Entre las características de la literatura de Sara Mesa (Madrid, 1976) probablemente la más sobresaliente es su capacidad para perturbar e incomodar al lector. Es lo que consiguió al hurgar en los entresijos de un internado en Cuatro por cuatro (2012); con los inquietantes relatos reunidos en Mala letra (2016); al hablar de relaciones enfermizas y asfixiantes como la de Sonia y Knut (Cicatriz, 2015), inconvenientes como la de la adolescente Casi y El Viejo (Cara de pan, 2018), o enrarecidas como la de Nat y Andreas (Un amor, 2020). Y vuelve a hacerlo en su última novela, un retrato poliédrico de una familia. La autora ha asegurado que su intención no era dibujar un prototipo extrapolable, pero el artículo determinado del título, La familia, invita a pensar que algo de abstracción hay en estas páginas. Aunque sea solo porque uno no elige a sus padres y hermanos, y porque la persona que uno será en el futuro nunca está enteramente libre de la influencia de lo que ha respirado en el hogar durante la infancia.
El Proyecto, que es como llama el pater familias a su clan, está compuesto por Damián y Laura (los padres), Damián (el hijo mayor), Rosa y Aquilino, más Martina, una sobrina adoptada. Desde el comienzo se advierte el halo de autoridad que rodea a Padre, un fanático admirador de Gandhi que “trabaja” en un despacho de abogados. “¡En esta familia no hay secretos!”, exclama cuando descubre que Martina tiene un diario, con candado incluido. Tanta vehemencia, cómo no, resulta sospechosa. Y la sospecha se va confirmando a medida que Mesa avanza en el proceso de decapado, hasta un clímax final no del todo sorprendente. Ese proceso lo lleva a cabo dedicando un capítulo o dos a cada personaje, sin seguir un orden cronológico y haciendo amplios cortes temporales: en el caso de Rosa y Martina, por ejemplo, salta hasta la edad adulta, cuando ya se han ido de casa; también hay un capítulo dedicado a Damián y Laura en sus inicios como pareja, en el que la turbiedad de él queda ampliamente reflejada. Ese modo de proceder obliga al lector a rellenar huecos, a hilar e inferir; en suma: Sara Mesa vuelve a demostrar aquí su habilidad para moverse por los intersticios y jugar a no decirlo todo.
Para hacerse una idea clara sobre algo hay que salir de la cámara de eco. El recurso narrativo para conseguirlo es aquí el mismo que la autora empleó en Cuatro por cuatro o Un amor: el contraste con el exterior, con el que viene de fuera. En La familia este rol lo asumen un hermano de Madre, el tío Óscar, que hace una visita a la casa durante unos días, y una vecina. Ellos dan el contrapunto y elevan la alerta. También Martina, la adoptada, la extranjera, la que llega in medias res al Proyecto. Ella “miraba todo desde un ladito –desde el ladito oscuro– y le bullían las tripas por un motivo que nada tenía que ver con el hambre, aunque, en cierto modo, se le parecía”. Haber llegado tarde es lo que la salva de hundirse en las arenas movedizas de esa familia.
También el hermano menor obtiene la redención. Desde pequeño demuestra una inteligencia fina e ingeniosa, lo que le permite distanciarse lo suficiente de la opresión que le rodea. Incluso logra, con solo nueve años, que sus padres acepten llamarle Aqui en lugar de Aquilino, aunque lo consideren “una afrenta a la memoria de su antepasado [su bisabuelo]”. Las burlas de sus compañeros (“¡Aquilino! ¡Tríncame el pepino”) le hicieron ver que “su nombre contenía un error que no se podía reparar, un defecto intrínseco”. La herencia, la familia.
Rosa y Damián parecen ser los más damnificados, aunque en el caso de ella hay un resquicio para la esperanza.
Sara Mesa tiene un estilo limpio, sin florituras; al tiempo, meticuloso. Decir mucho con poco. Ella lo llamó “art povera de la escritura”. Esa atención hacia el lenguaje se traslada a algunos de sus personajes. Si en Un amor la protagonista, Nat, es una traductora que reconoce que “le imponen las palabras que otra persona escribió antes que ella, palabras escogidas con cuidado, seleccionadas entre todas las posibles, ordenadas de única manera entre la infinitud de combinaciones desechadas”, el padre de La familia intenta amedrentar y hacer valer su poder sobre los demás a través de la precisión lingüística. (Ya lo hacían, a su vez, sus padres, quienes “aseguraban amar los diccionarios”.) A Martina casi le dicta lo que tiene que escribir en su diario (“Ahora has puesto todos dos veces muy seguidas. Cabemos todos y nos calentamos todos. Corrígelo”) y en su tiempo libre se dedica a cazar las erratas de la revista a la que está suscrito, Filosofía o Muerte: “La dejadez en el manejo de la lengua representaba dejadez del pensamiento.”
En esta novela Sara Mesa eleva la sensación de claustrofobia, pues escapar de un ambiente opresivo en casa es mucho más difícil que en otras circunstancias. Quizás haya tenido que ver que La familia se escribió en siete meses, durante el confinamiento motivado por la pandemia de covid-19. Y seguro es un ejemplo de que muchas veces nada es lo que parece: “[Mira] el peine que traza la ordenada raya del medio y el revoltijo de pelos debajo del colchón. La puerta del armario que no cierra del todo. La rendija que queda. Los ojos que espían.” ~
Es editora y miembro de la redacción de Letras Libres.