Si hay algo que no puede reprochársele a Pedro Almodóvar es la decisión de dar vuelta en U en un punto de su carrera. Sea por la cosquilla de la exploración personal o por una decisión asumida de hablarle a otro tipo de público –o las dos cosas–, los freaks de su primera etapa dieron paso a los perturbados de la última, diferentes en esencia. Si aquellos celebraban el lado brillante de la rareza y la diferencia, estos viven atrapados en cárceles imaginarias. La reciente La piel que habito pretende ser un concentrado del Almodóvar más oscuro.
En ella hay tantas vueltas de tuerca deparadas para el espectador que es casi imposible comentar su argumento. Basta decir que el personaje central es un cirujano plástico (Antonio Banderas), el doctor Robert Ledgard, que practica la clonación de células humanas en la clandestinidad de su hacienda. Lo protege la fiel Marilia (Marisa Paredes), el ama de llaves que puede explicar el porqué de las obsesiones de Ledgard, y que guarda a su vez un secreto. La fabricación de piel artificial en la que se ha especializado el cirujano no solo va contra el código ético de la comunidad científica, sino que obedece a deseos muy íntimos y básicamente espantosos. Sus “pacientes” lo son a la fuerza: viven para cumplir las fantasías de Ledgard.
En varias entrevistas, Almodóvar se ha empeñado en calificar La piel que habito de perturbadora y perversa. En un número de El País Semanal (21/VIII/2011), que lo muestra en portada caracterizado como creador maléfico, el director asegura que es “la más negra” de sus dieciocho películas. En ella, dice, predomina el terror “de verdad”: uno que no necesita de sangre ni de sustos y que es muy distinto a todo lo que se hace hoy. Lo que logra en La piel que habito, insiste, “pesa mucho en la emoción que experimenta el espectador”.
Alguien tendría que decirle que estas cosas suenan muy mal en boca de un director. Es cierto que en su película no hay efectismo gore, pero eso no la hace novedosa o por default efectiva. El terror psicológico es un subgénero que goza de buena salud y que tiene representantes notables en todas las generaciones: el Amenábar de los primeros años, el insuperable Michael Haneke y el legendario Polanski (ya ni hablar del cine oriental). Y, ante todo, su efecto no se consigue convenciendo al espectador.
Si bien la premisa de La piel que habito es aterradora en principio, su tono machacón y solemne la deja varada en un limbo: un horror que no provoca miedo (por más que Almodóvar lo diga) y un intento de humor negro que no logra hacer reír. Es el caso del “personaje Almodóvar” que irrumpe en la casa de Ledgard y también guarda un secreto: un villano en disfraz de tigre (ja, ja) por ser época de carnaval.
Que en una película de Almodóvar el problema sea la ejecución casi plantea un misterio. Uno de los directores con más dominio sobre la imagen, su filmografía ya se considera un paradigma de narrativa visual. Más que un simple gimmick, la estridencia de sus primeras películas era una declaración de principios: el repudio al pasado asfixiante y el desparpajo como símbolo de una nueva libertad. Conforme su cine fue iluminando rincones autobiográficos, la estridencia fue reemplazada con paletas saturadas y composiciones geométricas: en contra de la convención se sirvió del minimalismo para comunicar estados emocionales en continua turbulencia. Un devoto del color y el espacio, Almodóvar es ante todo un esteta pero no un adorador de la belleza o la extravagancia per se. En su cine, la imagen misma es la historia y en ella está contenido el ideario del director.
Todo esto hasta antes de La piel que habito. Esta vez, el perfeccionismo visual tiene el rol protagónico, y echa sombra sobre un relato que habla sobre impulsos más humanos de lo que aparenta. La lista de distracciones visuales empieza con la elección de actores: el reencuentro con un Banderas convertido en estrella de Hollywood, el capricho de usar a Paredes en un papel que hace corto circuito con su estela de diva, el embelesamiento con el rostro de Elena Anaya que, si bien es comprensible, hace poco convincente –y poco ética– la representación de un humano intervenido por un científico. Ya sea por bellos, icónicos o por su aura de celebridad, los tres actores protagónicos son más grandes que la realidad –delirante o enferma, no importa– que se quiere representar.
Según dijo, Almodóvar quiso dar sofisticación y elegancia a un relato deliberadamente sensacionalista y que explotaba una estética trash (la novela Tarántula, de Thierry Jonquet). Para ello hizo que Banderas interpretara al cirujano Ledgard en registro contenido y con aires de hombre de mundo. Más que misterioso o complejo, el personaje acaba siendo tieso e impenetrable. Nadie exige un retrato profundo en una historia de ciencia ficción, pero los muchos vericuetos del guión dejan ver que el torturador es víctima a su vez de un pasado tortuoso. Al centro de su psicosis y de cada experimento atroz está el deseo de mantener vivos a los seres con quienes tuvo un vínculo. Puede que sus acciones sean necrófilas y fetichistas pero tienen como fin la restitución del amor.
Que Almodóvar le niegue está dimensión a Ledgard no solo es un experimento fallido sino un total desperdicio. Si hay un director capaz de hurgar en estos temas sin caer en la apología o quedarse estancado en el kitsch, es él. Viene a la mente La mala educación, película espejo de La piel que habito, solo que esta última contada en beauty shots. Ambas herederas de Vértigo –película idolatrada por Almodóvar–, hablan de la obsesión de un hombre por transformar a una mujer. En manos del director español, la transformación pasa por el travestismo y, en el caso de La piel de habito, el transexualismo. Pero si La mala educación, con su trasfondo católico, era genuinamente oscura y cargada de emociones –y, sin embargo, libre de “mensajes” o sentencias–, La piel que habito no toca fibras en la experiencia del espectador. (Eso sí, está plagada de advertencias ñoñas sobre el mal uso de la tecnología y la ciencia.) Tal vez lo único de verdad perturbador de la película sea el subtexto de castigo en la historia de la víctima encarcelada por el científico. Al final, el cambio de género es presentado al espectador como algo ajeno y tortuoso, que a la vez lo hace partícipe de un espectáculo irresistible: espiar junto con Ledgard a la prisionera Vera (Elena Anaya), que aun en sus peores días es imposiblemente guapa.
En la filmografía del director, las transgresiones y el cruce de umbrales de los personajes solían ser, si no lúdicos, por lo menos reveladores. Placeres secretos que muchas veces tendían lazos con el espectador.
En su exceso de homenajes al cine, a los géneros de serie B, a distintas tradiciones plásticas, al carisma de sus actores y a visiones futuristas de un mundo mediado por cámaras, Almodóvar se conforma con trazar personajes artificiosos –la víctima, el loco, su cómplice– confinados a la ficción.
Si algo nos atraía de ver “un film de Almodóvar” era vernos en los espejos de casa de sustos sostenidos por sus personajes: seres extraños con quienes compartíamos una medida de anormalidad. Tan solo por estar atrapada en el mundo de los estereotipos, La piel que habito es, al contrario de oscura, una película convencional. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.