Al hablar del buen momento que vive la literatura ecuatoriana con figuras internacionalmente reconocidas como Mónica Ojeda y María Fernanda Ampuero, la crítica Gabriela Polit incluye a Yuliana Ortiz Ruano (1992) entre las voces más destacadas del momento. La novelista, poeta, ensayista y DJ de música de la costa del Pacífico suramericano considera que sus raíces africanas la convierten en cosmopolita por nacimiento y convicción creadora. Coincide con la escritora afrobrasileña Beatriz Nascimento (1942-1995) en que la literatura puede ser vista como un punto de fuga, la posibilidad de escapar de todos los condicionamientos, incluso los identitarios. Habla portugués y quechua y se siente cómoda dentro de una vasta geografía literaria, musical y cultural que se extiende a lugares tan distintos como Angola, Brasil, Portugal, Nigeria, Cabo Verde Jamaica y Cuba, por no hablar de su genealogía familiar, ligada a Ecuador y también a Colombia. La identidad afro atraviesa su feminismo con una vocación de futuro, más allá de la huella colonial y patriarcal del pasado, de la que reivindica la herencia libertaria del cimarronaje, los esclavos que escaparon de sus captores y fundaron comunidades. Lectora del cubano José Lezama Lima (1910-1976) y del francés Alain Robbe-Grillet (1922-2008), Ortiz Ruano experimenta con todas las influencias y tradiciones de las que dispone. Ha publicado los poemarios Sovoz (Hanan Harawi Editores, 2016), Canciones desde el fin del mundo (Libero Editorial, 2021) y Cuaderno del imposible retorno a Pangea (Ediciones Libros del Cardo, 2021). Su primera novela es Fiebre de carnaval (La navaja suiza, 2022), la cual ganó el Premio IESS (Italia, 2023) y el Premio Joaquín Gallegos Lara (Ecuador, 2023) a la mejor novela del año.
En tu novela Fiebre de carnaval confluyen la novelista, la poeta y la DJ en torno al drama del abuso sexual en el entorno familiar.
Como yo crecí en un barrio, una comunidad popular, aprendí a leer con música a todo volumen. En la novela quise dejar entrar este ruido, y, sobre todo, la jerga, que ya no es simplemente jerga sino lenguaje en acción, el lenguaje-nación del que habla el barbadense Edward Kamau Brathwait, surgido de la colonia y de la esclavitud y que está en el presente a través de la música popular, como es el caso de la poesía dub o el calipso de Mighty Sparrow. Quise que este lenguaje-nación encarnara en el cuerpo de Ainhoa, casi una niña, rodeada de mujeres increíbles, las ñañas que portan la cultura y la resistencia en la vida cotidiana. En el personaje confluyen también la crisis económica de fines del siglo pasado y lo que significa ser mujer desde el ejercicio de la sexualidad y el poder. En América Latina la institución familiar es el lugar del cariño, hay muchas canciones que hablan de este tema, pero en ella también aprendemos a obedecer, sobre todo en relación con los roles de género. El personaje del abuelo se aprovecha de los espacios mediados por la intimidad y la confianza para ejercer el dominio sobre el cuerpo de su nieta.
La reivindicación de un género plenamente occidental como la novela ha resultado problemática, y por lo tanto muy rica, para la escritura relacionada con la política de identidad y el debate poscolonial. ¿Cómo fue tu proceso hasta llegar a Fiebre de carnaval?
Cursé Literatura en la Universidad de las Artes, en Guayaquil, donde actualmente trabajo. Escribía poesía pero las lecturas que hice me llevaron a la posibilidad de narrar. Tengo influencias diversas en este sentido y hay libros clave: el francés Alain Robbe-Grillet con su ensayo Por una nueva novela (1963), el cubano José Lezama Lima con la novela Paradiso (1966) y el barbadense Kamau Brathwaite con un texto fronterizo entre el ensayo y la poesía, La unidad submarina: ensayos caribeños (2010). Para Robbe-Grillet la novela empieza como un ensayo y quien escribe no tiene que someterse a una tradición rígida. Una novela puede mostrarnos otras posibilidades aún no dichas. Cuando leí a Brathwaite me dije: yo también puedo mezclar diversos géneros, la poesía, el ensayo y la novela no se excluyen. Paradiso me fascinó como una novela altamente poética. Managua, Salsa City (¡Devórame otra vez!) (2000), del nicaragüense Franz Galich (1951-2007), fue muy importante para mí. Es una novela hermosa, fuerte, peligrosa. Me interesan mucho la narrativa que van bordeando el peligro porque vivo en una ciudad muy violenta como es Guayaquil.
¿Desde dónde se construye tu identidad afro?
Me interesa la potencia histórica de las historias negras con las que crecí en Esmeraldas, una zona de la costa ecuatoriana, y que se han borrado en Guayaquil, primer lugar de desembarco de los esclavos. También quiero pensar fuera del marco de la nación porque soy isleña, mi isla está entre Colombia y Ecuador y hemos recibido a panameños, jamaiquinos y cubanos, gente del aribe. No por casualidad la entrevista que me hizo Adriana Pacheco para Hablemos escritoras fue incluida en la sección correspondiente al Caribe porque, como bien lo dijo el escritor cubano Antonio Benítez Rojo (1931-2005), la experiencia caribeña no es un asunto meramente territorial, sino cultural. Me impactó también el panafricanismo porque empezaron a visitarnos de África para tener convenciones en Esmeraldas, que había sido un palenque, una comunidad afro con una resistencia negra muy fuerte. Se planteaba que éramos hermanos, que había muchas cosas en común entre nosotros, a pesar de que habláramos diversas lenguas. Empezó dentro de mí una pugna y una tensión identitaria e intercultural porque tomé consciencia plena de que, como decía el martiniqueño Aimé Cesaire en Discurso contra el colonialismo (1950), la negritud es vivir la historia dentro de la historia: lo veo todos los días en Ecuador, donde lo negro es concebido como monstruoso, como la amenaza. Entonces no hay ningún conocimiento, no hay ninguna historicidad porque, en palabras del historiador camerunés Achille Mbembe, el hombre negro nunca es lo que se dice de él. Un ejemplo en Ecuador es la novela Baldomera (1938), de Alfredo Pareja Díaz Canseco (1908-1993), con una representación sesgada y racista de una mujer afroecuatoriana. Las comunidades negras de América del Sur vienen de un despojo del idioma, del territorio y del imaginario. No es extraño que nos reconozcamos como parte de la diáspora, que, según la Unión Africana, es la sexta región del continente. África se propone entonces como una sola nación, definida como tal a consecuencia de la intervención colonial esclavista, con muchos territorios. Aunque esta forma de recuperación identitaria sea problemática, abre investigaciones interesantes como las del historiador Juan García (1944-2017) sobre la tradición oral afroecuatoriana. Tenemos una conexión con el África subsahariana, de donde vino la gran parte de la diáspora con destino a la esclavitud. ¿Por qué no explorarla? Estuve el año pasado en la Kizomba Design Museum (Bienal de São Paulo 2023), organizada por músicos de Cabo Verde y Angola, entre ellos uno de los fundadores de Buraka Som Sistema, una banda importantísima de la música Kuduro, ritmo nacido en plena dictadura militar en Angola como un modo de resistencia a través de la música, tema que me interesa. Me invitaron por Fiebre de carnaval, pero también porque en Ecuador, aunque no se habla portugués, se baila kizomba. En el evento causó sorpresa el término afroecuatoriano pues prefieren que nos reconozcamos simplemente como diáspora; también caímos en cuenta de que uno de los cimarrones de Esmeraldas, Alonso de Illescas (1528-1600), era de Cabo Verde.
¿Las coordenadas de la literatura afro serían entones la diáspora, la esclavitud, el desarraigo y el racismo contemporáneo?
No solo eso, es la posibilidad de pensar que todas las comunidades negras, donde quiera que estén, aunque hablen un idioma diferente, tienen algo que les hermana, en especial la posibilidad de soñar el futuro e imaginar estrategias para existir en él. La literatura afrofuturista es fascinante y se pueden leer textos del pasado desde esta clave, como yo leo al afroecuatoriano Nelson Estupiñán Bass (1912-2002). El mayor aporte de las narrativas afro es una imaginación radical de la libertad, que en nuestro caso no fue algo dado, se peleó por ella; también estamos en la lucha contra la gentrificación de los espacios en los que vivimos (costas, selvas). Por supuesto, hay una importantísima tendencia, la ciencia ficción; pienso, por ejemplo, en la escritora estadounidense Octavia Butler (1947-2006) que imagina mundos posibles negros mediados por la ciencia y la tecnología.
¿Multiculturalidad o interculturalidad?
Interculturalidad, por supuesto; lo multicultural habla de espacios artificialmente cerrados en sí mismos. No es real ni deseable. Soy una escritora ecuatoriana con propuestas que no tienen el foco en la nación y vivo una tensión con la idea de la literatura nacional, no solo con el tema afro sino también al abrirme a la experiencia de los muchos grupos indígenas que existen en Ecuador, país que es, en realidad, plurinacional y pluricultural. Ya se están haciendo encuentros y colaboraciones entre escritores y escritoras afro, indígenas y afroindígenas; en Ecuador tenemos la comunidad afroindígena del Valle del Chota, que era antes una hacienda jesuita donde la gente esclavizada se liberó. Hacen una música de raíces afro llamada bomba, como la de Puerto Rico, con sonoridades andinas indudables. En Brasil hay un fuerte movimiento afroindígena y el año pasado vino Helena Silvestre (1985), que es una escritora afroindígena con la que tengo permanente intercambio. Tanta diversidad abre mundos. Conozco a escritores y escritoras quechuahablantes que manejan el inglés y leen a autores en esta lengua; yo aprendí portugués para leer muy bien a las brasileñas Beatriz Nascimento y Conceição Evaristo (1946) en su lengua madre. Pasé después a los escritores caboverdianos y angolanos. Todo esto me parece sumamente rico. ~
Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.