Oleksandr Ratushniak / UNDP Ukraine

Volver a nacer

En Yahidne, a quince kilómetros de Chernihiv, Ucrania, 370 personas se refugiaron en un sótano de los ataques de los soldados rusos. Esta es una crónica desde allí.
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Los rusos llegaron al pueblo el 3 de marzo, en los días en que pugnaban por rodear la ciudad de Chernihiv, a quince kilómetros al norte de aquí. “Muchos ni hablaban bien ruso”, cuenta, pongamos, Yuri, mientras bajamos las angostas escaleras de la escuela local tras atravesar una puerta donde se lee la palabra “deti” (niños). “Pensaron incluso que estaban en las afueras de Kyiv al ver la red de electricidad, baños en cada casa…”

Aunque ocultaron su identidad e insignias, periodistas e investigadores ucranianos les han logrado identificar como miembros de la 55 Brigada Motorizada de Tuvá. Shoigu, Ministro de Defensa, es de allí también. Tanto éxito ha tenido el imperio ruso tras cientos de años de colonización de Siberia y destrucción de los indígenas locales, a menudo ahogados en alcohol (como describe Jacek Hugo-Bader en sus crónicas por el enloquecido mundo ruso), que tuvanos, buriatos y otros siberios participan en esta nueva colonización de Ucrania. La guerra además les da trabajo. A menudo también les mata en números mayores que a rusos étnicos, a los que el Kremlin tiende a preservar.

En este sótano, que en parte era el gimnasio de la escuela, encerraron a los habitantes de Yahidne, casi 370 personas, incluidos 50 niños que dormían en cajones de madera –los más afortunados– o en pizarras. En el tabique que separa el pasillo de los habitáculos, cuartos de trastos en su día, escrito en bolígrafo o tiza el número de personas –varias docenas– y niños. En las paredes desconchadas y llenas de humedales, garabatos infantiles, el himno nacional e imágenes bellas de ángeles. Supongo que la cercanía con el Mal humano impulsa la necesidad de recrear el Bien divino.

Había medio metro cuadrado por persona, con lo que solo podían dormir sentados o de pie. Es difícil describir la sensación de claustrofobia en estas sucias estancias llenas de cacharros abandonados, plásticos y periódicos. Hay ejemplares del oficialista ruso Komsomolskaya Pravda, fechado en febrero y marzo de 2022. Cuando bajaban al sótano borrachos perdidos para insultar y humillar a los ucranianos, los soldados les daban estos periódicos. “Ucrania ya no existe”, decían, “Zelensky ha huido y Kiev está ocupada… ¡Tenéis que aprender el himno ruso!”. A los locales les venían bien esos periódicos para limpiarse el culo.

Solo hay un par de ventanucos en la habitación central, tapados con listones. Un día bajó un médico ruso y, mirando a los civiles, dijo a sus oficiales que en una semana más o menos todos terminarían muriendo, así que les dejaron abrirlos algo más. Al intensificarse el fuego de mortero y artillería, tuvieron que taparlos.

Faltaba el precioso oxígeno. La condensación por cientos de personas respirando creaba charcos junto a la pared y empezaron las enfermedades infecciosas. Las madres imploraban a los rusos que dejaran salir a sus pequeños más a menudo. “Es la guerra”, era la respuesta. Cuando lo hacían, algunos niños se desmayaban con la luz natural. Los rusos les tiraban mendrugos de pan gritándoles “¡Os hemos liberado!”. Antes de morir de enfermedad o hacinamiento extremo, los ancianos solían volverse locos. Con las primeras muertes, los soldados les dieron permiso unos días después para enterrar los cadáveres, pero luego les empezaron a disparar, hiriendo a varios lugareños. Más tarde pudieron poner una morgue improvisada en un almacén a escasos metros de la salida. Una habitación daba directamente al subsuelo de los baños de la escuela, que se estropearon con el mal uso de los ocupantes y la falta de servicios mínimos. Así, heces y orina caían por las tuberías a los nuevos inquilinos subterráneos, que poco podían hacer.

Junto a una puerta alguien escribió los nombres de ciudadanos ejecutados en los cercanos bosques de pinos y en las calles del pueblo; en la puerta en sí, todo el mes de marzo 2022, apuntando al final “llegan los nuestros”, y más a la derecha, las personas que aquí murieron. 

Fuera, un sencillo monumento recuerda a esos fallecidos, una decena, en el mes que duró su cautiverio hasta que los de la 55 se fueron, dejando detrás casas saqueadas y a ellos en el sótano. Al poco llegó el ejército ucraniano en su empuje al ruso en retirada de Kyiv y Chernihiv, a principios de primavera. En Yahidne tuvieron suerte. Hay decenas de centros de detención en la Ucrania ocupada y Rusia, con otros en construcción. En ellos, sin apenas esperanza de liberación, miles de ucranianos detenidos en condiciones infrahumanas, sufriendo trabajo forzoso, tortura y otras vejaciones en este Gulag del putinismo. Es lo que espera a tantísimos ucranianos si perdieran la guerra: muerte, muerte en vida en cautiverio, o exilio. Escenarios, junto a más Buchas y Mariupols, que los MAGA Republicanos, otros aliados útiles de Moscú y equidistantes del llamado Sur Global, contribuyen a hacer realidad.

Antes de subirnos a la furgoneta con los amigos de PEN Ucrania, le pregunto a Yuri sobre qué sintió cuando llegó ZSU, el ejército ucraniano. Ni piensa la respuesta: “fui feliz como nunca, como volver a nacer”.

Al día siguiente, la nieve cubre los laterales de la carretera que nos lleva a la ciudad, el puente sobre el río Desná parcialmente reconstruido. Señales de minas en campos y bosques donde hace años paraba despreocupadamente a estirar las piernas tras horas de viaje. 

En las mismas horas en que esos soldados rusos encerraban a los habitantes de Yahidne, su fuerza aérea bombardeaba la bella Chernihiv, matando a cientos de civiles, a veces familias enteras, como el bombardeo de la calle Chornovola el 3 de marzo. Vira, joven escritora local, está segura de que el número de víctimas es mayor, incluyendo ancianos abandonados, abortos no deseados, etc. Muchos locales murieron defendiendo la ciudad.

Los cementerios son el único lugar del mundo donde puede haber miles de personas en completo silencio. Cae la noche mientras recorremos las hileras de tumbas cerca de lo que fue la zona 0. Algo más allá, el sector de bajas militares, cubierto de banderas nacionales. Aunque ya me pesa en el ánimo visitar otro cementerio ucraniano, aparto la nieve para leer algún epitafio. Uno de ellos es el de “Voba”, voluntario que hizo varias salidas en su coche para recoger a militares heridos; a la sexta vez, ya no regresó. Solo encontraron un amasijo de hierros.

Vira tiene gafas redondas de empollona y viste ligera mientras a mí el frío me corta la voz. Rompe el estereotipo narrativo sobre dolor y tristeza, tan mórbido pero que predomina en las crónicas de guerra. Hace bromas de humor negro –común aquí– que me cuesta seguir y ríe, aunque reconoce que pasó miedo y que ese marzo pensó que el final estaba próximo. “Sobrevivimos…También hubo felicidad por eso”, dice. “Los niños por momentos incluso lo pasaban bien, jugando por la calle. Pedían chocolatinas y comida caliente, con lo que tenía que salir del refugio, aunque en mi distrito los bombardeos eran constantes… Se pasan mejor con cigarrillos, ¿sabes? Tienes menos miedo”.

Antes de irnos, Volodya y yo paramos junto al teatro dramático, en pleno centro urbano. El pasado 19 de agosto, durante las celebraciones del spas, festividad en la que las familias llevan fruta a la iglesia para su bendición, un misil ruso lo semidestruyó, mató a varias personas e hirió a un centenar. Ese Iskander se llevó a sus seis años a la bonita Sofía, del mismo nombre que mi hija. Redes sociales rusas viralizaron una foto suya con un mensaje de que “zapatos de niño, ya no en venta”.

Pedimos algo para llevar en uno de los cafés exprés, donde atiende gente joven. Por momentos, el tráfico recuerda al de otras capitales de provincia europeas en fechas navideñas. Hoy no han sonado alarmas aéreas y, salvo por los controles militares al salir de la ciudad, por un rato la guerra parece casi un mal sueño. Pero no me engaño: es una pesadilla latente, siempre el acecho y de la que ya no te puedes despertar.

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Borja Lasheras es Senior Fellow del Center for European Policy Analysis (CEPA).


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