Las preguntas podrían ser: ¿qué puede darnos, qué podemos pedirle y en qué puede decepcionarnos todo esto de la cultura en la era de su distribución electrónica (incluido el libro)?
Tendremos que aceptar el hecho de que nos será imposible responderlas aquí, sin embargo son cuestiones que deben plantearse y discutirse desde muchos lugares y cuanto antes se haga mejor. Ya que lo cierto es que estamos viviendo un momento de grandes conmociones en el que están teniendo lugar mutaciones en el hacer, en el representar y en el distribuir los objetos culturales, pero también en el sentido más profundo de dichas producciones: en cómo ellas están siendo recibidas y haciéndose a su vez, productivas o no.
Lo que estamos viviendo es un cambio de paradigma, lo que Foucault llamó salto epistémico de enormes e incalculables proporciones, que solo será posible analizar en el sentido antropológico de todo el conjunto del dispositivo cultural.1
Pero ¿adónde nos van a llevar todas estas mutaciones? El pánico no solo está en el aire sino que lo hemos visto aparecer en varias ocasiones (ya sea en el reciente Simposio Internacional del Libro Electrónico2 o en Formentor3). Por citar solo dos de los encuentros culturales recientes en el ámbito de nuestra lengua, en los que este temor se ha hecho manifiesto: ha cobrado cuerpo.
Quizá uno de los principales detonantes de este miedo ha sido que los grandes grupos editoriales han visto el fracaso de su primera plataforma de distribución, y este les ha impulsado a contagiar a otros su falta de confianza. En primer lugar a los autores que están asustados de que sus obras se pierdan en la inmensidad de la red, o los plagien, y están siendo inducidos a firmar contratos vergonzosos y a perseguir a sus propios lectores. También se lo han transmitido a los editores, a quienes se les ve inquietos por el supuesto trabajo añadido que supone un cambio de “formato” (y que en realidad es un temor a lo desconocido), y finalmente han contagiado a los agentes literarios que temen que la piratería haga mermar las ganancias de sus “autores estrella” (lo cual hasta ahora ha demostrado ser falso), y una vez lanzada esta enorme ola de incertidumbre no hay quien participe del mundo de la producción simbólica que no manifieste suspicacias ante los cambios que estamos viendo y que aún nos falta por ver.
Sin embargo, en lugar de dejarse arrastrar por el pánico generalizado y quedarse inmóviles, habría que reflexionar detenidamente no solo en lo que se nos presenta hoy como revolución técnica (otra más, o siempre la misma), sino que valdría la pena también analizar –sin caer en un optimismo ingenuo o una defensa a ultranza de la tecnología– y pensar en lo que hasta ahora se ha construido, en qué se diferencia o se debería diferenciar el libro en papel del libro electrónico y qué de las formas de producción y distribución “ordinarias” ha fracasado, y de manera simultánea actuar con cierta celeridad. Ya que la velocidad también juega un papel en el que las producciones culturales en castellano se están quedando rezagadas.
Inspirada por un espíritu benjaminiano, diría que delante de nuestros ojos se dibuja un escenario que aún no existe y cuyo valor reside en la potencia con la que sitúa la necesidad de un cambio de paradigma. Sin dejar de ser consciente de los peligros que entraña “el progreso”, y sin caer en el fatalismo ni en un optimismo ingenuo, es posible que este sueño infinito de los libros en la biblioteca virtual no se cumpla como pesadilla sino como liberación del pensamiento, como única posibilidad infinita que se oponga al instinto de la humanidad por la destrucción. Dependerá del trabajo que hagamos y de nuestro nivel de implicación.
Porque hoy tendríamos una oportunidad de hacer real una distribución del pensamiento basada en los principios de equidad y de igualdad (no dejo de imaginar lo que habría hecho una iniciativa de democratización de la educación y de la cultura como la de Vasconcelos con las herramientas con las que contamos hoy), y aquí es imprescindible señalar el papel del Estado como defensor de unas políticas culturales que no se paralicen ante el miedo que buscan sembrar los corporativos, que impidan el monopolio de la cultura en nuestra lengua y que promuevan e incentiven las industrias culturales independientes, que son las que finalmente (al no estar sometidas a relaciones de intereses políticos y del gran capital) realizan la pequeña y ardua labor de la producción simbólica con libertad crítica; y, por último, que sin ir en contra de un orden económico establecido, se defienda y se facilite el acceso de los ciudadanos a dichas producciones. Es decir, que hagan de nuestra lengua, en ese espacio infinito que es la red, un hogar productivo.
En varias ocasiones he escuchado, como uno de los argumentos con los que se quiere sembrar desconfianza ante la inminente presencia del libro electrónico, que la lectura ya no será igual. Esto es verdad. La magnitud de los cambios que se están registrando con las mutaciones de la cultura es tal que no solo la manera de leer está cambiando, sino que las funciones de nuestro cerebro también. Todavía no sabemos cuáles serán los resultados de estos cambios.
Pero cuando se argumenta esto como un efecto negativo que conlleva la tecnología, se suma a la afirmación de que la distribución del libro electrónico no asegura que la gente lea estos libros, o los lea “bien”. Sin embargo, tampoco las ventas del libro en papel nos pueden asegurar que sean leídos y mucho menos “bien leídos” (mucha gente compra libros y los atesora pero sin abrirlos jamás, mucho menos leerlos). Y aquí debemos hacer énfasis en que el libro en papel está sumido en una lógica de producción capitalista que dista mucho de estar interesada por la calidad de la lectura y cuyo principal escollo es la distribución.
Para entendernos, lo que se ha demostrado, hasta ahora, es un temor a perder el control del “negocio” con la irrupción de la inmaterialidad de “lo digital” que lo libera del fetichismo “objetual”, y no una preocupación real por la calidad de las producciones en sí mismas y de la lectura (que la gente tenga la posibilidad de leer más y goce del acceso a la cultura y al pensamiento), pues resultaría mucho más fácil y más económico distribuir libros por internet.
Es por ello que el papel del Estado es fundamental y no deja de sorprendernos que todavía hoy brillen por su ausencia unas políticas gubernamentales en la materia en las que se incluya a todos: se haga red. Más allá del tímido –y sin embargo necesario– gesto del Simposio del Libro Electrónico al que ya me referí, es deber de la institución cultural mexicana comenzar a presentar, a escuchar y a discutir propuestas con representantes de todas las industrias culturales relacionadas con el libro: la propiedad intelectual, la distribución y el acceso al patrimonio literario mexicano, entre otros muchos temas relacionados. Pues el libro, ya sea de papel o en formato electrónico, precisamente es ese lugaral que todos queremos y deberíamos poder llegar, él también –sin importar el soporte– ha sido y seguirá siendo ese patrimonio nómada ahora más que nunca tanto por su condición inmaterial como por su ubicuidad, en donde reside nuestro bien más preciado: nuestra lengua. ~
(Madrid, 1971) es editora y escritora. Dirige la revista de crítica cultural salonKritik.net.