propia comprensión de quiénes son y cuáles deberían ser sus objetivos. Los líderes no son irracionales sino que la racionalidad sirve a sus objetivos. Visto desde esta perspectiva, Putin miró a su alrededor y vio que Estados Unidos estaba distraído con China, que Alemania tenía un gobierno nuevo y sin experiencia, y que Europa dependía del gas ruso. Parecía el momento propicio para actuar, pero su plan estaba en función de unos objetivos más amplios. Hablar no había sido barato después de todo.
Los realistas no solo subestiman las preferencias de los líderes, sino que también desprecian la política interna y la agencia. Al ver a Mearsheimer hablar, uno se sorprende de su desprecio por el anhelo ucraniano de democracia y su deseo de estrechar lazos con Occidente, que él describe como incitado por el extranjero y, en última instancia, irrelevante. Desestima la revolución del Euromaidán de 2014 como un golpe de Estado, una perturbación gratuita del trabajo de la política de las grandes potencias. Y sin embargo, hay momentos en los que los deseos de los pueblos impulsan más la historia que la lógica del sistema internacional.
Me acordé de todo esto hace poco, mientras Grecia celebraba el bicentenario de su guerra de independencia. Como soy griego, aproveché la oportunidad para ponerme al día con su historia, incluyendo el nuevo libro del historiador Mark Mazower, The Greek Revolution: 1821 and the making of modern Europe. Aunque el levantamiento se dirigía contra los señores otomanos de Grecia, contó con la oposición del Concierto de Europa, la alianza europea que pretendía mantener la estabilidad tras la agitación napoleónica. Klemens von Metternich, el canciller austriaco de la época, fue el precursor de Mearsheimer, el gran realista de la época. De hecho, hizo todo lo posible para contribuir a reprimir el levantamiento. No lo consiguió. Los griegos obtuvieron su Estado y comenzaron su viaje para unirse a Occidente. De alguna manera, sus deseos superaron y alteraron las consideraciones del equilibrio de poder europeo.
En última instancia, esta es la historia de cómo el idiosincrásico revanchismo imperial de Vladímir Putin se encontró con las aspiraciones nacionales de los ucranianos, que pusieron en peligro la lógica realista de la política de las grandes potencias. Tal vez sea también la historia de cómo una guerra inesperada que se suponía que iba a poner fin al mundo liberal de la posguerra fría podría acabar reforzando y ampliando las mismas instituciones a las que se pretendía poner fin. ~
Publicado originalmente en IAI news.
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
es profesor de gobernanza de la cátedra
Gladstone en la Universidad de Oxford.