Parábola de un país

portada hotel singapur fernández fe

Hotel Singapur

Gerardo Fernández Fe

Audere Libros

Miami, 2020, 435 p.

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A pesar de la precariedad nacional, o quizá por ella misma, la literatura cubana, en especial la narrativa, ha experimentado en los últimos tiempos un auge inusitado, impulsada por el agravamiento de la crisis generalizada del país. Y es en la novela, posiblemente más que en la poesía, donde puede reconstruirse con mayor detalle la quiebra profunda de una identidad escindida y agarrotada entre la terrible circunstancia del ser y las abominables condiciones en que los seres se insertan en las circunstancias.

Por razones, aunque aparentemente obvias, nada propicias, al final resulta la literatura del exilio la que ha dejado una huella más perdurable en la historia literaria nacional. No deja de ser una ironía que la verdadera “novela de la revolución” no es la que han pretendido escribir los epígonos oficiales, sino la hecha por los díscolos e inconformes que tomaron la dura senda del exilio. Eso ha dotado inevitablemente a la narrativa cubana exiliar de un muy distintivo aliento épico, pues quizá ningún otro pueblo del planeta ha debido encarar durante más de seis décadas un régimen hegemónico, tan afincado para su deleite en el control de cuerpos y mentes.

Resulta paradójico que, al final de esta dilatada historia, los autores verdaderamente canónicos de lo que se considera la “narrativa cubana de la revolución”, aquellos que a la larga han escrito la historia de lo que en realidad fue la revolución cubana, literariamente hablando, sean precisamente los réprobos, los disímiles y los desafectos, como Reinaldo Arenas, Guillermo Cabrera Infante, Lydia Cabrera, Enrique Labrador Ruiz, Carlos Montenegro y Enrique Serpa (por hablar sólo de los fallecidos), entre muchos más. Ellos mismos han sido excluidos con meticulosidad del canon oficial, expulsados como perniciosos y enemigos. Son la escoria desechable y prescindible de la gran fragua revolucionaria.

Pero, siendo justos, en realidad la patética producción literaria en la isla (de la cual escapa apenas un par de autores) no puede cargarse exclusivamente a la cuenta individual de los creadores, sometidos al silencio, la censura y el miedo.

Aunque Cuba ha sido considerado generalmente un país de poetas, cada día son más los escritores insulares que desembarcan en el territorio de la novela, agrupándose en dos vertientes más nutridas: la narrativa histórica, que incluye tanto lo vivencial como lo autobiográfico, y la creación de una reflexión ideológica, apoyándose en la creciente historiografía nacional.

Por lo anterior, la literatura cubana realmente trascendente hace mucho tiempo que se vive, se siente, se escribe, se piensa y se publica en el exilio, donde no existen instituciones protectoras, ni editores complacientes, ni aparatos estatales puestos al servicio de los “integrados”, sino las duras condiciones del mercado editorial, aunque sin los controles de una censura oficial (si bien es claro que existen otros mecanismos de manipulación). En el exilio los autores sufren una orfandad que también resulta liberadora. Es el precio de la libertad: no me proteges, pero tampoco me oprimes.

En este contexto se inscribe la obra de Gerardo Fernández Fe (La Habana, 1971), quien cuenta en su haber ya con tres sólidos libros de ensayo, uno de poesía y un extenso libro-entrevista al poeta José Kozer, pero sobre todo tres novelas. La más reciente de ellas, Hotel Singapur, es su fruto creativo más ambicioso y, me atrevo a suponer, quizás el más significativo.

Este libro se desarrolla a través de la mirada inquisitiva e invasiva de un narrador que parece ser un hombre vacío y medularmente solitario, quien, como no tiene una historia propia y reseñable, se aplica con la atención casi de un entomólogo a coleccionar las historias de los demás. Así va resumiendo su pequeño universo, encerrado la mayor parte del tiempo en el sótano de un edificio de oficinas al que se refiere como “El crematorio” o “La cueva de los batracios”.

En este asfixiante ambiente burocrático se van desgranando las biografías de cada uno de los allí encerrados por obligación laboral de subsistencia, y porque en realidad sus vidas no tendrían otro objeto fuera de ese espacio. Entre miradas y guiños, visajes y murmullos, van aflojando las cuerdas que sellan los paquetes de sus secretos, derritiendo el lacre de sus mutismos, frustraciones, sueños y penas, en un rosario que forma la cadena a la que todos están uncidos. Son “almas en pena” condenadas por una justicia extraña e inapelable a la mediocridad, al silencio y al miedo de mostrarse como son. Cada uno es la crónica de un Ícaro que nunca ha levantado el vuelo, de Prometeos sin fuego redentor, de Sísifos de una disciplina sin frutos, resultados ni logros.

La metáfora es evidente: ese sótano refleja la vida de un país entero. El narrador es un verdadero y gozoso voyeur, un permanente espía de los demás (en un país donde esto es casi una indeclinable vocación genética), que realiza un empeño muy aplicado de fontanería de las almas y que hace notar sus recodos, fugas y putrefacciones en el albañal del inconsciente colectivo, donde, solo a veces, se pueden sentir libres, aunque no lo sean.

A la manera de un Dostoievski cubano, Fernández Fe escribe unas nuevas Memorias del subsuelo con seres fantasmagóricos, despojados, frustrados, envilecidos y no obstante aferrados a una última oportunidad; gente que supone que en algún momento esta llegará, por obra de una magia sorpresiva y definitiva. Estos personajes viven más en la memoria del pasado que en la circunstancia del presente, animados levemente por la ilusión y la fantasía, como el mecanismo de protección de una realidad decepcionante, vacía y repetitiva.

Hotel Singapur es una novela diferente, extraña, donde se advierte por un costado la construcción de un ambiente opresivo, al tiempo que van desarrollándose las vidas de unos personajes amasados en un recinto cerrado, asfixiante, que deviene, eso sí, símbolo nacional.

En última instancia, “El crematorio” o “La cueva de los batracios” son variantes de una especie de panóptico donde todos observan, escudriñan y vigilan a los demás, prefigurando la surrealista “selva de ojos” de Alicia en el país de las maravillas.

En estas páginas el narrador se define como un ser vacío y esencialmente solitario y confiesa que, como carece de historia propia, acude a coleccionar las de los demás, de las que se ve como un pesquisidor permanente y obsesivo, un espía voluntario y gozoso. Creo por ello que no resulta casual que el ambiente donde se desarrolla la mayor parte del relato sea en un sótano, con visibilidad anulada hacia el exterior, como una alusión a las catacumbas que, por razones obvias, tanto les dicen a los lectores cubanos. De tal suerte, este narrador es un coleccionista, más que de historias reales, de los rincones que todos ocultan para defender su identidad de las miradas extrañas y policiales, del último reducto de humanidad que les queda.

Esa, más que capacidad, vocación, para husmear en las existencias ajenas, con una especie de malsano deleite, puede asociarse a la referencia fílmica de La vida de los otros (2006), aunque sería más justo aún enlazarla con un libro fundacional publicado diez años antes, Informe contra mí mismo (1996), de Eliseo Alberto de Diego, que busca también reflejar una inclinación endémica y casi genética hacia la intrusión como parte de una conciencia y una identidad nacionales. Esta es, por tanto, una novela de palpitante y a veces hasta irritante actualidad, que nunca dejará impávido al lector.

Se trata también de una novela que se percibe desde una peculiar dimensión olfativa. Además de lo tangible y lo corporal, el autor nos remite a asociaciones odoríferas que refuerzan la cohesión ambiental, ya sea en un gimnasio o un laboratorio, en una playa o una guagua. Lo que empleaba Proust con el gusto evocativo de un sabor que desataba la memoria afectiva desde las papilas, lo hace Fernández Fe con el epitelio olfatorio: Cuba, especialmente La Habana, se percibe primero por el olor y luego por el sabor y la vista.

Por otra parte, el autor exhibe una inclinación por esos ambientes cerrados y agobiantes que lo acercan al perfil de Chejov, especialmente en sus escenarios burocráticos, aunque de igual manera demuestra una sólida preparación documental y testimonial que fortalece su relato con la verosimilitud que lo aproxima a la cuidadosa preparación del respaldo que estructuró, por ejemplo, Theodore Dreiser en Una tragedia americana, aquí con la formidable investigación sobre contextos poco frecuentes, como la halterofilia y el fisiculturismo, la botánica y el surfismo, entre otros.

Con este conjunto de rasgos, Hotel Singapur deviene así la parábola de una sociedad a través de la sumatoria de las historias individuales y vacías de sus personajes, que atraviesan el relato como figuras fantasmales, espectros levemente animados, pero sin conciencia ni voluntad para poder decidir sus destinos; huéspedes provisionales de un país que es como un hospital que poco a poco se va desvencijando, condensado en ambientes sórdidos y herméticos, cerrados y viciados, como panteones, crematorios, rastros y gimnasios.

No es casual ni gratuito que, en la contraportada del volumen, el consagrado Abilio Estévez, autor del ya inevitable clásico Tuyo es el reino (de quien se percibe una cercanía enriquecedora y motivante) obsequie unas líneas que son un espaldarazo literario otorgado con plena conciencia y responsabilidad.

Estévez llama la atención sobre la batalla que se establece en este libro “entre lo falso de la Historia y la verdad mentirosa de la pequeña historia”, pero también sobre la manera en que Fernández Fe “huye de la arenga monolítica y construye una historia de estructura sólida, narrada con sensualidad, cargada de humor, de matices y de inteligencia”.

“Por encima de cualquier consideración extraliteraria –concluye el autor de Testimonios de la orgía–, la gran victoria de este libro es justo poner en cuestión todos los límites, incluso los del género novelesco”, lo que coloca a Fernández Fe como “uno de los imprescindibles” entre los escritores cubanos nacidos después de 1959.

Ahí queda entonces el Hotel Singapur con sus puertas tentadoramente abiertas: los lectores que se atrevan a traspasarlas conocerán desde la agonía de sus entrañas la vida de un pueblo que ya tuvo que olvidarse de soñar con el futuro y se protege de su presente con una gruesa costra de miedos, mientras huye, en sus mentes antes que con sus cuerpos, hacia un pasado que abraza como único refugio y esperanza.

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