Toda comunidad política disfruta de un “mito fundacional” sobre el que se construye su identidad colectiva. Quizá, Rómulo y Remo sean uno de los mitos más conocidos a lo largo de la historia como origen fabuloso de la gran civilización romana. La España actual encontró el suyo en el abrazo, el espíritu de reconciliación tras una fratricida Guerra Civil y una larga dictadura que permitió erigir un espacio de convivencia pacífica en democracia inclusivo de “todos” los españoles, sin bandos.
Y es que compartir una memoria colectiva constituye, sin lugar a dudas, un factor de integración fundamental para el reconocimiento y permanencia de una comunidad. Porque para que exista una comunidad política han de mantenerse unos lazos entre sus integrantes que no pueden confiarse solo al vínculo jurídico como ciudadanos ni a una última razón cosmopolita. Además, cuando una determinada comunidad se ha enfrentado a tragedias o traumas, fijar una memoria colectiva puede ser también un instrumento reparador de quienes fueron víctimas de tales hechos y puede ayudar a cohesionar la propia colectividad. Es en estos casos en los que se plantea acudir a “imperativos de memoria” que reafirman –o incluso imponen– en el ámbito público un determinado recuerdo de los sucesos pasados, un deber de “no olvidar” y un repudio social de tales eventos. Se hace así un uso “público de la Historia” que se proyecta en la frágil frontera entre Historia, memoria y Derecho.
Precisamente en este ámbito es donde se sitúa la Ley de Memoria democrática que acaba de ser aprobada por las Cortes Generales. Su antecedente más inmediato es la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura.
Con esta ley se pretende que España se sume a una tendencia auspiciada por ciertos organismos internacionales que promueven la llamada “Justicia de transición”, que recurre a distintos mecanismos para fijar esa memoria colectiva. No es algo nuevo en la historia. Recordemos la prohibición de recordar públicamente las “desgracias” vividas por los atenienses que fue decretada en el siglo V a. C., después de la derrota de la dictadura de los Treinta tiranos; o la sanción romana de la damnatio memoriae, que podía ser impuesta por el Senado para condenar el mandato de un emperador y que permitía cancelar todo cuanto recordara al condenado (imágenes, monumentos, inscripciones o incluso el uso de su nombre), de forma que quedara borrado para la eternidad (abolitio nominis).
Pues bien, en relación con la norma de memoria democrática creo que, por un lado, hay que valorar positivamente algunas medidas que pretende introducir. En especial, la localización e identificación de personas desaparecidas durante la Guerra Civil, apoderando a la Administración para ello; así como otras medidas de acceso a los archivos, y otras de tipo reparador.
Pero, por otro lado, tengo serias reticencias sobre la finalidad última y sobre parte del contenido de esta ley. En primer lugar, porque, como he señalado, nos encontramos en un espacio muy sensible en el que hay que llevar mucho cuidado para que esa legítima voluntad de fijar una memoria colectiva no termine interfiriendo ni con las memorias individuales, ni con la propia investigación histórica. A este respecto, como ha advertido Juan Claudio de Ramón, hay que ser muy cauteloso porque “una cosa es que un Estado tenga una política de memoria y otra es que adopte una memoria política”. Y de esto último está trufada la norma, empezando por el sibilino intento de rebautizar la Guerra Civil española como “Guerra de España”, como una especie de preludio de la II Guerra Mundial y del avance de los fascismos, que esconde la realidad profunda del enfrentamiento civil vivido en España, con dos bandos que partieron nuestro país, a diferencia de lo sucedido en Alemania o en Italia.
Además, como jurista, suelo tener suspicacia cuando me encuentro previsiones legales puramente simbólicas, sin contenido normativo, más propias de una resolución que de una ley. Por ejemplo, en relación con la norma en cuestión, cuando se reconoce la “injusticia” del exilio de muchos españoles o cuando se declara que hubo políticas de persecución o represión contra ciertas lenguas y culturas. También me parece distorsionador cuando se retuercen categorías como el concepto de víctima al ampliarlo a las comunidades, las lenguas y las culturas vasca, catalana… Cuestión distinta es regular medidas específicas de tipo reparador en estos ámbitos.
Ahora bien, más allá de estas cautelas de jurista puntilloso, hay dos cuestiones que me parecen especialmente preocupantes y que incluso pueden estar viciadas de inconstitucionalidad. En primer lugar, finalmente se va a terminar incorporando la polémica referencia a que la Ley de amnistía de 1977 deberá interpretarse de acuerdo con el Derecho internacional que declara imprescriptibles y no amnistiables los crímenes de guerra, genocidio, etc. Lo que se acompaña de la creación de una Fiscalía para investigar los delitos con ocasión del golpe de Estado, la guerra y la dictadura. Todo apunta a que de esta forma se quiere dar la posibilidad de que se inicien procesos penales contra personas que pudieron tener responsabilidad en el régimen franquista (lo propio debería hacerse con los excesos desde el bando republicano en la Guerra). Pues bien, por mucho que se invoque el Derecho internacional, tal intento de iniciar estos procesos penales creo que chocaría con principios y garantías de nuestra Constitución (principio de legalidad e irretroactividad penal, etc.). Aunque, para adelantarse a posibles censuras constitucionales, desde el PSOE ya están trabajando en colar magistrados “sensibles” a esta causa en el Tribunal Constitucional. Pero, sobre todo, abrir este debate ahora, además de la afrenta que puede suponer para personas hoy día ancianas que cuentan con indudables méritos en la construcción de nuestra democracia, desgastará nuestro orden institucional con recursos y litigios y será fermento para la polarización y para la dilapidación de aquel “abrazo” de la Transición.
En segundo lugar, el Capítulo IV “deber de memoria democrática” de esta ley apunta en una línea muy cuestionable que avanza en la mutación de la axiología fundacional de nuestra Constitución hacia una democracia militante. La Constitución de 1978, a diferencia de la Ley fundamental alemana y de otras Constituciones europeas del periodo de entreguerras, apostó por construir una democracia “abierta”. Veníamos de un Estado nacionalcatolicista y, frente a sus dogmas, la Constitución española apostó por erigir en valor superior del ordenamiento al pluralismo político. Por ello no se contempló que se pudieran sancionar ideologías contrarias al propio orden constitucional.
Ahora esta ley quiere desterrar el franquismo. El problema es que pretende hacerlo no solo en el dominio de los poderes públicos, sino que se entromete en la libertad de los ciudadanos. Por ejemplo, ninguna objeción puede hacerse a que se obligue a retirar menciones “conmemorativas” que exalten la dictadura que estén en instituciones públicas, calles o plazas. Pero no se puede obligar a ciudadanos y entidades privadas a que retiren estos elementos, aunque estén en lugares visibles al público. Igual que entendemos amparada por la libertad de expresión que una persona pasee con una bandera o con una camiseta estampada con el escudo franquista o con la hoz y el martillo del régimen comunista, también lo está que lo exhiba en la fachada de su casa. Así lo entendíamos, al menos, en una democracia abierta como la que creíamos que era la nuestra (quizá, cada vez lo sea menos…).
Asimismo, los actos públicos de exaltación personal o colectiva de Franco o de la sublevación militar deben entenderse amparados por la libertad de expresión y solo podrán prohibirse si, como señala la ley, entrañan “descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas o de sus familiares”. Algo que, además, debe interpretarse de forma restrictiva. No vale presumir ese descrédito porque se produzca una alabanza del franquismo.
Además, dejar en manos de autoridades administrativas (y no judiciales) la sanción de este tipo de conductas va a ser fuente de problemas. De hecho, tengo serias dudas de la legitimidad constitucional de este tipo de regímenes sancionadores administrativos que castigan conductas que a priori son ejercicio de la libertad de expresión. Solo un juez en el correspondiente procedimiento judicial ofrece garantías de imparcialidad para valorar hasta qué punto ha habido un exceso en el ejercicio de la libertad que merezca reproche.
Donde la ley ha hilado más fino es en relación con las fundaciones y las asociaciones que se dediquen a la exaltación del franquismo o de otras dictaduras. En estos casos, no veo problema con retirarles las subvenciones o la utilidad pública, tampoco con disolver fundaciones contrarias a los valores democráticos. Sin embargo, para las asociaciones esta disolución creo que solo es posible si sus fines son delictivos. Por lo demás, tengo serias dudas de que puedan retirarse por ley títulos nobiliarios, entre otros motivos porque ésta es una prerrogativa del Rey como Jefe del Estado.
Por todo ello, mi conclusión es que esta ley introduce alguna medida acertada, aunque adolece también de algunos vicios constitucionales. Pero, sobre todo, que los árboles no nos impidan ver el bosque: su gran problema es que busca imponer de forma militante una “memoria política” que no solo pretende desterrar el franquismo, sino que de forma taimada erosiona la imagen del “abrazo” como mito fundacional de nuestra democracia para volver a dividir España entre buenos y malos.
Es profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Murcia.