Amanecía en la planicie costera de Oaxaca. Esa mañana del 28 de marzo de 1787, los pescadores lanzaban sus redes a la laguna de Alotengo y los arrieros sacaban su ganado a pastar en la amplia planicie costera al sur de Pinotepa Real. Cerca de las once de la mañana se sintió un fuerte temblor que meció todo el sur de México. Cuando las oscilaciones de la tierra provocadas por este enorme temblor amainaron, los pobladores observaron un raro fenómeno por todos ellos desconocido: un tsunami.
[…] vieron con asombro retirarse el mar más de una legua descubriendo tierras de diversos colores, peñascos y árboles submarinos, y que con la misma velocidad que huyó de su vista volvió otra vez y otras.1
Al regresar, las olas embravecidas invadieron la planicie costera por casi siete kilómetros dejando vaqueros y pescadores muertos, incrustándolos en las ramas de los árboles.
Una descripción similar del tsunami se reportó en la costa de Tehuantepec, a casi 600 kilómetros de la Barra de Alotengo. Afortunadamente, la costa de Oaxaca y Chiapas estaba escasamente poblada, como lo está aún hoy día, y el número de víctimas fue relativamente bajo para un fenómeno de esa magnitud. Los efectos fueron sentidos también en Acapulco, donde el mar agitado por el tsunami provocó que la marea rebosara por casi 24 horas, invadiendo el muelle repetidamente.
La ciudad de Oaxaca sufrió los mayores daños en su historia. Entre los más importantes, el terremoto causó estragos en las casas reales, dañó las torres de la iglesia de San Francisco, provocó serias averías en los cinco conventos de religiosas y arruinó la iglesia de Nuestra Señora de la Merced Calzada. En Tehuantepec, el sismo arruinó la iglesia de San Sebastián y rompió los muros del templo de Santo Domingo.
Se estima que el temblor del 28 de marzo de 1787 alcanzó una magnitud de 8.6. Un sismo de esta magnitud y un tsunami como el de 1787 no han sido reportados en la historia escrita de nuestro país. Con el ojo de la imaginación, las descripciones del tsunami en las costas de México en el siglo xviii evocan las dramáticas y desoladoras escenas del tsunami de Japón, detonado por el sismo del 11 de marzo pasado.
Las similitudes no paran aquí. A pesar de contar con reportes de un gran tsunami en el año 869 de altura similar al que azotó la costa de Tohoku, los sismólogos japoneses suponían que la zona donde ocurrió el gran terremoto de magnitud 9.1 hace algunas semanas no estaría sujeta a temblores de magnitud mayor de 8. La atención de los científicos y de las autoridades de protección civil japoneses ha estado concentrada en las costas de Tokai, Tonankai y Nankai, cerca de la ciudad de Tokio. En Tokai ocurrió un gran temblor en 1923 que produjo la muerte de más de 30,000 personas. Las autoridades japonesas pacientemente esperan en esa zona un sismo de magnitud 8 desde hace varias décadas.
Las razones para pensar que un gran sismo se produciría en la zona de Tokai se basan en una simple suposición. El deslizamiento de las placas produce grandes sismos que liberan el movimiento entre ellas de forma episódica. Si en algún segmento de esta frontera no han ocurrido sismos de magnitud importante, digamos mayores a magnitud 7.5 en varias décadas, es de suponer que ahí las placas no se han desplazado y se está acumulando energía que será liberada por grandes temblores en el futuro mediato. Esto sugiere, de forma implícita, que los grandes temblores futuros tendrán lugar en las mismas zonas donde han ocurrido sismos en el pasado y con una magnitud similar a los observados históricamente.
Hay una gran similitud entre la percepción del peligro sísmico en las costas de Tohoku, antes del 11 de marzo de 2011, y las costas del Pacífico mexicano. Al igual que en Tohoku, en la costa del Pacífico mexicano no se tienen noticias de sismos mayores de magnitud 8.1 en los últimos doscientos años. La lección del Japón, en este sentido, es elocuente: las observaciones de unas cuantas décadas no son suficientes para predecir el complejo comportamiento de una zona sísmica.
El gobierno japonés actualiza y publica anualmente un mapa donde se indican las regiones de mayor peligro sísmico en el país. Robert Geller, un sismólogo americano, profesor de la Universidad de Tokio, reporta que en los últimos 32 años todos y cada uno de los sismos destructivos en ese país han ocurrido en regiones identificadas como de baja probabilidad de generar un temblor de magnitud importante.2 El terremoto de Tohoku del 11 de marzo es el último ejemplo de este fracaso; este evento tuvo lugar en una región considerada en la edición 2011 de ese mapa con bajas probabilidades de generar un gran sismo.
En México frecuentemente oímos hablar de que el mayor peligro sísmico en nuestro país lo representa la llamada Brecha de Guerrero. La palabra “brecha” denota el segmento del contacto entre las placas tectónicas donde no han ocurrido sismos de gran magnitud en muchas décadas. Sabemos que en la parte central de Guerrero, al menos desde el sismo del 7 de junio de 1911, que sacudió la capital el día que Madero entró triunfalmente en ella, no han ocurrido grandes sismos. Es lógico pensar que ahí podría tener lugar un gran terremoto en el futuro. Si bien debemos seguir tomando acciones para mitigar los daños y pérdidas potenciales en esa región, los ejemplos recientes en muchos lugares del mundo sugieren que debemos ser más cautos y conservadores, y aceptar como una lección de humildad los eventos recientes.
No debemos olvidar que, además de los grandes terremotos que frecuentemente ocurren en las costas de México, también han ocurrido varios temblores importantes en el centro del país, justo donde hoy se asientan las ciudades más pobladas. La historia sísmica de México3 contiene muchas referencias a sismos que ocurren a lo largo del llamado Eje Volcánico Mexicano que atraviesa el país de Colima a Veracruz. Por ejemplo, es un hecho poco conocido que el temblor que ha cobrado un mayor número de víctimas en México, después del sismo del 19 de septiembre de 1985, fue un sismo cerca de la ciudad de Xalapa que mató a cerca de 800 personas. La mayor parte de las pérdidas humanas se debió a los aludes de roca y lodo que se desgajaron de las montañas por las vibraciones causadas.
Hoy día muchas de estas grandes ciudades mexicanas no cuentan con reglamentos de construcción adecuados a su realidad geológica, ni con la instrumentación sísmica que permita conocer el comportamiento particular del terreno. Además, sus sistemas y mecanismos de protección civil ante grandes desastres son ciertamente perfectibles. Si en Japón, un país con un conocimiento sísmico de vanguardia y una cultura de protección civil digna de emulación, las sorpresas no dejan de aquejar a los especialistas, en México debemos revalorar con un gran espíritu crítico los peligros geológicos que nos acechan. No repitamos en el futuro la frase de un personaje en una novela de Raymond Chandler que con melancolía se decía a sí mismo el reconocido profesor japonés Kuneo Katayama, observando desolado la destrucción reciente en su país: “You self-sufficient, self-satisfied, self-confident, untouchable bastard” (“Bastardo egoísta, calculador, engreído e intocable”). ~
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1. Gaceta de México, 1º mayo de 1787
2. R. Geller, Nature, vol. 472, 28 de abril de 2011, pp. 407-409.
3. V. García Acosta y G. Suárez, Los sismos en la historia de México, México, FCE-CIESAS-UNAM, 1996, 718 pp.
(Ciudad de México, 1952) Es investigador titular del Instituto de Geofísica de la UNAM.