Poesía completa de Marianne Moore

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No puedo evitarlo. El tricornio que Marianne Moore acostumbraba a lucir en sus últimos años me recuerda el sombrero de copa que Amélie Nothomb pasea en algunas de sus giras literarias. Luciéndolo, ambas propugnan una manera singular de presentarse en sociedad, como si no quisieran de ningún modo confundirse con la masa gris de escritores funcionarios, tan amigos de la corrección y el recato. La extravagancia es en ambas una declaración de principios, como la barba marinera de Hemingway o la melena alocada de Georges Perec.

A diferencia de Nothomb, que sí tiene novelas de claro tinte autobiográfico, en el caso de Moore hay que hablar de contención emocional llevada al extremo. Se resistió siempre a revelar su intimidad, aunque, como dicen los expertos en grafología, “somos como escribimos”: qué no decir pues de la apuesta literaria de toda una vida. Se negó también a recurrir al lirismo como expresión poética unívoca, optando por cultivar la línea de transformación y ruptura que llevó al cambio radical, equivalente al que determinó en narrativa el Ulises de Joyce, que ha sido la base de la modernidad poética y donde hoy seguimos abrevando.

Nacida en provincias, en una casa parroquial presbiteriana donde su abuelo era pastor, Marianne Moore (1887-1972) empezó a escribir poesía profesionalmente hacia la treintena, coincidiendo con su traslado a Nueva York. Cultivó un aspecto extravagante de solterona leída y no por ello poco enérgica, pues fue una gran amante de la contemplación del deporte, e incluso dejó constancia de ello en sus versos, cosa muy poco usual. T. S. Eliot y Ezra Pound, William Carlos Williams, H. D. o Wallace Stevens fueron algunos de los poetas contemporáneos que no dudaron en reconocer su valía. Su trabajo como editora de la revista literaria The Dial le permitió descubrir nuevos talentos poéticos de la talla de Elizabeth Bishop, John Ashbery y Allen Ginsberg. También ganó grandes premios, entre ellos el Pulitzer por sus Collected Poems de 1951.

Como ferviente cultivadora de la poesía reflexiva (en oposición a la de las emociones), su obra fue en su tiempo radical e innovadora, aunque la crítica no siempre supo descifrar el significado de su propuesta. Como recordaba el también poeta Ernest Farrés en una reseña en La Vanguardia, hasta Auden admitió haber tenido dificultades para adentrarse en su poética.

M. M. nació un año antes que el gran T. S. Eliot en su misma ciudad (Saint Louis, Misuri). Y murió el mismo año que Pound, aunque él en su amada Venecia y ella en la Gran Manzana, la ciudad que la vio consolidarse. Hay casualidades destinadas a sentenciar la historia, en este caso libresca. Si el azar los llevó a nacer y morir tan cerca en el tiempo, y en el espacio en el caso de Eliot, el cultivo esforzado de la literatura los llevó a erigirse en basamentos del cambio irreversible que iba a producirse en la literatura anglosajona.

M. M. no obtuvo el Nobel, como T. S. Eliot, ni posee una obra tan poliédrica como este, ni tampoco ostenta una faceta crítica de su envergadura, lo que no quita que acompañe este volumen de su Poesía completa precisamente un texto de Eliot, publicado por primera vez en 1935 a modo de prólogo a Selected Poems, donde Moore ya destacaba por su empleo de la llamada “técnica silábica”. Tampoco fue como Pound pionera del versolibrismo, que heredaría la Generación Beat y que en la poesía española haría gran mella en algunos novísimos.

La suya es acaso una aportación menor a la de estos dos gigantes, mas por otro lado muy superior a la gran mayoría de sus contemporáneos. ¿Sería muy osado ponerle un notable? ¿Por qué será que cuesta que las damas se midan como iguales con sus pares…? A pesar de los pesares, M. M. hizo mucho aun compartiendo casa con su madre de por vida, aun tocada con un sombrero cuasi napoleónico, aun rodeada de sesudos caballeros con el cabello engominado.

Pero los azares no se acaban allí. Moore nació un año después de la muerte de Emily Dickinson, frágil gorrioncillo de vida aún más circunspecta que a pesar de ello ha conseguido estar, y en un lugar preeminente, entre los poetas americanos fundacionales. Pas mal! Claro que los escuetos cinco poemas publicados en vida (algunos de ellos sin firmar) dicen poco de la capacidad de recepción de su entorno inmediato. ¿Quién sabe, pues, qué hubiera podido hacer Dickinson de tener las posibilidades de relación y aprendizaje que tuvo Moore, que trató de tú a tú a algunos de los grandes autores de su época? Lamentablemente el Amherst del siglo XIX no era la Nueva York del XX

Dicho esto, M. M. no fue tan solo una de las pioneras en codearse en igualdad de condiciones con los vates de su tiempo, sino que es una transgresora en toda regla, como sus contemporáneas H. D. y Amy Lowell, ambas imagistas. En el caso de M. M. se ha hablado de “modernismo herético”, un concepto que encaja bien con el espíritu de su tocado, insistiendo en ese rasgo singular.

Propuesta métrica renovadora, exuberancia discursiva, versos desconcertantes que fluyen en estructuras rítmicas completamente inéditas hasta esa fecha… Referencias a la actualidad del momento, temáticas prosaicas, citas recurrentes, datos científicos… ¿No les suena tremendamente actual, acaso al propio lenguaje de la posmodernidad, al llamado after pop? De pronto me ha venido a la memoria la poesía nada lírica de Mercedes Cebrián y su Mercado común. ¿Poesía para lectores de narrativa? Ese es otro debate.

Todas las traducciones de poesía debieran ser bilingües, como lo es esta. Olivia de Miguel ya había traducido para Acantilado la antología Pangolines, unicornios y otros poemas. Su esfuerzo se ha redoblado ahora y el resultado es espléndido por la complejidad sintáctica y de significación que entrañan estas páginas ya en su día osadas. ~

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(Barcelona, 1968) es escritora y crítica literaria. Recientemente ha publicado la novela El silencio (Caballo de Troya, 2008) y el libro de poemas Gran amor (Egales, 2011).


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