El papel del amateur

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Ejemplos notables de cooperación entre aficionados a una ciencia dura y los profesionales del asunto son casi nulos. Poco más de trescientos cincuenta años de experimentación baconiana, donde la navaja de Occam ha sajado las plantas de los pies de todos aquellos que han intentado caminar sobre su filo sin más que buena fe y esperanza, nos permiten comprender por qué no podría ser de otra manera. Incluso los más tozudos creyentes en las bondades de la ciencia contemporánea y los secretos maravillosos que se esconden detrás de ella jamás lograrían iniciar una simbiosis creativa sin contar con varios cientos de miles de dólares y un ejército de técnicos diligentes respaldándolos. Esto hace algo más que poner en evidencia el abismo que aún separa las grandes corporaciones científicas, esto es, el enjambre de instituciones y laboratorios de clase mundial, de la gente de la calle. Nos condena a ser meros espectadores de la fiesta.

Quizá uno de los últimos y genuinos actos de aportación del simple aficionado a la gran ciencia fue el del francés Sadi Carnot. Fugaz estudiante de ingeniería militar, en 1831 comenzó a estudiar por su cuenta las propiedades físicas de los gases y vapores, sobre todo la relación entre temperatura y presión. Pero los constantes llamados a las armas minaron su salud y en junio de 1832 contrajo escarlatina. Dos meses más tarde fue atacado por el cólera y murió a los 36 años de edad. Aunque tuvo cierto reconocimiento en vida por sus Réflexions, tuvieron que pasar diez años para que su obra fuera revalorada.

Desde que la ciencia se convirtió en una empresa compleja y desafiante en los términos más puramente intelectuales, el enorme trecho entre el lego y las personas comunes y corrientes se abrió más y más debido a una simple cuestión de tiempo. Para estar a la vanguardia hay que tener tiempo. Dicho de otra manera, hay que saber aprovecharlo al máximo. Y si uno tiene que pagar cuentas, cuidar abuelas y bebés, difícilmente podrá lidiar con constructos imaginarios e hipótesis factibles. Y para comprobarlas se requiere de un escenario sofisticado, cuyo apetito de horas y semanas es voraz.

Así las cosas, no creería uno que existen algunas esferas de la actividad científica donde se permite la colaboración con comunidades de aficionados, tradicionalmente entrenadas por la antigüedad del campo. Tal es el caso de los amigos de la astronomía que forman redes físicas desde hace varias décadas y, en fecha reciente, redes digitales. Son verdaderos amateurs dada su dedicación y experiencia, pues no pueden competir con los teles- copios que recolectan luz del espacio profundo pero intercambian información valiosa sobre nuestro entorno sideral. Un ejemplo de genuino amateurismo es el de aquellos que se conectan al portal de El Astrónomo Errante. Esta clase de grupos “acompañó” a los profesionales de la NASA durante el monitoreo del asteroide Apofis o 2012 DA 14 que se aproximó a la Tierra en febrero de este año.

Otro caso sonado es el de SETI (Search for Extra Terrestrial Intelli- gence). Bajo este nombre se cobijan diversos proyectos que intentan ser los primeros en captar señales de vida inteligente de otros mundos, para lo cual piden la ayuda del público aficionado al cómputo y la radio.

Desde 1999 frecuento el CERN (Centro Europeo de Física de Altas Energías), que es el símbolo de la ciencia de élite, lejana años luz del amateur, y en una de tantas me he topado con jóvenes expertos en informática que son intolerantes frente a esa pérdida de tiempo. No creen que ese sea el enfoque para buscar vida fuera del planeta. Por el contrario, piensan que esos recursos de cómputo ocioso y de radioaficionados deberían usarse para monitorear la cacería de especies amenazadas en África y para analizar el repunte del sida en el mundo.

Aquí mismo, en las afueras de Ginebra, se está gestando una nueva revolución en informática: el grid (cómputo distribuido en este caso). El jefe de Tecnologías de la Información del CERN, doctor Frédéric Hemmer, me cuenta que en sus primeras etapas participaron algunos aficionados de ciudades como Lausana y Ginebra, para quienes no fue pan comido adaptarse a las necesidades de una tecnología inédita. Y fue todo un éxito. “Al final”, agrega Hemmer, “nos dimos cuenta de cuán importante es que haya este clase de grupos amateurs en la sociedad: quiere decir que hay gente que sabrá qué hacer en caso de alguna emergencia”. ~

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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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