John Irving escribió en un prólogo a El mundo según Garp que “la novela trata de un novelista, aunque casi ninguno de sus lectores recuerda que sea así”. Garp (de Irving), David Copperfield (de Charles Dickens), Moses E. Herzog (de Saul Bellow), Grady Tripp (de Michael Chabon), Nathan Zuckerman (de Philip Roth) y José García (de Josefina Vicens) forman parte de un linaje literario particular: escritores escritos por escritores.
(Advertencia: en esta conversación la repetición del sujeto “escritor” y del verbo “escribir” es completamente consciente.)
Cuando Rodrigo Fresán tenía ocho años leyó David Copperfield y Martin Edén, y descubrió que “¡se podía ser escritor y también protagonista!”. Para Patricio Pron “los escritores fueron personajes misteriosos durante mucho tiempo”, hasta que los Diarios de Kafka y la obra de Bohumil Hrabal confeccionaron su manual personal del escritor. De manera íntima y erudita, estos dos autores hablan de la literatura con escritores como personajes de ficción, de las biografías (y autobiografías) de escritores; desmenuzan la obra de Nabokov y ensayan sobre la autoficción (y sus figuras predominantes, quienes han elaborado algunos de los proyectos literarios más ambiciosos del panorama editorial actual: Karl Ove Knausgård, Philip Roth, J. M. Coetzee, Paul Auster, Geoff Dyer, César Aira, Michel Houellebecq, Hanif Kureishi…).
Esta conversación es a la vez una lista de libros, de cuentos y de filmes indispensables para perfilar la figura del escritor así como un ejercicio de dos escritores cuya reflexión apunta hacia los lindes de la realidad y la ficción.
***
Rodrigo Fresán: siempre me gustó y me sigue gustando el título de un libro tuyo, La vida interior de las plantas de interior. Título que a más de uno le parecerá caprichoso pero que a mí se me hace inevitable y muy comprensible: al ser una recopilación de relatos donde abundan los escritores, me parece tan inspirada como precisa la idea del escritor como planta de interior. Nunca animal doméstico pero sí especie vegetal que no interactúa demasiado con lo que la rodea pero, aún así, modifica –o decora, o perfuma– su entorno. Especie vegetal que ve para sí misma, en la suya y por la suya. Cuando era un niño –y ya quería ser escritor; y no quería ser jugador de fútbol, ni presidente, ni bombero, ni Batman– ya apreciaba la idea de la literatura (de la lectura y de la escritura) como una forma de soledad inmejorablemente acompañada. No sé si ese fue tu caso… Ni siquiera sé si te fascina la figura del escritor –más allá de sus virtudes, más como personaje que como persona– y en realidad todavía estás intentando ser Messi, otro rosarino, como tú. ¿Messi es rosarino, no?
Patricio Pron: así es, Rodrigo, Messi es rosarino y, de hecho, no creció muy lejos de donde lo hice yo, aunque sus prioridades eran, evidente (y desafortunadamente para mí) muy distintas a las mías; si no lo habrían sido, estaría en este momento tratando de tirar de la institución más proclive al suicidio que existe en el fútbol mundial y él, hablando contigo. (No es necesario que agregue que, en realidad, la segunda opción es la que me parece mejor y más divertida.) Por lo demás, mi relación con la literatura, o mi relación infantil con la literatura, fue distinta a la tuya, creo, debido a la conformación de la biblioteca de mis padres, que comprendía casi exclusivamente libros de autores extranjeros y ensayos políticos: los escasos libros de autores argentinos (el Martin Fierro, por ejemplo, del que he sido y creo que sigo siendo un entusiasta) habían sido escritos en el pasado, y los escritores me parecían algo que a) pertenecían al pasado; o b) tenían lugar fuera de Argentina. Quizás haya que atribuirle al segundo malentendido el hecho de que yo me haya ido del país para ser escritor: el primero cayó por su propio peso cuando un día (recuerdo que era invierno y mis hermanos pequeños y yo estábamos merendando en la cocina de la casa) vi en la televisión a un escritor argentino “vivo”, lo cual me pareció desconcertante. Era el peor escritor argentino “vivo” posible (Ernesto Sábato, por supuesto), pero eso no cambió demasiado las cosas; sí las cambió el hecho de descubrir que se podía ser un escritor argentino y estar vivo, pero todavía iba a tener que recorrer un largo camino hasta convertirme en uno y, por supuesto, hasta conocer a mis colegas y ser aceptado como un par.
En ese sentido, los escritores fueron para mí personajes misteriosos durante mucho tiempo, cosa que quizá no te sucedió a ti, pues creciste rodeado de ellos. ¿Qué recuerdas de eso? ¿Qué ve un niño en personas cuya actividad, desde una perspectiva infantil, consiste aparentemente en no hacer nada?
Rodrigo Fresán: para mí fueron, también, personajes misteriosos. Pero menos misteriosos que Messi en el sentido de que pasaban seguido por casa y que eran gente bastante normal (pocas cosas menos interesantes que un escritor al que no le interesa especialmente parecer escritor, ¿no?). Mis padres eran el típico matrimonio –cuando estaban juntos, se separaron unas ocho veces, y tantas otras de parejas eventuales– de intelectuales porteños. Mi padre, además, diseñaba portadas –la primera que hizo, creo, fue para una novela de un escritor misterioso y perverso y raro y genial: James Purdy y su Malcolm, en la editorial Sudamericana– y más tarde diseñó artefactos basados en textos de Julio Cortázar y Jorge Luis Borges. Rodolfo Walsh era amigo de mis padres, García Márquez pasó por casa en su triunfal Discovery Tour al publicarse Cien años de soledad. Y mi madre fue pareja del legendario editor Francisco “Paco” Porrúa durante un tiempo. De ahí que mi infancia haya sido una infancia con bibliotecas gordas y escritores de estatura (en todo sentido) variable. De ahí también que –no recuerdo cuando lo decidí, sospecho que es marca de nacimiento y trauma provocado por muerte clínica durante el parto, y empezar por el final de la novela de mi vida– siempre quisiera ser escritor. Y el que esa decisión –anunciada a mis padres tempranamente– no significase algo conflictivo. “Va a acabar siendo periodista”, habrán pensado, como único comentario tranquilizador para sí mismos. Después de todo, no había consultorio odontológico o bufete de abogados a heredar (cosa que lamento cada vez más; porque a esta altura, fatiga de materiales, no me disgustaría nada ser un muy dedicado “escritor de domingo” y tener tantos problemas solucionados). Pero, más allá de este romanticismo inmemorial –responsable, seguramente, de que mis libros siempre contengan por lo menos un escritor, rasgo a menudo señalado acusatoriamente por la crítica y hasta por buenos amigos como una tara o un tic–; sí evoco un momento conmocionante en cuanto a mi percepción de la figura del escritor. Debe haber sido a mis ocho años cuando, durante un verano patagónico, leí David Copperfield, de Charles Dickens y Martin Eden, de Jack London y Drácula, de Bram Stoker. Recuerdo la impresión que me causó descubrir que, en las dos primeras, los protagonistas, los “héroes”, fuesen escritores de profesión. ¡Se podía ser escritor y también protagonista! Y que en la tercera de las novelas uno de los efectos más tóxicos del monstruo sea convertir en escritores desaforados e incontinentes a todos los que lo rodeaban: el vampirismo como el trance que obliga a alguien a ponerlo todo por escrito. Chupar sangre para transferir tinta. Y no: contrariamente a lo que dices, siempre me fascinó esa psicosis físico-mental del escritor: ese ser sedentario físico para poder convertirse en un nómada mental. Más allá de toda la tontería mística del Boom, Barcelona es una ciudad ideal para escritores porque incluye mar y montaña. Ergo: te exime de eso de andar pensando –sobre todo si naciste y viviste en Buenos Aires– en tener que salir en peregrinación hacia olas o bosques.
Patricio Pron: me pregunto si lo que cuentas es envidiable o no; de hecho, se dice que lo mejor es no conocer a los escritores, asunto sobre el que podríamos discutir mucho sin llegar a ninguna conclusión definitiva. Acerca de esto que cuentas, sin embargo, me gustaría hacerte tres o cuatro preguntas: conociste a todos esos escritores magníficos (y a muchos más, como me consta), ¿has leído sus biografías y/o autobiografías? ¿Los has reconocido en ellas? ¿Te has reconocido en ellas, en tanto escritor? ¿Existe un “relato” estable y más o menos carente de variantes que vincule todas esas vidas narradas de escritores?
Rodrigo Fresán: Bueno, lo que te comentaba antes: lo que me interesó de David Copperfield y de Martin Eden es que, además de novelas, eran también autobiografías en código. Y, sí, siempre me fascinó el género bio-auto-biográfico en lo que hace a escritores. Hay escritores (Alan Pauls entre ellos) a los que no les interesa en absoluto. A mí me encantan las biografías y las autobiografías del mismo modo que me apasionan esas recopilaciones de ficciones en forma de diálogo que son las canonizantes entrevistas a escritores de The Paris Review en las que tanto y tan bien se miente, a posteriori, acerca de lo que apenas se intuye durante el durante… De hecho, hay ocasiones en que una buena biografía (pienso en firmas como la de Clarice Lispector o de Stefan Zweig, que no se ofendan sus fans) casi te exime de explorar demasiado la obra. Hay obras, en cambio, que son inseparables de la vida y vidas que son parte inseparable de la obra. Uno de los escritores del que más vidas he leído –Francis Scott Fitzgerald– es prueba incontestable de ello: la novela de su existencia tiene el mismo arco de un cuento de hadas. Éxito-Fracaso-Éxito después de la muerte. Es un tormentoso placer leerlas todas, aunque siempre me cuenten la misma historia. Y resulta imposible no relacionar al Gran Gatsby con el Pequeño Scott. Marcel Proust es otro caso de autoescritor de su vida. Lo mismo que las alucinadas y alucinantes hermanas Brontë. O John Cheever –la lectura tanto de sus magníficos journals y cartas, como de su biografía a cargo del obsesivo Blake Bailey fue para mí el más agrio de los dulzores, porque a nadie le gusta descubrir a su héroe como un cretino demasiado ocurrente– que ficcionaliza un territorio ajeno y lo reclama y lo hace suyo y lo recorre una y otra vez como catarsis para su dolor y sus secretos. Y las biografías de Bob Dylan –el espécimen sobre el que más he leído junto con Fitzgerald–, que siempre, inevitablemente, van a incluir algo nuevo y desconocido y formidable porque Dylan no deja de reescribirse. Los escritores que más y mejor he conocido todavía no tienen la biografía que se merecen y las que hay son parciales y defectuosas. Y no sé si me interesan o me interesarían tanto. Uno lee acerca de lo que no sabe, para saber. De ahí la constante frustración de toda nueva “reveladora” biografía de J. D. Salinger. Nada nos cuesta más que aceptar que no hay mucho más allí. Sí me interesa de todos ellos, tanto de los escritores próximos como de los distantes –y también eso es lo que me interesa de mucho de lo que llevas escrito, Patricio– el manejo ficcional que hacen de la figura del escritor para filtrar a través de ellos sus certezas y vivencias no ficcionales. Roberto Bolaño y Ricardo Piglia y Enrique Vila-Matas y Jorge Luis Borges son escritores, todos, que no podrían escribir de no contar con escritores. Y me rindo ante lo de Philip Roth y Kurt Vonnegut, que han colgado buena parte de sus escritos de los ganchos de escritores inventados pero reales como Nathan Zuckerman y Kilgore Trout, quienes –como los escritores de Borges– cuentan con su propia obra más allá de la de sus creadores. Una de las novelas “con escritor” que más me conmocionó en su momento –debía tener unos diecisiete años cuando la leí– fue la también criptoautobiográfica El mundo según Garp, de John Irving. Allí fue donde percibí por primera vez –yo, que ya era escritor privado pero aún no lo era en público– cómo podía llegar a ser la vida doméstica y cotidiana de un escritor, sus pequeñas/grandes miserias, y hasta cuál era el tipo de mujer que le convenía tener de pareja. No sé, Patricio, si tú tienes algún libro totémico en este sentido. Si recuerdas alguna novela de autoayuda que te haya resultado útil en cuánto al cómo se (des)hace un escritor. ¿Título? ¿Autor?
Patricio Pron: no me resulta fácil decirlo, Rodrigo; en buena medida debido a los problemas de memoria que ya conoces. Una historia personal y, por consiguiente, incompleta y caprichosa de la autoficción debería incluir de todos modos a los autores que mencionas y también a otros que tuvieron mucha importancia para mí, como Franz Kafka y Bohumil Hrabal: en el primero de los casos, porque los Diarios de Kafka son uno de los testimonios más brutales de cómo actúa y piensa un escritor en su soledad; en el segundo, por algo que parece habitual en la obra de Hrabal y es la pregunta acerca de cómo contar algo que es, en cierto sentido, inenarrable. Esa pregunta me parece una de las centrales del siglo xx, no en menor medida debido a que esos hechos inenarrables fueron numerosos a lo largo de ese siglo, y constituye lo que creo que unifica la lista heterogénea de los libros que me interesan, tengan como personaje a un escritor o no: todos ellos se preguntan cómo se narra, o (mejor aún) cómo se escribe un libro. No es, por supuesto, la pregunta que aparezca más a menudo en otros que me parecen igualmente importantes, como los de los autores beats (que para mí son imprescindibles, pero en los que el esfuerzo siempre estuvo depositado del lado de la construcción de la figura del autor más que de la obra), pero me parece central. En los casos más “felices” de escritura metaliteraria (algunos libros de Ricardo Piglia, otros de César Aira; los libros de Enrique Vila-Matas y algunos de Javier Marías, los de Bolaño, Soldados de Salamina de Javier Cercas, tus Jardines de Kensington y La parte inventada) responder a esa pregunta requiere tener a un escritor como personaje, pero en otros no es necesario (por el caso, yo he probado de las dos formas), ya que (en sustancia) toda literatura es autorreferencial de una forma en que no lo son la pintura ni la danza ni la música, por hablar de otras disciplinas, excepto en casos puntuales: en cierto sentido (y no sé si piensas lo mismo) todo libro trata acerca de cómo escribir un libro y todo escritor “narrado” incluye las instrucciones para ser un escritor.
Rodrigo Fresán: ah, sucedió lo que temía: ha saltado al ruedo la palabrita/palabreja: autoficción. O Literatura del Yo. Cosa que a mí no me interesa tanto a no ser que abarque a escritores del tipo vitalista. London y Hemingway y Bukowski, como bien dices, los beatniks y el por ahora olvidado (tal vez porque su contundente y pionera realidad molesta a la hora de armar teoría presente y novedosa) y alguna vez muy en boga, Henry Miller. Modelos todos que, de algún modo, preanuncian la mística movediza de los rockers; donde persona/personaje acaban siendo lo mismo y donde a menudo, con una cierta desesperación, se acude al alias (la banda del Sgt. Pepper, Ziggy Stardust, The Village Green Preservation Society, Renaldo, etcétera) para, pienso, intentar mediante una ficción evidente recuperar cierta realidad acaso perdida para siempre. Me pre/ocupa mucho menos el asunto como moda o estética. Acabo de terminar la nueva novela de Ben Lerner, 10:04. Y está muy bien a solas; pero se resiente un poco en compañía (no porque muchos de ellos no sean excelentes escritores) de, últimamente y no tanto, Philip Roth, J. M. Coetzee, Paul Auster, Enrique Vila-Matas, W. G. Sebald, Dave Eggers, Guadalupe Nettel, Joan Didion, Aleksandar Hemon, Édouard Louis, Geoff Dyer, Karl Ove Knausgård, Lena Dunham, Javier Cercas, Sheila Heti, Tao Lin, Antonio Muñoz Molina, Teju Cole, César Aira, Rachel Cusk, Marcos Giralt Torrente, Edward St. Aubyn, Sergio Del Molino, Will Self, Milena Busquets, Bret Easton Ellis, Michel Houellebecq, Hanif Kureishi y siguen las firmas. En lo que a mí se refiere, en La parte inventada nada me interesó menos que autoficcionalizarme: lo que hay de mí allí (que, de acuerdo, es bastante pero no es un reflejo fiel) me sirve como trampolín para lanzarme de cabeza al estanque de tiburones de lo que nunca fui ni seré. De ahí que jamás comprendiese la fascinación/boom/admiración/moda por el simple (y en realidad sencillo, tan sencilla como resulta una polaroid enfrentada a un retrato) recurso de la radiografía microscópica y hasta el último detalle del tumor. Allí, Knausgård como casi escaneador de su realidad. Ok, tal vez esté bien escrito; pero lo de Proust me parece una aventura más apasionante y meritoria. O, para no irnos tan lejos, lo de St. Aubyn. Tanto para el autor como para el lector. En lo personal, leyendo o escribiendo, a mí me atrae mucho más la distorsión que la precisión. El mejor ejemplo probablemente sea el del cada vez mejor y más inmenso Vladimir Nabokov. Lo que Nabokov hace con Nabokov en La verdadera vida de Sebastian Knight, en La dádiva, en esa autobiografía alternativa/novelada que es ¡Mira los arlequines! y hasta en las elipsis y lagunas de esa magistral y majestuosa memoir selectiva que esHabla, memoria. No me interesan los autores que van con la autoficción por delante, como ariete en el campo de batalla, teniendo claro perfectamente dónde está el frente de combate. Me gusta más la autoficción cuando se presenta más bien desorientada, como Fabrizio del Dongo en las orillas de Waterloo, al principio de La cartuja de Parma. De ahí que prefiera las maniobras de los ya mencionados Irving y Roth y Vonnegut y, más recientemente, de David Gilbert en & sons, una de las mejores novelas “con escritor” (más salingeresca que salingeriana) de los últimos tiempos y que, ojalá, alguien traduzca pronto. A la hora del escritor como personaje, prefiero lo que hace Salinger con los cuentos de los Glass, donde el verdadero héroe acaba siendo no el iluminado Seymour sino Buddy, el hermano que refleja la luz del otro. O –tal vez la cima más alta en lo que hace a la literatura “escritoreada”– los relatos “con escritores” de Henry James. Está pendiente, pienso, una antología de James que reúna nada más que a todos sus relatos con maestros escritores, con aprendices de escritor, con escritores fantasmas. James –como Kafka, a quien has mencionado oportunamente– es, a la hora de la autoficción, un vitalista de polaridad negativa. Un hombre quieto que todo lo ve. Siempre pensé que la lectura de su cuento “La vida privada” debería ser obligatoria para todo aquel que un día carraspea y levanta la mano y anuncia al mundo que cuando sea grande, o menos pequeño, quiere ser escritor. En él, pienso –así como en tantos otros, como en “La edad madura” donde se postula aquello tantas veces citado de “Trabajamos en la oscuridad, hacemos lo que podemos y damos lo que poseemos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra tarea. El resto es la locura del arte.” Pero, me parece, nos estamos poniendo demasiados solemnes y va llegando el momento de divertirnos un poco. Y de desnudarnos bastante. Pregunta: ¿cuál escritor de ficción es el que más se te parece o al que te gustaría parecerte? ¿Y qué biografía de escritor extrañas y esperas? Tú primero, yo después…
Patricio Pron: ¡Qué pregunta, R.! Responderla supone exhibir la disonancia entre lo que uno quisiera ser y lo que (inevitablemente) es. Sin embargo, voy a responderla así: pese a que jamás he padecido el problema (y toco madera al respecto, o beso una imagen de la virgen de San Nicolás o de la que tan bellamente llaman “Desatanudos”), mis escritores favoritos son siempre los “bloqueados”, no solo los “reales” (entre ellos Francis Scott Fitzgerald y William Faulkner, que debieron su bloqueo parcial y/o total a Hollywood, donde, como se sabe, “un escritor es un primer borrador de ser humano”), hasta los “ficcionales”, como el magnífico Barton Fink de la película homónima, el protagonista de Que no muera la aspidistra, de George Orwell, que intenta sin éxito terminar un poema épico que describa un día en Londres, y el profesor bloqueado de la novela de Michael Chabon Chicos prodigiosos, también filme de Curtis Hanson. (Acerca del tema hay un capítulo en cierto ensayo reciente titulado El libro tachado, anónimo o de autor desconocido.) Por lo demás, si tuviera que escoger solo a uno, elegiría a Bruce Gold, el escritor y profesor torpe, priápico y fatuo que desea acceder a una posición de preeminencia a la que nunca accede por decenas de motivos, incluyendo una amante descerebrada, una madre adoptiva loca, un padre abusador y, por supuesto, él mismo. No mucho de esto se parece a mi vida cotidiana, pero la reacción de Gold, que es de solitaria y muy estoica desesperación, podría ser la mía.
(Al margen de esto, coincido totalmente con la reivindicación de Henry Miller y Vladimir Nabokov, y parcialmente con tu lista, de la que yo quitaría mucho y a la que agregaría a Alejandro Zambra y a Julián Herbert: pero ya se sabe que las listas solo existen para que uno no esté de acuerdo con ellas.)
Rodrigo Fresán: de adelante para atrás: añado a Zambra y a Herbert. Hecho. En cuanto a quitar, Patricio, yo soy de los que les gusta mezclarlos a todos y que se maten entre ellos. Y que gane el más fuerte (que, ay, en muchos casos no tiene por qué ser el mejor). En lo que hace a biografía faltante (punto que, veo, has eludido u olvidado) me interesaría una buena biografía de Harold Brodkey. Escritor al que se considera un triunfal fracasado y que –aseguran quienes lo conocieron– era insoportable al punto de asegurar que todos lo plagiaban, incluyendo Sean Connery a la hora de hacer de padre de Indiana Jones. Así, el desmesurado “fracaso” de Brodkey a mí me resulta estilísticamente mucho más interesante que el triunfo de, por ejemplo, Raymond Carver, cuya biografía (excepción hecha de las partes en las que Gordon Lish lo corta y recorta a medida, como si fuese su monstruo frankenstiano) se me hizo aburridísima. Y, por supuesto, estaré primero en la fila para comprar la biografía de Philip Roth a cargo de Blake “Yo Miro Debajo de Todas las Camas y Piedras” Bailey (quien, por cierto, ha publicado no hace mucho una memoir dolorosa e interesante sobre su hermano caído). Y, ah, celebro tu invocación del Bruce Gold de Joseph Heller. Heller es un escritor del que todos sus personajes –incluyendo al rey David y al piloto de combate Yossarian– son escritores aunque no escriban. Lo que, poniéndonos pronísticos, nos llevaría al concepto de escritor tachado más que bloqueado. El escritor que se tacha antes incluso de bloquearse. Y por si te interesa: no hace mucho leí un ensayo donde se revelaba –con argumentos verosímiles– que ni Fitzgerald ni Faulkner la habían pasado mal en Hollywood y que, en realidad, se habían dedicado, con gran inspiración, a hacérsela pasar mal a sus sufridos inspiradores.
Coincido con tu simpatía por el Grady Tripp de Michael Chabon, que no es otra cosa que la versión feroz y descarrilada de –ya lo mencioné– mi favorito entre los modelos imaginarios: el doméstico y padre de familia, y cada vez más lento frente a su máquina de escribir, T. S. Garp de John Irving. Me gusta Garp –quien tuvo la desgracia de ser representado en el cine por el insoportable Robin Williams– porque posee la dosis justa de malditismo. Es un desgraciado, de acuerdo, pero también es una excelente persona. Confío en que se nos recuerde así… Y eso es interesante a la hora de la representación de todo escritor ficticio: no hay escritores angélicos y/o generosos. Los escritores por definición son seres más bien egoístas, solipsistas, siempre en primera persona del singular. Esto se aprecia aún más claramente en las buenas películas “con escritor”. Mencionaste a Barton Fink, quien jamás se detiene a escuchar la “gran historia” que tiene para contarle su vecino de habitación hotelera y asesino en serie. Pero ese egoísmo también está presente en el Antoine Doinel de las películas de François Truffaut, en (de nuevo Irving) el escritor infantil inmejorablemente retratado por Jeff Bridges en Una mujer difícil, en el seductor patológico y sci-fi de 2046, en el Joseph Mitchell interpretado por Stanley Tucci de El secreto de Joe Gould en el homocatástrofe (ya mencionado) Grady Tripp, en el anciano monumento soñador en la Providence de Alain Resnais, en el vencido Marcello de La dolce vita, en el resentido de Una historia de Brooklyn, en la bohemia tontuela del chico de Betty blue y –muy sutil y especialmente– en el que para mí es uno de los escritores mejor actuados de todos los tiempos: Paul Benjamin (William Hurt) en Smoke, de Wayne Wang & Paul Auster. Allí se muestra con perfecta y regocijante precisión la soledad de un escritor y lo que ese escritor está dispuesto a hacer para que dejen sola a su soledad, por favor, ¿sí? Para ir despidiéndonos, se me ocurre algo tremendo (y espero que no suceda nunca y que, de ocurrir, aparezca después de muerto; por suerte la tradición biográfica en nuestro idioma es muy pobre y su compulsión investigativa más bien limitada: sería terrible que alguien se pusiese a verificar nuestras mentiritas pronunciadas en festivales y mesas redondas y presentaciones y bares como única parte interesante de, me consta, vidas más bien poco ocurrentes desde un punto de vista aventurero; no, no somos ni London ni siquiera Garp, quien acaba asesinado por una fanática feminista). No sé si lanzar la pregunta, pero aquí voy: de publicarse una biografía mía, ¿qué parte buscarías a pie de librería para leer ahí mismo? Tratándose de Pron, como escritor-escrito, a mí me gustaría mucho retroceder hasta tus días fríos y alemanes, ya escritor édito, pero en una especie de limbo expectante a la espera que comience el stage 2 de tu carrera. Me gustaría saber –mientras me despido y te dejo la tarea de bajar el telón– si allí, proyecto de académico, estuviste tentado más de una vez de dejar de escribir y convertirte en un maestro à la Grady Tripp…
Patricio Pron: qué bueno que mencionas a Harold Brodkey y a Raymond Carver (me gustan ambos por razones distintas), Una mujer difícil y Betty blue: de esta última no recuerdo nada excepto la belleza inquietante de Béatrice Dalle; de hecho, de Betty blue no recordaba siquiera que hubiera un escritor en ella, pero ahora recuerdo que lo había y que ese escritor devenía uno cuando por fin tenía algo acerca de lo que escribir, que era la esquizofrenia de su novia, demostrando (una vez más) que los escritores somos unos cerdos y unos desalmados.
A modo de adelanto de la biografía que espero que nadie escriba nunca, y para ahorrarte el importe de la compra, te confieso que mi “único” plan en Alemania era dejar de ser escritor, harto como estaba de mí mismo y de los libros que había escrito hasta ese momento; recuerdo esos años como unos en los que fui feliz de forma muy distinta a como lo soy ahora, unos años en los que cada atardecer señalaba la hora de un triunfo personal sobre el deseo y/o la necesidad de escribir, que veía como un vicio o como un infortunio; cuando finalmente volví a hacerlo (es decir, cuando fracasé en mis esfuerzos por no ser un escritor: un fracaso más y esa convicción expresada en la pregunta habitual acerca de “¿Qué le hace una raya más al tigre?”), decidí hacerlo bajo premisas por completo distintas y eso lo cambió todo para mí, dando paso a lo que mencionabas antes como mi stage 2. Espero con curiosidad un tercero y un cuarto, convencido como estoy de que uno de los pocos privilegios de ser un escritor consiste en ser otro y otros con cada nuevo libro.
Al margen de esto, y a pesar de que (como sabes) no soy un gran fan de las biografías de escritores, no cabe duda de que me abalanzaré sobre la tuya cuando esta sea publicada, y lo haré por dos razones: la primera (obviamente: soy escritor), para ver qué se dice en ella de mí (el biógrafo futuro deberá dedicar un amplio espacio a esta conversación, que es lo mejor que tú y yo habremos hecho el día dos de marzo de 2015; y espero que su libro tenga un índice onomástico confiable y de fácil consulta); la segunda razón para leer tu biografía será volver a los momentos que están en el fondo de buena parte de tu trabajo y en algunos casos constituyen parte de la “leyenda Fresán”: el nacimiento clínicamente muerto, la huida por los pelos de Argentina, las lecturas en el centro comercial Mata de Coco (en Caracas), los comienzos en el periodismo, la elevada suma de dinero que una antigua novia tuya te pidió por haber entorpecido involuntariamente su carrera, y que tú pagaste gustoso en virtud de que solo se trataba de la mitad de los ingresos obtenidos con Historia argentina, el viaje a Guadalajara en el que conociste a Ana, la pérdida del primer borrador de Mantra, la escritura del segundo, el nacimiento de Daniel, la escritura del que será tu próximo libro. Quizás algunos de esos momentos sean inventados (me consta, sin embargo, que Ana y Daniel son la otra parte que no es “la parte inventada” de tu biografía), y es posible que esto irrite a algunos lectores. A mí, en cambio, me gustará saber que lo son, ya que nunca he entendido por qué razón a un escritor se le debería exigir capacidad de engaño en la ficción y honestidad fuera de ella. Ni siquiera entiendo qué separaría a esa ficción de lo otro y por qué eso “otro” sería preferible para algunos. Escribir escritores es (también) insistir en que no hay nada fuera de la ficción y que la vida de los escritores también es ficticia. ¿Quién dijo, por otra parte, aquello de que “la realidad no existe y el sentido de la literatura es demostrarlo”? Un placer conversar contigo, como siempre. ~
Publicado como contenido exclusivo en nuestra aplicación para tabletas de abril 2015
Patricio Pron (Rosario, 1975) es escritor. En 2019 publicó 'Mañana tendremos otros nombres', que ha obtenido el Premio Alfaguara.