El otorgamiento del Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades al historiador, ensayista, periodista e intelectual polaco Adam Michnik me ha llenado de alegría. Por lo visto, el orbe hispano no ha olvidado del todo la libertad y la democracia.
Mi recuerdo de Michnik está ligado a los inicios de la revista Vuelta en 1977. Octavio Paz leyó con emoción un texto de denuncia sobre la represión del régimen comunista polaco contra la disidencia y me pidió publicarlo. Lo firmaban Leszek Kołakowski y su discípulo Michnik, líder del fugaz movimiento estudiantil polaco de 1968 que había sido expulsado de la Universidad de Varsovia y encarcelado por dos motivos: su postura disidente y su origen judío. El texto anunciaba la constitución de KOR, un Comité de Defensa de los Trabajadores reprimidos por el Estado policíaco tras las protestas de 1976. El comité tenía una peculiaridad: la convergencia, ideológicamente impensable, de obreros, estudiantes, intelectuales, escritores y sacerdotes católicos. Buscaban la conquista de libertades que sus homólogos disfrutaban en Europa occidental. Michnik fue encarcelado nuevamente junto con sus compañeros, pero habían plantado la semilla del sindicato Solidaridad.
Tres años después, Solidaridad desafió al régimen totalitario. Polonia entera era disidente, y nosotros en Vuelta –a diferencia del grueso de la izquierda mexicana y latinoamericana– estábamos con ella. Al poco tiempo, en diciembre de 1981, el general Jaruzelski aplastó al sindicato. Michnik pasó otros años en prisión, escribió sus Cartas desde la cárcel, editó publicaciones que circulaban de manera subrepticia (samizdat), emprendió huelgas de hambre. Nunca perdió la fe, pero entendió los límites de lo posible. Si el totalitarismo era invencible por las armas, quedaba la pluma, la crítica, la paciencia y el humor.
A fines de los ochenta, en el umbral de la libertad, Michnik fundó el diario Gazeta Wyborcza, que ha dirigido desde entonces y que sigue siendo una de las publicaciones democráticas más sólidas e influyentes del mundo. En noviembre de 1989, a unos días de la caída del Muro de Berlín, visité la redacción. Al hablar con uno de sus compañeros, entendí la pasión profunda que los movía. Era una pasión polaca, natural en aquel país liberal y constitucional desde su origen moderno (1791) pero históricamente oprimido por los imperios de Prusia, Austria-Hungría y Rusia. Era también una pasión católica, como reconoció Michnik, al revalorar el papel de la Iglesia (y del papa Juan Pablo II) en la lucha contra el totalitarismo. Era igualmente una pasión judía: “recobramos la nobleza, el código de honor de nuestra tradición. Podíamos sentirnos orgullosos de ser polacos. Éramos actores de una fecha histórica, como el levantamiento del Ghetto de Varsovia en 1943”. Y era sobre todo una pasión universal por la libertad. Las pasiones convergieron en una: “había madres que preferían a sus hijos presos pero no vencidos”. Al poco tiempo, Polonia se liberó del yugo soviético y abrazó la democracia. Michnik no la vio como una oportunidad de venganza contra sus verdugos sino de reconciliación nacional.
En el “Encuentro Vuelta: La experiencia de la libertad” que convocó Octavio Paz en 1990, Michnik criticó la indulgencia de los intelectuales latinoamericanos ante Cuba: “Fidel Castro no solamente es el jefe del museo totalitario, sino también el modelo de la transformación de un movimiento libertario en un régimen totalitario y autoritario…”. Al mismo tiempo, heterodoxo al fin, reivindicó la posibilidad de una reforma democrática en los regímenes comunistas.
Han pasado más de treinta años desde entonces. Adam se ha opuesto al actual gobierno nacionalista de su país que, habiendo accedido al poder por la vía de los votos, ha buscado concentrar el poder y coartar las libertades. La vuelta del imperialismo ruso –zarista y bolchevique– no lo ha sorprendido. Pero para enfrentarlo lo acompaña Polonia entera, que en Ucrania ha reconocido su propia historia, y no quiere verla repetida.
“La democracia necesita Don Quijotes y Sanchos Panza”, le dijo a Ángel Jaramillo, que lo entrevistó para Letras Libres en noviembre de 2004. En esa mezcla difícil reside la mayor lección de este héroe de la libertad para nosotros. Ni realismo cínico ni idealismo utópico: la democracia liberal, que acepta la imperfección del mundo; que dialoga con los adversarios y los trata como seres humanos.
Publicado en Reforma el 29/V/22.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.