En el décimo aniversario de la ausencia física de Octavio Paz cayó sobre nosotros un alud de disertaciones sobre el poeta. Embotellamiento de textos, se diría, en hora pico literaria desembocando a las prensas, frenesí de redacciones, universal espulgo del poeta. Merecería alguna explicación este tumulto, no seré yo quien se aventure en ese terreno, y solo recordaré que la mayoría de los escritores aprovecharon el pretexto de Paz para disertar, como es usual, no sobre lo conmemorado, sino sobre ellos mismos. Nosotros no lo haremos en esta consideración intempestiva y simple de Paz, ajena por fortuna a toda conmemoración. Cederemos la palabra al poeta. Su voz nos llegará en ocasiones menores, cuando iluminaba una conversación con algún destello inesperado de talento. Cosa frecuente en él. Son como dije ocasiones menores, pero recuérdese ese elogio de lo intrascendente que elevó Chamfort y que asienta que “en las grandes cosas los hombres se muestran como les conviene mostrarse, mientras que en las pequeñas se muestran como son”.
En 1971 Paz conoció a Gordon Wasson, célebre pionero en la investigación de la relevancia en la cultura de las sustancias estupefacientes, delirantes, que avanzaba por esas fechas hacia convertirse en consumo usual de los jóvenes de entonces.
Paz, omnívoro en intereses, se sintió fascinado por los trabajos de Wasson. Por ejemplo: se halló en Patmos, tierra de San Juan –santo que redactó el Apocalipsis, escrito traspasado por visiones tan enigmáticas y poderosas como las de los sueños–, cierto hongo cuyo efecto es parecido al del popular psicotrópico mexicano llamado peyote. ¿Había San Juan consumido el hongo?, ¿obedecía el Apocalipsis a un pasón de hongos?, ¿qué papel, si alguno, había desempeñado el hongo hallado en Patmos en la redacción del texto sagrado?, ¿por qué no, habida cuenta de que se dan visiones desconcertantes y desaforadas tanto en la ingesta de peyote como en el texto de Juan? ¿No podrían tal vez tener el mismo origen?
Paz matizó su respuesta, está bien todo eso de que el néctar y la ambrosía que consumían los dioses podían ser mariguana y hongos delirantes, pero señaló que eso no debía rebajar de ningún modo la influencia decisiva del patriarcal y reconfortante estimulante de los griegos, el vino de uva, y su propuesta se enardeció en la defensa de la vieja cultura del vino, el vino a cuya sombra se desenvolvió la cultura mediterránea, vino de dioses helenos, vino dionisiaco, vino cantado por la poesía griega, la china o por las Rubaiyat musulmanas…
Pues bien, escribiendo Paz de Henri Michaux, otro gran experimentador de los efectos de los estimulantes psicoactivos, puede hallarse este pasaje que sin duda puede cobrar valor autónomo:
Al leer estas páginas de Michaux recordé un objeto que hace algunos años me mostró el pintor Paalen: un trozo de cuarzo en el que estaba grabada la imagen del viejo Tláloc. (Paalen) se acercó a una ventana y lo puso contra el sol:
Tocado por la luz
el cuarzo es ya cascada.
Sobre las aguas, flota, niño, el dios.
Así, de pronto, brotó el poema, un poema más adecuado y significativo acerca del trozo de cuarzo que otros intentos de explicación detallada en prosa, eso por no decir nada del deleite que pueda engendrar la cascada de piedra.
En una traducción de Guillaume Apollinaire, padre del modernismo que inventó voces como “surrealismo” o “cubismo”, y gran poeta, hallamos este rincón autónomo paciano. Paz traduce una cuarteta de Apollinaire:
Carpas
En viveros y en estanques,
carpas, vivís largos años,
olvidados por la muerte,
peces de melancolía
Y comenta:
Esta versión es bastante fiel pero no me satisface. Me atreví a cambiar el primer verso, haciéndolo más concreto y particular (no las carpas en sus estanques y viveros sino un estanque con unas carpas), suprimí el segundo verso por obvio (seguí el precepto japonés: no decir sino sugerir) y cambié el orden de las dos últimas líneas. Creo que le habría divertido a Apollinaire ver su epigrama latino transformado en un haikú:
Carpas en el quieto estanque,
peces de la melancolía
olvidados por la muerte.
Con lo que tenemos una lección de cómo hacer poesía. Es una lección sin teorías, viva, podríamos decir, uno de cuyos preceptos es, desde luego, “quita todo lo que sobra”, “lo poético no está en lo bonito, sino en lo esencial, quita ornamentos y sustenta la estructura”. Y esto así como si nada, platicando flojamente.~
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.