El presente texto fue leído en la mesa Amigos de David Huerta, el 1 de diciembre de 2019, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.
Creo que no hay mejor manera de aprovechar nuestra residencia en la Tierra que elogiar a los amigos. Por eso, me da tanto placer estar aquí –en un salón entero de amigos de David Huerta– para alabar a mi amigo y hermano. Cuánto lo merece.
Durante más de cuatro décadas, a través de catorce colecciones de poesía, desde El jardín de la luz en 1972 hasta El ovillo y la brisa de 2018, David nos ha dado y sigue dándonos grandes regalos que nos acompañan y nos ayudan a vivir. Nos ayudan a vivir porque su poesía es un testimonio de cómo es asumirse ser humano y hombre en este mundo, en este momento. Como dice William Carlos Williams en el primer libro de “Asphodel, that greeny flower”, aquí en traducción de Octavio Paz,
Mi corazón revive
al pensar que traigo nuevas
de algo
que te toca
y toca a muchos. Mira
a lo que pasa por «lo nuevo».
No lo encontrarás allí sino
en los despreciados poemas.
Es difícil
sacar noticias de un poema
pero los hombres todos los días
mueren miserablemente
por no tener aquello que tienen
los poemas.
No es raro que David Huerta también sea periodista. Pero como poeta también lo es, en el sentido más williamsiano: es corresponsal del país más grande del mundo, el del lenguaje, expresión suprema del ser humano, de la raza humana. (Incluso en los mensajes telefónicos a veces se despide diciendo: “Firma David”.) En su poesía aboga por el lenguaje escrito como una de las herramientas más potentes y uno de las mayores materiales para expresar la condición humana. El lenguaje escrito en forma micro: letras, trazos, huellas, golpes, caricias; en forma macro: almacén, reflejo, historia, las señales que enviamos los unos a los otros y las que, como especie, lanzamos al universo.
Pero a cualquier señal, al surgir del silencio y lanzarse al espacio para atravesar y negar el silencio que nos separa, la acompañan la esperanza y la duda de que se reciba, de que se entienda, de que pueda salvar la brecha para tender un puente. Para mí, una de las características más poderosas y conmovedores de la poesía de David –y de él mismo– es esa humildad: la duda y la esperanza entretejidas. Dicho de otra manera, la capacidad de enfrentarse con nuestra propia mortalidad –como individuos, como especie– a la vez que celebramos nuestra existencia. La poesía de David es un Kaddish de duelo, el himno central en los rituales judíos de luto. El Kaddish –“sagrado” en arameo– es un cántico de alabanzas cuyo tema central es la magnificación y santificación del nombre de Dios. Ni siquiera menciona a la muerte. Los poemas, los Kaddish de David alaban, acarician, revisan e interrogan los muchos nombres que damos y hemos dado a Dios –el mundo al que llegamos de repente y del que pronto tendremos que despedirnos–; ensalzan y lamentan a la vez nuestro acto risible, presumido y amoroso de nombrar a Dios, al mundo.
Si creen que exagero, les ofrezco, como primera prueba fehaciente, este poema de David y uno de mis favoritos:
Antes de decir cualquiera de las grandes palabras
Ya se sabe: primero tenemos que ponernos de acuerdo
en cuáles son, pero convengamos en que existen:se escuchan con todo su peso y gravedad
por la Perspectiva Nievski, en el murmullo de Raskolnikov,y Cortázar se burla de ellas a cada rato
y las aligera, las despeina, las reconciliacon el resto del vocabulario, para que puedan rozarse
sin daño con las demás y libertad no lastime demasiadocon su tonelaje de mármol griego
y su tufillo existencialista y su indudable grandeza trágicaa tenedor, a janitor, a bibelot –aunque esta última
es sospechosa de grandeza por culpa de Mallarmé,también están las cortas y decisivas, sí, no, ahora, nunca,
la turbia amor, la limpia muerte, la zarandeada poesía,otras que son como el arte por el arte, sándalo,
por ejemplo, y algunas como desoxirribonucleico, telescópicay de indudable elegancia científica, de una manera vaga
e intensa y laberíntica, al mismo tiempo, conectadacon esa otra, vida, y están las combinaciones, claro,
tu boca, esta carta, docenas de objetos verbales
que solo tienen importancia por razones inexplicables,pronunciadas en la noche o el día, dichas
o guardadas en el silencio, en la red aterciopelada
de la memoria, en la fortaleza transparente y enérgicadel olvido, ese cuerpo o tejido del que también
están hechas las grandes palabras, el tiempo, tantas cosas.
Cada vez que leo ese poema en voz alta, quiero llorar. Por lo que acabo de mencionar y por la manera en que nos lleva sin vacilar desde “desoxirribonucleico, telescópica y de indudable elegancia científica” hasta “sí, no, tu boca, esta carta” y de ahí a la que quizá sea la frase más conmovedora y poderosa que conozco: “tantas cosas”.
También me conmueven las múltiples veces que en este poema –como en muchos otros poemas– David se refiere a otros autores y otras obras literarias. Con un autor menos humilde (y menos dotado) estas repetidas metareferencias representarían un caso claro y descarado del autoengrandecimiento, de name dropping, o pedantería. En primer lugar, David no puede ser culpable de eso, porque si fuera posible, con solo pronunciar el apellido paterno se incriminaría.
Pero la razón verdadera porque no lo es es porque David es un escritor de suma generosidad en todo los sentidos y sobre todo el literario. Mientras Whitman dijo que contenía multitudes y Neruda cantó al hombre infinito, ser poeta, ser escritor para Huerta es ser miembro de la comunidad de escritores de todo el mundo y de todas las épocas (incluyendo a aquellos que no le gustan, como explica en “Poema de Gottfried Benn”.) Para David, ser escritor es convivir con todos los escritores del mundo –rozarse con las demás– y con todas sus obras, es trabajar en esa biblioteca de Babel que nos describe Borges, en ese gran almacén de palabras que es el mundo humano. Como dice Incurable, ese gran poema, magnífico y monstruoso –lo digo con todo cariño y admiración– ese gran poema cuyo trigésimo aniversario acabamos de celebrar hace dos años:
Adivinar en los almacenes de las palabras dónde se esconde [el rayo, el escondrijo
del mundo en la bolsa del día,
la página mercurial que no ha sido escrita y cuya blancura [está recubierta con la
tinta de los deseos desalojada por los nombres
vagabundeo en busca de esa adivinación en la escuálida y [pegajosa luz de este
almacén,
abandonado por las noches y espolvoreado por el hisopo
lejano de un chispazo de fiebre: Este almacén de palabras
donde te sientes el oscurantista, el tuareg, el animal, el [monstruo en la laguna de
las denominaciones,
el gato negro sobre las piernas de la reina de las palabras,
el intruso sin credenciales, el prófugo, el anegado, el ladrón [de instrumentos
ortopédicos…
En 2008, salió de Copper Canyon Press Before saying any of the great words, mi traducción al inglés de “Antes de decir cualquiera de las grandes palabras” junto con otros sesenta y seis poemas sueltos de toda su trayectoria poética hasta ese momento y quince fragmentos de Incurable. Fue la culminación de doce años de trabajo rico y fascinante, que comenzó con un manojo de poemas que David me envió un día por fax, trasmisión facilitada por Alberto Ruy Sánchez.
Desde la primera lectura me fascinó su poesía. A lo mejor yo quería traducirla para leerla mejor, para saborearla, admirarla, entrar en ella e incorporarla en mi propio vocabulario. Luego se agregó otra razón: para poder pasar más tiempo con este gran Hombre de Letras y hablar de palabras, poemas, poetas, música, etimologías y más. (Te aviso, David: por la presente me comprometo a traducir El ovillo y la brisa al inglés.)
La primera vez que trabajamos juntos fue en el Centro Internacional de Traducción Literaria de Banff en Alberta, Canadá. Al empezar estábamos nerviosos los dos, pero al agarrar el ritmo encontramos la alegría de esta conversación y, a la hora de presentar nuestro trabajo en ciernes, David me propuso que yo leyera sus poemas en español y que él leyera mis traducciones al inglés. Creo que, por un lado, le animaba su lado provocador y juguetón. Pero por otro, siento que apuntaba a la creatividad que subyace a toda escritura, ya sea la traducción de la experiencia humana en palabras escritas o de un poema en las palabras de otra lengua. Con ese ánimo quisiera leerles un último poema de David, en su “traducción” original, con el que cerré mi colección Before saying any of the great words. Me atrevo a sugerir que es un retrato tanto del poeta como de su humilde traductor. De La olla, de 2003:
Canto del kiwi
El kiwi es el hombre, el ser masculino
de genitales pendientes, trípticos:no canta, no vuela, no tiene alas.
No se embaraza. No tiene senos.
Carece de una fresca vagina.El kiwi vive allá, down under:
Nueva Zelanda, Australia.Es lo contrario del canguro,
ser femenino de voraz fecundidad,
musculoso y grácil.El kiwi escucha el canto
del poderoso canguro
y la tierra, bajo sus patas débiles,
comienza a brillar, a latir.Y luego él mismo, el kiwi, canta.
Gracias.
Mark Schafer ha traducido al inglés poemas, ficción y ensayos de autores hispanoamericanos como Gloria Gervitz, Alberto Ruy Sánchez, Jesús Gardea, Belén Gopegui, Jaime Sabines y Virgilio Piñera. Su antología de David Huerta, Before saying any of the great words: Selected poems, fue publicada por Copper Canyon Press en 2009. Es profesor titular de español en la Universidad de Massachusetts Boston.