Las imágenes de lo sucedido en Sinaloa tras la detención de Ovidio Guzmán son más un testimonio de lo que el Estado mexicano ha dejado de hacer por años que de lo que es capaz de lograr en una madrugada. Fue más una muestra de debilidad que un despliegue de fuerza.
Es cierto, del Culiacanazo de 2019 al de 2023 hay una diferencia innegable: esta vez el detenido se quedó detenido y las fuerzas del orden demostraron que cuando hay voluntad y buenas decisiones táctico-operativas, no hay criminal que pueda escapar de ellas.
Pero no por ello caigamos en la tentación de hablar de un avance en la forma en la que el gobierno atiende la crisis de seguridad del país, ni mucho menos de la restauración del Estado de derecho. Porque lo que no cambió entre los dos Culiacanazos es lo fundamental: que existen otras fuerzas armadas en México, auténticas milicias, capaces de poner de rodillas a una ciudad para negociar con el gobierno; para dialogar por medio de las armas y el terror.
Lo que presenciamos en Sinaloa, de nueva cuenta, es el testimonio más crudo de lo frágil que es la presencia del Estado y del tamaño de su crisis de hegemonía territorial. Pensemos, si no, en qué otros países la detención de un delincuente desestabiliza por completo la vida de un estado a partir de una intensa movilización de civiles armados, del bloqueo de carreteras, el incendio de negocios y el saqueo de tiendas; del secuestro de médicos y ambulancias. En qué tipo de países los civiles disparan a aeronaves y provocan que los aeropuertos tengan que cerrar dejando incomunicado a todo un estado. ¿En uno cuyo gobierno controla su territorio o en uno que ha permitido que otras formas de organización armada emerjan sin control?
El caos en Culiacán es el resultado de años de expansión y fortalecimiento del crimen organizado frente a un gobierno que prefiere mirar a otro lado. Es la muestra más clara de la ausencia de una auténtica política de seguridad nacional; esa que no solo neutraliza a los enemigos o reacciona cuando las amenazas son ya inminentes, sino que previene: que permanentemente evita que grupos antagónicos al Estado se armen y se organicen.
Culiacán es también la muestra más clara de la mentira de la “pax narca”. De la falsedad del argumento de que si se deja tranquilos a los grupos criminales ahí donde son hegemónicos, estos se autolimitan. Por no hablar de la erosión que estos grupos generan en donde operan, hablemos de lo que sucede cuando los débiles equilibrios de esta paz se rompen –como sucedió con esta detención– y el poder de las organizaciones ilegales que se dejó crecer por años finalmente se manifiesta de la forma más cruda. La paz nunca es duradera cuando es resultado de un chantaje basado en la impunidad.
Los Culiacanazos no sucedieron en el vacío ni son incidentales. Son la consecuencia de décadas de inconsistencia y complicidad gubernamental; de ausencia de sentido estratégico en materia de seguridad; de debilitamiento institucional y de corrupción; de tolerancia a lo intolerable. De la claudicación del deber civilizatorio del Estado. Cada arma, cada automóvil y cada persona que ayer salió a combatir a las fuerzas del orden son una prueba de ese abandono.
Las causas de la propia detención dan cuenta de la deriva. No sucedió como un objetivo estratégico para reducir la fuerza de estas organizaciones o para provocar una alteración deseada en los equilibrios criminales del país. Tampoco vino acompañada de otras detenciones que den cuenta de un caso bien armado que busca desarticular a toda una red de generadores de violencia. No: sucede de forma aislada y justo en vísperas de la visita del presidente Biden a México, cuya administración había demandado este objetivo tras el fiasco de 2019 y posiblemente empujó a la realización del operativo después de aportar inteligencia producida por sus agencias.
¿Y qué viene después? Seguramente algunos estallidos de violencia y actos de retaliación en alguna u otra parte del país; un respiro frente a las presiones del vecino del Norte y algunas palmaditas en la espalda entre funcionarios por una nueva “victoria” alcanzada. Y a seguir administrando el desastre.
Lo cierto es que mientras no contemos con una estrategia consistente de contención y desarticulación de organizaciones armadas ni expandamos la capacidad administrativa y policial del Estado en todos sus niveles y territorios, la hidra seguirá creciendo, y en la siguiente oportunidad que queramos cortar una cabeza, tal vez ya no seamos capaces de contener la reacción. Segunda llamada, segunda. ~
Politólogo por la UNAM. MPA en Seguridad y Resolución de Conflictos por la Universidad de Columbia.