Finales de julio. En el vídeo, contrastado por Bellingcat, un soldado ruso castra con un cúter a un prisionero ucraniano (luego le ejecutan). El día siguiente, 28 de julio, llega la noticia de la masacre de 53 prisioneros de guerra ucranianos en el penal de Olenivka, en el Donbás ocupado. Portadas de medios como El País abren con la imagen de una estancia de amasijos de hierros y cadáveres calcinados, con la coletilla de “Rusia y Ucrania se acusan mutuamente”. Curiosamente, todos los guardias se salvaron y ningún edificio de alrededor muestra daños, como revelan imágenes tomadas por satélite. Los indicios apuntan a Rusia, quizá a través de un explosivo incendiario. Muchos prisioneros venían de la acería de Azovstahl, Mariúpol. Se rindieron como parte de un teórico intercambio de prisioneros en un acuerdo con participación del Comité Internacional de Cruz Roja. Ya entonces un amigo allí me envió este wasap lúgubre: “todos morirán con dolor, malditos rusos”.
Seguidamente un bombardeo ruso contra una parada de autobús de Bajmut, Donétsk (hay muchas entradas en Google solo sobre bombardeos contra paradas: Toretsk, Járkiv, Mykolaiv…) dejaba más imágenes de civiles muertos, postrados en posiciones inverosímiles en torno a la marquesina. A uno le sonaba el móvil sin parar. Cada masacre deja imágenes para el recuerdo. La del bombardeo de Vinnytsia, el 14 de julio, es un carrito de bebé ensangrentado y los vídeos de Lisa, una niña con síndrome de Down correteando en torno al carrito y su madre Irina ese día (Lisa murió en el acto, Irina sobrevivió).
Ya en abril otro amigo de Kyiv comparaba estos ataques rusos con actos terroristas: “Ucrania tiene como mínimo uno cada día”. He hecho números preliminares. Por ejemplo, si 193 personas murieron en el 11M, Ucrania, solo en víctimas civiles, sufre mensualmente varios 11Ms y 7Js (el atentado de Londres en 2005, donde hubo 52 víctimas). Amigos y amigas en Kyiv y Odesa –por no hablar de Járkiv o Mykolaiv, los nuevos Mariúpol– cuentan cómo se van a la cama sin saber si esa noche “te tocará”. Los números serían infinitamente peores sin las defensas aéreas, que los rusos no lograron eliminar en los primeros bombardeos (siguen intentándolo).
Human Rights Watch ha documentado crímenes de guerra rusos y, potencialmente, contra la humanidad en el sur ocupado por Rusia (Jersón y Zaporiyia). En concreto: torturas (algunas con resultado de muerte), desapariciones forzosas de civiles y prisioneros de guerra, así como detenciones de representantes democráticos y sociedad civil. Habla de un “abismo de miedo”. Otro informe de la OSCE confirma una “pauta clara de serias violaciones del derecho internacional humanitario atribuibles mayormente a las fuerzas rusas”, así como violaciones de derechos humanos, tales como asesinatos de civiles, incluidos periodistas, defensores de derechos humanos o alcaldes, y/o sus desapariciones forzosas, deportaciones a gran escala de ucranianos a Rusia (muchos niños entre ellos), etc.
La dimensión real de las barbaridades rusas, con sus millones de historias individuales, como las niñas violadas en pueblos y aldeas ocupadas, será peor. Lo terminaremos sabiendo, no todo. Pero en estas circunstancias hablar en este Occidente de vacaciones sobre “cansancio de la guerra” es absurdo y perverso a partes iguales.
Una guerra genocida
He argumentado en El País que esta es una guerra genocida de Rusia contra Ucrania, idea que crece a nivel internacional. Los responsables del régimen ruso incitan pública y directamente a la destrucción de la nación ucraniana (lo que remite al art. III de la Convención del Genocidio). Hablan de “solucionar la cuestión ucraniana” y “desucranizar el territorio” de “la antigua” Ucrania. Deshumanizan a los ucranianos, justificando su eliminación. Lo mismo hicieron los nazis o Milošević y sus secuaces serbobosnios. El oficialismo ruso suena a Radio Hutu, Ruanda, 1994.
La pauta de atrocidades rusas es consecuencia de esta lógica y encaja con los actos, definidos en la Convención, que corroboran la intención de destruir, totalmente o en parte, un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Es irrelevante para esta calificación que el agresor lo consiga, aunque Rusia avanza hacia su objetivo, también mediante el eliticidio (la imagen de la alcaldesa de Motyzhyn, con su hijo en una fosa común, su marido en un pozo), y cercenando el futuro del pueblo ucraniano. La fotografía de la madre sacada en camilla de las ruinas de la maternidad en Mariúpol es la metáfora de uno de los objetivos del liderazgo ruso: que no puedan nacer niños y niñas ucranianos (madre y bebé murieron) –y, si no, deportar los más posibles para rusificarlos. En los territorios que Rusia anexionará en otoño salvo que los recupere antes Ucrania, los nuevos funcionarios rusos (recordemos a Eichmann: todo genocidio requiere no solo terrorismo militar sino también funcionarios escrupulosos) reparten pasaportes rusos, eliminan el currículum ucraniano y destruyen todo signo de la existencia de Ucrania.
El Kremlin parece haber concluido que no puede ganar una guerra normal, con lo que aumenta su espiral de brutalidad, un signo de desesperación. Asimismo, escala la guerra híbrida en torno a dos vectores: el gas y la narrativa de que “Ucrania no puede ganar”. (El otro vector era la hambruna mundial; la resistencia ucraniana en el Noroeste del Mar Negro, y no solo la diplomacia, ha sido clave para que remitan esa operación). La victoria rusa no es inevitable: Ucrania puede ganar, como en su día Vietnam, Argelia o Afganistán, todos ellos frente a potencias nucleares (EEUU, Francia, URSS), pero Moscú quiere que pensemos lo contrario.
Uno diría que la elección es clara ante una guerra de agresión imperialista colonial, amparada en una narrativa fascista, de una potencia nuclear oligárquica frente a un país más pequeño que quiere ser una democracia normal. Una guerra con esas violaciones de derechos humanos, incluida violencia sexual. Con milicianas que luchan por defender sus ciudades, pueblos y familias frente a un invasor totalitario y asesino. Una guerra donde a veces gritan “No pasarán”, y a menudo “Do peremogi!” (¡Hasta la victoria!), o “Smert rascismu!” (¡muerte al fascismo ruso!).
Pues no: julio termina con un líder de Podemos cuestionando las sanciones y el “furor bélico”, y con la ministra Belarra (contraria al envío de armas a Ucrania) reivindicando “la paz”. Un mensaje calcado al de Marine Le Pen, casi el mismo día. Agosto empieza con Jeremy Corbyn criticando, en una cadena asociada a Hezbollah, la entrega de armamento a Ucrania. Ninguno hacía referencia a las peores violaciones de derechos humanos en suelo europeo desde Bosnia, ni tenía a bien pedir la retirada rusa de Ucrania.
Hagamos contrafactuales. Si se dejaran de enviar armas a Ucrania, Rusia escalaría libre y sádicamente. Ucrania sucumbiría más, quizás no totalmente, pero su resistencia sería aún más desesperada y sus ciudades y civiles quedarían aún más indefensos ante los misiles rusos (una petición central ucraniana son defensas antiaéreas). Más población asesinada o internada, más deportados y subyugados. Si hoy muchos regresan a su país, habría muchos más refugiados. Si se fuerza a Ucrania hoy a un alto el fuego (que Rusia tampoco quiere), Rusia se consolidaría dentro del país y, nada más regenerar fuerzas, volvería a atacar Kyiv, Odesa y otros centros clave. Sin el sur, Ucrania resultaría difícilmente viable, a pesar de ser candidata a la UE (¿España sin sus fachadas mediterránea y atlántica?).
Habría más mujeres violadas. La violación es una comparación útil, además de una imagen habitual en las referencias rusas sobre Ucrania. Lo que dicen Belarra, Echenique, Corbyn y otros es que dejemos de dar spray de pimienta a la mujer repetidamente violada –salvando lo que aportan EEUU, Polonia, Noruega y algún otro, esa es la traslación práctica de la ayuda militar europea– para repeler al agresor. Que ambos solventen sus diferencias. Es paradójico que en ese sector de izquierda cercano a movimientos feministas casi no se alcen voces contra las violaciones de mujeres ucranianas que relatan The Guardian y otros medios.
¿Por qué se producen estos posicionamientos? Uno: no les interesa la realidad, sino la dialéctica teórica. Si la Ucrania sujeto del Maidán concitaba sus fobias, no cabe esperar que la que resiste reúna sus filias. Les incomoda porque les pone contra el espejo, pero es el relato lo que cuenta, aunque converjan con “geoestrategas” derechistas (los de “Kyiv caerá en dos días”, “Rusia no pegará un tiro”, etc.). Si Ucrania cae, mejor: constataría en su cabeza el fracaso de EEUU y la OTAN (el destino y opinión de ucranianos y ucranianas son cuestiones secundarias). Dos: es el empecinamiento del error, una huida hacia delante, como escribía Antonio García Maldonado. Se equivocaron en la primera agresión contra Ucrania en 2014. Ahora, con honrosas excepciones, profundizan en ese error trágico. Si entonces no querían ver, ahora han elegido ser ciegos y sordos ante Bucha, Mariúpol y un largo etcétera. Tres: es un problema de valores. Apoyar la Ucrania libre no es de izquierdas o derechas: es de conciencia. Lo de estos políticos e intelectuales es una muestra de antivalores y bancarrota moral. Su antifascismo es un paripé: muchos ucranianos hacen más méritos antifascistas. Si piensan así en una cuestión tan básica como Ucrania, ¿por qué he de tomarles en serio en ningún otro tema?
A lo mejor no importan tanto. Ante una agresión genocida histórica se han mostrado inútiles. No sirven, no tienen nada que aportar y menos mal: sus políticas, de ser decisivas, resultarían desastrosas para Ucrania y Europa. Quizá por eso los ciudadanos les ponen en su lugar (Corbyn lo sabe), pero seré optimista: aún pueden ser más nefastos. De lo que no tengo duda es de que son cómplices políticos y morales del que, si les hacemos caso y no lo impedimos, será el crimen de crímenes en Europa desde hace generaciones.
Borja Lasheras es Senior Fellow del Center for European Policy Analysis (CEPA).