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La poeta Amanda Gorman recitó su poema “La colina que ascendemos” en el acto oficial del inicio de la presidencia de Joe Biden, participación que internacionalizó su nombre. En diversas entrevistas, Gorman ha insistido en el carácter no solo político sino abiertamente activista de su escritura en favor de la identidad afroamericana; confiesa que en el pasado creyó que la poesía era un asunto de hombres viejos y blancos, curiosa afirmación porque la lengua inglesa ha dado mujeres poetas extraordinarias y durante la corta vida de esta joven se le ha concedido una enorme atención a las escritoras. Poco importa: la iconoclasia literaria no cesa.
Al identificarse como una mujer negra estadounidense de origen modesto que se rebela contra sus mayores, Gorman en lugar de separarse del pasado se casa con él de manera indisoluble. Con su firme defensa de la identidad afroamericana y su boutade respecto a la blanquitud masculina añosa, esta escritora participa en los ritos de paso que marcan la entrada en la legitimación literaria. La misma rebelión respecto a lo establecido ha sido protagonizada por hombres y mujeres de letras desde el siglo XIX, acaso con menos suerte. De hecho, Lumen ha publicado dos libros de la poeta nacida en Los Ángeles: La colina que ascendemos (2022) y La canción del cambio (2022).
Amanda Gorman me da pie para hablar del espinoso asunto de la militancia y la literatura. No cabe duda de que el tema identitario ha tomado un auge tremendo en las nuevas generaciones, y no solamente en Estados Unidos. Desde la poesía están hablando las sexualidades e identidades de género, la raza, la diferencia cultural, la migración o el feminismo. ¿Vuelve el temido panfleto político de izquierda a la literatura? En realidad, el riesgo del mensaje político unívoco nunca se ha ido; lo que atestiguamos se trata de una nueva versión de la tensión entre las distintas tendencias estéticas y de estas respecto al pasado.
En el siglo XX, el tema de la identidad nacional fue central en América Latina, tanto como el de las identidades raciales, sexuales, de origen cultural y de género ahora. Se expresó, particularmente en la segunda mitad de la centuria, con lenguajes estéticos renovadores, exigencia nodal de la literatura en la modernidad. Este es el punto álgido: ¿importa la audacia estética en esta época como importó hace unas cuantas décadas? La elaboración formal diferenciaría entre sí a escritores y escritoras dedicados a indagar en los conflictos actuales, del mismo modo que diferenció los textos de Elena Garro o de Carlos Fuentes de las tantas páginas olvidadas dedicadas a la identidad nacional.
Sin embargo, da la impresión de que la lectoría y los proyectos de escritura se manifiestan menos amantes de las experimentaciones radicales que de las exploraciones realistas o fantásticas de géneros populares en el cine y la televisión. No es un juicio de valor, por cierto: leo con placer y admiración la narrativa de hoy, con escritores tan destacables como Karl Ove Knausgård, Mariana Enríquez, Benjamín Labatut, Elena Ferrante y Valeria Luiselli, irreductibles a la pura elaboración del discurso audiovisual.
Por otra parte, se imponen las realidades culturales propias de la era digital, propiciadora de modos de lectura ajenos a la larga paciencia requeridas por el libro impreso, el texto de filosofía y la novela de largo aliento. Que cuentistas y poetas poco a poco vuelvan a ser rentables para las editoriales, sin necesidad de ser novelistas exitosos que garanticen las ventas, confirma que en literatura nada se pierde y todo se transforma. Da entonces la impresión, solo la impresión, de que volvemos paulatinamente a géneros ensombrecidos por la novela, aunque es preciso pisar con pie de plomo en este sendero: el gran público oye canciones, se entretiene con series y películas, lee largas narraciones erigidas en bestsellers mundiales y apela a relatos de autoayuda.
En cualquier caso, la avalancha de textos sobre temas identitarios no debe alarmarnos más de lo que alarmaron otrora los imitadores de Pablo Neruda y los epígonos de Gabriel García Márquez; las frecuentes elaboraciones del feminicidio y la violencia hamponil y estatal tampoco. En literatura muchos son los llamados y pocos los escogidos; por ejemplo, he leído maravillosos poemas, novelas y cuentos que exploran la identidad lésbica; también textos que no merecen ni siquiera los minutos u horas invertidos en ellos. Preocupan menos las obsesiones identitarias que la corrección política y la censura, asuntos tocados en un texto anterior.
Los menores de cuarenta años están a caballo entre la escritura y la oralidad propia del mundo audiovisual y digital; se enfrentan a la precariedad laboral y a la cada vez más imposible hazaña de vivir del oficio literario; se empeñan en transitar los caminos estrechos de un discurso estético con raíces milenarias, cuya importancia educativa y cultural ha disminuido; se levantaron en una época que desconfía del culto al genio y prefiere, si se me permite la ironía, la inteligencia emocional, tan lejana de la creatividad radical. Sobre todo, les toca en el futuro inmediato y mediato la crisis de la democracia y de los valores que han cimentado la existencia de posturas tan críticas como las de Amanda Gorman, sin condenarla por ello a la marginación o la censura.
Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.