Hilaire Belloc comienza su conocida recomendación de Gilbert Keith Chesterton, su socio y su sosias, asegurando que puede y debe ser comparado con el doctor Samuel Johnson. Pero algunas páginas después, al destacar la grandeza de Chesterton como crítico de las letras inglesas, Belloc omite a Johnson de la lista de notables que el autor de La esfera y la cruz estudió y exaltó. Creo, contra lo que hubiera calculado hace pocos días, que las relaciones de Chesterton (1874-1936) con Johnson (1709-1784), las del supuesto alumno con el hipotético predecesor, no fueron ni fáciles ni fluidas y que, para explicarse frente a su conciencia, Chesterton escribió El juicio del doctor Johnson (1927), una de sus comedias.
Mucho, en principio, pareciera unir a Johnson con Chesterton: ambos maestros de la prosa inglesa fueron gordos y gigantones, caracteres pícnicos si los hay, humoristas guiados por el sentido común, cristianos vehementes (cada cual a su manera, uno ejerciendo de escéptico, el otro de controversista) y conservadores frecuentemente irrebatibles, el supremo azote del espíritu whig donde quiera que se manifieste. A los dos les dio por la asociación creadora: al doctor con James Boswell, a Chesterton con Belloc, padres de una quimera, el Chesterbelloc. Uno y otro siempre son dos. (Por cierto: ¿no quisieron Borges y Bioy multiplicarse a partir del ejemplo de esos cuatro ancestros?)
Johnson y Chesterton –y retomo aquí una idea de Giorgio Manganelli en su breve Vita di Samuel Johnson– expresan la sociabilidad característica de lo inglés en literatura, son creadores y practicantes de una ilusión decisiva, la de ser escritores que no escriben para el rey, la corte, el resto de los letrados o las academias, sino para toda la sociedad. Además –y aquí es a Josep Pla a quien parafraseo– los dos debieron ser muy buenas personas y, tratándose de intelectos de su magnitud, el ser buenas personas los equipara con los ángeles.
No aparece mucho Johnson en los ensayos más conocidos de Chesterton ni en su Autobiografía (1936), donde recurre al doctor en tanto que tipo y como surtidor inagotable de lo idiosincrático. Y leyendo El juicio del doctor Johnson, uno encuentra una disimulada acritud en la manera en que Chesterton lo presenta. La comedia, cuyo desenlace no le voy a contar al lector, es un panfleto contra los radicales que, en tiempos de la independencia de los Estados Unidos y del apoyo de Francia a las trece colonias irredentas, aparecen representados por un matrimonio, modernísimo, de norteamericanos que desembarcan como espías en las islas occidentales de Escocia. Allí se topan, casualmente, con un par de caballeros: Johnson y Boswell. Marido y mujer –más parecidos a los radicales de Greenwich Village que fueron contemporáneos de Chesterton que a los whigs de 1775 combatidos por Johnson– se enfrentan a la sagacidad patriótica del doctor, capaz de desenmascararlos y de someterlos al ridículo. Edmund Burke aparece, por cierto, como actor de reparto.
Chesterton, en la nota que antecede a El juicio del doctor Johnson, apenas la segunda obra de teatro que escribió, advierte que la obra es una ficción y en ella los auténticos comentarios del doctor aparecen esparcidos a lo largo del texto, parodiados. Aclara, gozoso, que ese “incidente” no aparece en el libro de Boswell. Chesterton, usando a Johnson, se burla de la mujer moderna –Mary Swift, la espía– y la retrata como una entrometida sin opiniones propias. En una esposa radicalizada queda más claro que en ninguna otra criatura aquella máxima chestertoniana de que las ideas nuevas suelen ser solamente viejos errores. Pero, sobre todo, a través de ella, Chesterton se burla del doctor Johnson, a quien personifica como “una vieja muñeca de la infancia llena de polvo”. Concuerda con el conservadurismo del doctor pero en él Chesterton encuentra, es obvio, al vicioso e irreligioso siglo XVIII, capaz, como lo hacía Johnson, de entrometerse en todo, ajeno al error y a la verdadera fe, inmune a los misterios. ¿Qué hubiera pensado, a su vez, Johnson, de las paradojas del católico Chesterton? Quizá le hubieran parecido el colmo de la hipocresía y Chesterton, un artificioso y un insincero consumido por el esfuerzo de decir dos veces la misma cosa, una para él, la otra para el público. Porque el público de Chesterton lo congregó Johnson. Pero fue Chesterton quien se dio el lujo de actuar, empelucado, polvoso y con un lunar de fantasía, en una de las representaciones domésticas que se hicieron de El juicio del doctor Johnson, según me he dado cuenta al pescar una foto en internet. ~
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile