No queda más remedio que seguir luchando

Los ucranianos han llegado a la conclusión de que deben seguir luchando. La guerra es para ellos una cuestión existencial, y la teoría de que es preferible una mala paz que la continuación de la guerra olvida que Putin aspira a una victoria total.
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El lapso de tiempo entre la alarma antiaérea y la primera explosión es de apenas cuarenta segundos. Mientras uno se intenta acostumbrar a ese sonido ensordecedor de algo enorme explotando cerca, llega la segunda. Mis amigos ucranianos mantienen la calma. Todos ellos han sufrido bombardeos rusos mucho más intensos, sobre todo en los primeros meses de la guerra.

Por aquel entonces, los rusos se acercaron mucho a Járkov, en el este de Ucrania, y bombardearon duramente la ciudad; hay vídeos del edificio de la administración regional volado por los aires el 1 de marzo de 2022, donde murieron 29 personas en el acto, de las universidades ardiendo (parte del rico tejido cultural de esta ciudad), por no hablar del barrio de Saltivka. Este barrio del noreste es ahora una serie de edificios residenciales derrumbados y escombros que recuerda a Grozny, o, más recientemente, a Mariúpol.

El año pasado, las triunfantes contraofensivas del ejército ucraniano hicieron retroceder a las fuerzas invasoras rusas, lo que supuso cierto alivio para la ciudad. Pero incluso con la provincia de Járkov prácticamente liberada, Rusia puede bombardear periódicamente la ciudad desde Belgorod. En estos ataques se emplean cada vez más los S-300, originalmente misiles tierra-aire que ahora se han reconvertido para atacar objetivos terrestres (con una precisión limitada y consecuencias a menudo desastrosas).

Mientras las sanciones reducen su capacidad para producir municiones de alta precisión y otro armamento avanzado, Rusia ahora recurre a reservas de misiles de calidad inferior, como los S-300, que las defensas aéreas ucranianas, incluso con modernos sistemas occidentales, tienen dificultades para interceptar a tan corto alcance.

Conocí a supervivientes de estos letales ataques “zonales”, la mayoría de ellos miembros activos de la sociedad civil de Járkov. Nataliya sobrevivió al principio de la guerra a un ataque con misiles en el que un cohete impactó en un edificio cercano y otro justo después (Rusia hace esto para matar al personal de los servicios de emergencia que llega tras la primera descarga, una sangrienta técnica que perfeccionó en Siria). Dascha, artista, perdió su casa. Algunos de sus alumnos de la Universidad Nacional de Arte perdieron a sus padres u otros familiares.

Ataques rusos como este reciente en Járkov apenas aparecen ya en las noticias occidentales. Lo mismo ocurre con las descargas de artillería contra las regiones fronterizas, por no hablar de las zonas de primera línea en el Donbás y el sur de Ucrania.

La vida y su calidad cotidiana en Ucrania dependen ahora de dos factores: en primer lugar, la proximidad o lejanía del alcance de la artillería rusa; en segundo lugar, la defensa aérea para interceptar drones y misiles, que pueden cubrir todo el país mientras Rusia dispara desde tan lejos como el mar Caspio, un patrón que solo puede contrarrestarse con más fuego ucraniano de largo alcance (es decir, misiles y aviones modernos). Sin embargo Occidente, principalmente Estados Unidos, está dando largas, como hizo con los tanques. (Estados Unidos ha prometido municiones guiadas de hasta 150 km de alcance, y el Reino Unido está licitando misiles para Ucrania de hasta 300 km, aunque serán variantes de ataque a tierra. Ninguno de los dos llegará hasta dentro de unos meses.)

Mientras tanto, Ucrania sigue siendo muy vulnerable a los ataques rusos. Hay varias zonas de vulnerabilidad. Hay una primera línea –un primer círculo del infierno– donde las fuerzas del Kremlin simplemente han borrado ciudades y pueblos enteros a lo largo de la línea del frente, principalmente en el Donbás: Marinka, Bajmut, Vuhledar o, cada vez más, Avdiivka. Mientras lo hacen, sus artilleros apuntan cada vez más a una segunda línea adyacente de ciudades habitadas (Slovyansk, Chasiv Yar, Kramatorsk y otras), con el objetivo de arrasarlas para preparar otra ofensiva y sembrar el terror y obligar a la población a huir. Esto incluye zonas liberadas, como la ciudad de Jersón, donde el 3 de mayo los bombardeos rusos contra un supermercado y otros objetivos civiles mataron al menos a 23 personas).

Los ucranianos han llegado lógicamente a la conclusión de que deben seguir luchando. Alrededor del 90% querría continuar las hostilidades incluso si Rusia utilizara un arma nuclear. Algunos en Occidente, el llamado bando de la paz ahora, consideran que esta elección ucraniana es, en el mejor de los casos, épica pero irracional; y en el peor, un capricho fruto de una terquedad que no debe consentirse. Algunos sostienen que, dado que Kiev no cayó en 2022 y que los ucranianos consiguieron después hacer retroceder a los rusos en gran parte del país, Rusia es incapaz de hacer más avances. Dicen que el estancamiento es inevitable y que hay que poner fin de inmediato a la pérdida absurda de vidas y recursos. Una mala paz es mejor que cualquier guerra, dicen.

Hay problemas fundamentales con estos argumentos y las propuestas que suelen derivarse de ellos.  

En primer lugar, los ucranianos no pueden dejar de luchar porque esta guerra es una cuestión existencial para ellos. Se enfrentan a amenazas inmediatas, como se ha demostrado anteriormente, pero también a medio y largo plazo. Resulta peligrosamente ingenuo pensar que Ucrania gozará de seguridad alguna con 300.000 soldados rusos en su territorio y con más por llegar, y con Rusia ocupando todavía el 17% del país.

En segundo lugar, Ucrania no puede ser un país independiente y viable sin sus tierras robadas. Esto es especialmente cierto en el sur, donde debe recuperar el acceso a los mares y a rutas marítimas sin obstáculos, cruciales para sus exportaciones. Por ahora, esto solo puede conseguirse mediante una mayor presión militar, con el respaldo de Occidente, y con el éxito de las operaciones de contraofensiva. Rusia no ofrece una retirada, de hecho, exige la rendición. Esto es imposible.

En tercer lugar, Ucrania tiene razones humanitarias fundamentales y legítimas para liberar a su pueblo en las regiones ocupadas y detener la campaña rusa de abusos, tortura e intimidación, junto con sus planes acelerados de repoblación. (De ahí la deportación de niños, por la que la CPI ordenó la detención de Putin, y su nuevo decreto que prepara el camino para que los ucranianos “extranjeros y apátridas” que se nieguen a convertirse en “rusos” sean deportados a partir de julio de 2024). Estas políticas, que recuerdan al estalinismo y al anterior colonialismo ruso, pretenden convertir Ucrania en una provincia rusa mediante traslados forzosos de población y “reeducación” forzosa. Cuanto más tiempo mantenga Rusia el control de estas zonas, más difícil será revertir estas políticas.

En cuarto lugar, todas estas propuestas de alto el fuego se basan en la idea de que se puede comprar a Putin con concesiones territoriales ucranianas. Esto ignora el hecho ineludible de que sigue empeñado en la victoria militar total. De ahí los continuos esfuerzos rusos de regeneración de fuerzas, producción militar y eliminación de sanciones. Su teoría de la victoria se basa en la fatiga de Occidente, mientras lanza un ejército tras otro contra Ucrania, degradando la capacidad ucraniana y esperando un golpe final. Cualquier fachada de estancamiento, con la posibilidad de mantener sus ganancias, solo le animará a seguir adelante.

Por lo tanto, las propuestas de alto el fuego, por no hablar de un acuerdo diplomático –como las presentadas por el presidente brasileño Lula–, que no tienen como punto de partida la Carta de las Naciones Unidas, la retirada rusa, la justicia para los crímenes de guerra y garantías reales de seguridad, no solo son poco realistas. Si esta campaña tuviera éxito, permitiría a Putin proseguir con la destrucción constante de Ucrania (Rusia sin duda seguiría bombardeando Ucrania alegando “provocaciones”), haciendo imposible la vida en gran parte del país y acabando con los esfuerzos de recuperación económica; condenaría al infierno a muchos ucranianos en las zonas ocupadas; daría un barniz de legitimidad a sus conquistas –con consecuencias más allá de Ucrania– al tiempo que le proporcionaría un respiro para rearmarse y, posiblemente, prepararse para otra invasión a gran escala. Así que, a falta de los términos anteriores, el bando que defiende “la paz ahora” está equivocado. No traería una paz justa y duradera. Los recuerdos de errores diplomáticos similares y fatídicos en Bosnia también deberían pesar.

Los ucranianos son los primeros que ansían la paz; simplemente saben mejor que nadie lo que es mejor para ellos y su futuro.

Cuando pregunto por sus numerosas pérdidas y su voluntad de seguir luchando, la respuesta que escucho a menudo es que “tenemos que dar sentido a sus muertes y terminar el trabajo, de una forma u otra”, pues “no queremos que nuestros hijos e hijas luchen en la misma guerra dentro de unos años”.

Antes de las alarmas antiaéreas y las explosiones de misiles, en una fresca y soleada tarde primaveral, tras un fascinante concierto de música de los alumnos de primer curso de la Universidad de Artes (el primero desde la invasión), las calles de Járkov vuelven a bullir de coches, ciudadanos que hacen su vida y adolescentes que patinan en el parque Taras Shevchenko. Uno no puede sino sentir que la victoria acabará pareciéndose mucho a esto. El bullicio de una vida ordinaria y digna.

Traducción de Ricardo Dudda.

Publicado originalmente en el blog de CEPA.

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Borja Lasheras es Senior Fellow del Center for European Policy Analysis (CEPA).


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